La desaparición de las tres llaves sugiere una solución sencilla. Sickert podría haber cerrado las puertas antes de salir de la casa —sobre todo las dos del dormitorio de Emily— para evitar que alguien encontrase el cuerpo antes de que volviera Shaw, a las once y media de la mañana. Si había estado siguiendo a Emily, sin duda sabría a qué hora se marchaba y regresaba Shaw. Mientras que la casera no habría entrado en una habitación cerrada con llave, Shaw lo habría hecho si Emily no hubiera respondido a sus llamadas o a los golpes en la puerta.
Cabe la posibilidad de que Sickert se llevase las llaves como recuerdo. No las necesitaba para escapar después de matar a Emily. Pero las llaves robadas le proporcionarían un margen de espera hasta eso de las once y media de la mañana. Entonces pasó por el lugar del crimen antes de que se llevasen el cadáver y pidió inocentemente a la policía que lo dejase entrar para hacer unos dibujos. Sickert era un artista local y un hombre encantador. Dudo que la policía le dijera que no, es más, puede que hasta le contaran todo lo que sabían sobre el asesinato. A muchos policías les gusta hablar, sobre todo cuando se ha cometido un crimen importante durante su horario de servicio. Como mucho pensarían que el interés de Sickert era curioso, pero no sospechoso. En los informes policiales no se menciona que Sickert, ni cualquier otro artista, estuviera en el escenario del crimen. Pero yo he visitado escenarios de crímenes en calidad de periodista y escritora, y tampoco han incluido mi nombre en los informes.
La aparición de Sickert en el lugar de los hechos también le proporcionaba una coartada. Si hubieran descubierto huellas digitales y algún día, por una razón u otra, las hubieran identificado como pertenecientes a Walter Sickert, ¿qué importancia habría tenido? Sickert había estado en la casa de Emily Dimmock. Había entrado en el dormitorio. Sería lógico que dejase huellas o quizás unos pelos, o a saber qué más, mientras iba de un lado a otro, dibujando y charlando con la policía o con Shaw y su madre.
No era impropio de él dibujar cadáveres. Durante la Primera Guerra Mundial, estaba obsesionado con los soldados heridos y agonizantes, así como con sus uniformes y armas. Coleccionaba estos artículos y mantenía estrecho contacto con los miembros de la Cruz Roja, a quienes pedía que le avisaran si un infortunado paciente dejaba de necesitar su uniforme. «Tengo un tipo maravilloso —escribió a Nan Hudson en el otoño de 1914—. El británico ideal, joven, noble y ligeramente rollizo… y ya lo he dibujado vivo y muerto.»
En varias cartas que escribió a Janie en 1907, Ellen preguntó por el «pobre joven Woods», y más tarde, a finales de año, se interesó por lo que pasó en el juicio. Ellen estaba en el extranjero, y si se refería al arresto y el posterior juicio de Robert Wood, acusado del asesinato de Emily Dimmock—y luego absuelto—, podría haberse equivocado con el apellido, pero la pregunta era atípica en ella. No solía hablar de casos criminales en sus cartas. No he encontrado una sola mención a los crímenes del Destripador ni a cualquier otro. Es desconcertante que quisiera saber algo sobre el «pobre joven Woods», a menos que no se refiriera a Robert Wood, sino a otra persona.
No puedo evitar preguntarme si en 1907 Ellen comenzó a tener sospechas de su ex marido, unas sospechas que no se atrevió a expresar y que trató de desterrar de su mente. Pero ahora estaban juzgando a un hombre, y si lo declaraban culpable, lo ahorcarían. Ellen era una mujer íntegra. Si algo le pesaba sobre la conciencia, por pequeño que fuese, se habría sentido obligada a enviar una carta lacrada a su hermana. Quizá temiera por su propia vida.
Su salud física y mental había empezado a deteriorarse después del asesinato de Camden Town, y pasaba la mayor parte del tiempo fuera de Londres. Aún veía a Sickert de vez en cuando, y continuó ayudándolo en la medida de sus posibilidades hasta 1913, cuando rompió definitivamente con él. Al cabo de un año murió de cáncer de útero.
Ellen Melicent Ashburner Cobden nació el 18 de agosto de 1848 en Dunford, la antigua finca de la familia, cercana al pueblo de Heyshott, West Sussex.
A finales de mayo de 1860, cuando Walter nació en Munich, Ellen tenía once años y estaba pasando la primavera en París. Había salvado a un canario que se había caído del nido en el jardín. «Una pequeña preciosidad, tan dócil que come de mi mano y se posa en mi dedo», escribió a una amiga. Su madre, Kate, estaba organizando una bonita fiesta infantil con cincuenta o sesenta invitados, y pensaba llevar a Ellen al circo y a comer en un «árbol enorme», con una escalera que conducía a una mesa. Ellen acababa de aprender el maravilloso truco de «meter un huevo en una botella», y de vez en cuando su padre escribía una carta sólo para ella.
