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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (42 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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Una vez más, el asesino había conseguido ocultar un cuerpo y sus miembros amputados; transportar los bultos, que debían de ser pesados, y ponerlos prácticamente a los pies de un policía.

«Tuve que superar grandes dificultades para llevar los cadáveres al sitio donde los escondí», escribió el Destripador el 22 de octubre de 1888.

Doce días después del descubrimiento del torso, el
Weekly Dispatch
reprodujo una nota de la edición londinense del
New York Herald,
donde se decía que un casero aseguraba conocer la «identificación» de Jack el Destripador. El casero, cuyo nombre no aparece en el artículo, afirmó que estaba convencido de que el Destripador había alquilado una habitación en su casa, y que este «huésped» solía regresar «a eso de las cuatro de la madrugada», cuando todo el mundo dormía. Una mañana, el casero estaba despierto cuando su huésped regresó y vio que «estaba excitado y hablaba de manera incoherente». El hombre contó que lo habían agredido y le habían robado el reloj y «dio el nombre de la comisaría de policía» donde había denunciado el incidente.

El casero quiso confirmar esta información, pero la policía le indicó que no habían recibido denuncia alguna. Sus sospechas crecieron cuando encontró la camisa y la ropa interior del huésped recién lavadas sobre unas sillas. Según el artículo, el huésped «tenía la costumbre de hablar sobre las mujeres de la calle, y escribía "largos galimatías" sobre ellas en un papel parecido «al de las supuestas cartas de Jack el Destripador a la policía». El huésped tenía «ocho trajes, ocho pares de botas y ocho sombreros». Hablaba varios idiomas y «cuando salía siempre llevaba consigo un maletín negro». No usaba el mismo sombrero dos noches seguidas.

Poco después de que se descubriera el torso en Pinchin Street, el huésped explicó al casero que se iba al extranjero y se marchó de inmediato. Cuando el casero entró en la habitación, descubrió que el hombre se había dejado «lazos, plumas, flores y otros artículos pertenecientes a mujeres de la peor clase», tres pares de botas de cuero y otros tres de «chanclos» con suela de goma y empeine de tela, que estaban «salpicados de sangre».

Es evidente que el Destripador se mantenía informado y que había leído esta historia en la edición londinense del
New York Herald, o
quizás en otro periódico, como el
Weekly Dispatch.
En un poema del 8 de noviembre de 1889, hizo una clara referencia al relato del casero.

«Viste 8 trajes, muchos sombreros llevo.»

Sin embargo, negó que fuese el huésped que escribía «galimatías» sobre mujeres indecentes:

En Finsbury Square en meses pasados,

un excéntrico vivía con un par de amancebados.

La historia es falsa, no hubo en aquellas salas

nadie que escribiera