La vida en Inglaterra no era tan fascinante. En su carta más reciente, Richard Cobden explicaba a su hija que una violenta tormenta había azotado la finca de la familia y arrancado de raíz treinta y seis árboles. Un severo frente frío había destruido gran parte de los arbustos, incluyendo los setos de hoja perenne, y el huerto no daría frutos cuando llegara el verano. Este informe era como un presagio del mal que había llegado al mundo en una lejana ciudad de Alemania. El futuro marido de Ellen pronto cruzaría el Canal de la Mancha y se afincaría en Londres, donde destrozaría la vida de varias personas, incluida la de ella.
Se han escrito numerosas biografías del padre de Ellen, Richard Cobden. Tenía once hermanos y su infancia había sido triste y difícil. Lo sacaron de su casa a los diez años, cuando el pésimo sentido comercial de su padre arruinó a la familia. Durante el resto de su infancia y su adolescencia trabajó para un tío suyo, un comerciante de Londres, y asistió a una escuela de Yorkshire. Este período de su vida fue una tortura física y emocional de la que Cobden no querría ni hablar en el futuro.
El sufrimiento engendra bondad y nobleza en algunas personas, y así sucedió con Richard Cobden. Jamás se mostró resentido o grosero, ni siquiera ante los ataques de sus detractores más furiosos durante su agitada carrera política. El pueblo era su pasión, y nunca olvidó el triste recuerdo de los granjeros, entre ellos su propio padre, que habían perdido todo lo que tenían. La compasión de Cobden por la gente hizo que se consagrase a la misión de luchar contra las leyes del Grano, una injusta legislación que propiciaba el hambre y la pobreza.
Las leyes del Grano (es decir, de los cereales) se promulgaron en 1815, cuando las guerras napoleónicas dejaron a Inglaterra poco menos que en un estado de hambruna. El pan era un tesoro, y un panadero tenía prohibido vender sus hogazas hasta veinticuatro horas después de que salieran del horno. Si el pan estaba duro, la gente no comería de más, y «quien no malgasta, no pasa necesidades». El castigo por transgredir esta ley era severo. Los panaderos tenían que pagar una multa de cinco libras y las costas del juicio. De niño, Richard Cobden vio a los necesitados acudir a Dunford y suplicar por una limosna o por comida que su propia familia no podía permitirse.
Sólo prosperaban los granjeros ricos y los terratenientes, y éstos se aseguraban de que el precio del grano se mantuviera tan alto en los buenos tiempos como en los malos. Los terratenientes eran mayoría en el Parlamento, de manera que les resultó fácil aprobar esas leyes. La lógica era muy sencilla: si gravaban los cereales importados con impuestos abusivos, la oferta en Inglaterra se mantenía baja y los precios artificialmente altos. La promulgación de las leyes del Grano fue desastrosa para los obreros y suscitó revueltas en Londres y otras partes del país. Estas leyes permanecerían vigentes hasta 1846, cuando Cobden ganó la batalla y consiguió que se derogasen.
Era un hombre muy respetado, tanto en Inglaterra como en el extranjero. Durante su primer viaje a Estados Unidos, lo alojaron en la Casa Blanca. Se granjeó la admiración y la amistad de la escritora Harriet Beecher Stowe después de que ella lo visitara en Dunford en 1853 y convinieran en la importancia de «cultivar el algodón con trabajadores libres». En un ensayo que escribió ella un año después, describió a Cobden como un hombre bajo y delgado, «afable por demás» y con «una sonrisa franca y fascinante». Era amigo de todos los políticos influyentes de Inglaterra, como sir Robert Peel, el fundador de la policía, que un día se enfrentaría al futuro yerno de Cobden, Jack el Destripador, y perdería la batalla.
Richard Cobden sentía devoción por su familia, y se convirtió en el único elemento estable en la vida de sus jóvenes hijas en 1856, cuando su único hijo varón, Richard Brooks, murió a los quince años. Estaba en un internado cercano a Heidelberg, y era un joven sano, travieso y querido por todos. Se había convertido en el mejor amigo de su madre durante las frecuentes ausencias de su padre.
Ellen también adoraba a su hermano mayor. «Te mando un rizo de mi cabello para que te acuerdes de alguien que te quiere mucho», le escribió cuando él estaba en el internado. «Espero que me contestes pronto y me digas cuándo tendré el placer de volver a verte.» El afecto era mutuo y muy conmovedor. «Te llevaré regalos —escribió Robert con su letra infantil—. Intentaré comprarte un gatito.»
Las cartas de Richard sugieren que podría haber llegado a ser un hombre sensato, perspicaz e ingenioso. Era un bromista, y entre sus travesuras del día de los Inocentes figura la de escribir una nota en alemán que decía «sáqueme a patadas de la tienda» y entregársela a un niño francés para que la presentara como la lista de la compra en una tienda cercana. Sin embargo, Richard Brooks era lo bastante tierno para interesarse por el perro de unos amigos de la familia, que podría necesitar «alguna manta más» durante los «vientos del este».
Las cartas que enviaba a su casa eran entretenidas y estaban demasiado llenas de vida para que alguien pudiera imaginar que no crecería para convertirse en el perfecto hijo varón de su célebre padre. El 3 de abril escribió una carta a su progenitor desde el internado que sería la última de su vida. Murió el día 6 de ese mes a causa de una fulminante escarlatina.
Un error imperdonable añadió dramatismo a la tragedia. El director de la escuela de Richard se puso en contacto con un amigo de la familia Cobden, y cada uno de ellos dio por sentado que el otro había telegrafiado a Richard Cobden para informarle de la súbita muerte de su hijo. El joven Richard Brooks ya estaba enterrado cuando su padre se enteró de lo ocurrido de una forma pavorosa. Cobden acababa de sentarse a desayunar en la habitación de un hotel de Grosvenor Street, en Londres, y comenzó a leer su correspondencia. Abrió con ilusión la carta de su hijo del 3 de abril y la leyó en primer lugar. Al cabo de unos minutos abrió otra carta donde le presentaban las condolencias por su terrible pérdida. Atónito y transido de dolor, Cobden emprendió de inmediato el viaje de cinco horas a Dunford, preocupado por cómo se lo diría a su familia, en especial a Kate. Ésta ya había perdido dos hijos y sentía una devoción enfermiza por Richard.
Cobden llegó a Dunford pálido y demacrado, y se desmoronó cuando contó lo que había sucedido. Kate fue incapaz de encajar el golpe, y la pérdida de su amado hijo adquirió las míticas proporciones de ícaro volando hacia el sol. Tras unos días de negación, se sumió en un estado casi catatónico: según escribió Cobden, estaba sentada «como una estatua, sin hablar y como si no oyera nada». Hora a hora contempló cómo el cabello de su mujer encanecía. Con siete años, Ellen no perdió sólo a su hermano, sino también a su madre. Kate Cobden sobreviviría doce años a su marido, pero era una mujer emocionalmente destrozada que, en palabras de su marido, «tropieza con el cadáver [de Richard] mientras se pasea de una habitación a otra». Nunca superó su dolor, y se volvió adicta a los opiáceos. Ellen se vio obligada a asumir un papel demasiado difícil para una niña de su edad. Así como Richard Brooks se había convertido en el mejor amigo de su madre, Ellen se convirtió en la esposa sustituía de su padre.
El 21 de septiembre de 1864, cuando Ellen tenía quince años, su padre le mandó una carta en la que le pedía que cuidase de sus dos hermanas menores. «Es mucho lo que puedes conseguir con tu influencia, y más aún con tu ejemplo», escribió. «Ojalá te hubiera dicho cuánto apreciamos tu madre y yo tu buen ejemplo.» También esperaba que «las guíes [a sus hermanas] hacia una disciplina perfecta». Era una exigencia poco realista para una adolescente de quince años que tenía que lidiar con sus propias pérdidas. Ellen no tuvo oportunidad de expresar su dolor, y las responsabilidades y la angustia debieron de antojársele insoportables un año después, cuando su padre falleció.
Lo que le robó a su padre fue la misma contaminación que, con el tiempo, ayudaría a encubrir las peregrinaciones y los violentos crímenes de su marido. Durante años Cobden había sido propenso a infecciones respiratorias que lo obligaban a viajar a la playa o al campo, dondequiera que se respirase un aire más puro que en Londres. Hizo su última visita a la gran ciudad en marzo de 1865, y lo acompañó Ellen, que entonces tenía dieciséis años. Se alojaron en un hotel de Suffolk Street, razonablemente cerca de la Cámara de los Comunes. De inmediato, Cobden sufrió un ataque de asma provocado por el negro humo que salía de las chimeneas de las casas cercanas y entraba en su habitación empujado por los vientos del este.
Una semana después seguía en cama, rezando para que el viento cambiara, pero su asma empeoró y se convirtió en bronquitis. Cobden intuyó que se acercaba el fin y redactó su testamento. Su esposa y Ellen estaban junto a su lecho cuando murió, el 2 de abril de 1865, a los sesenta y un años. Según John Bright, su amigo y aliado político, el apego de Ellen por su padre «parecía una pasión difícil de hallar entre las hijas». Fue la última en soltar el ataúd de Cobden mientras lo introducían en la tumba. Nunca lo olvidó, como tampoco olvidaría lo que él esperaba de ella.
Con el tiempo, Bright explicó al biógrafo oficial de Cobden que éste había llevado «una vida de continuos sacrificios […] No supe cuánto lo quería hasta que lo perdí». El día después de la muerte de Cobden, un lunes, Benjamín Disraeli se dirigió a los miembros del Parlamento en la Cámara de los Comunes con las siguientes palabras: «Nos queda el consuelo […] de que no hemos perdido del todo a estos grandes hombres.» En el banco de la familia Cobden en la iglesia de Heyshott hay una placa que reza: «Aquí adoraba a Dios Richard Cobden, que amó a sus semejantes.» Muy a su pesar, Cobden dejó a una esposa mentalmente inestable a cargo de cuatro hijas llenas de vida, y pese a las promesas que hicieron algunos hombres influyentes en el funeral, «las hijas de Cobden», como las llamaba la prensa, se quedaron solas.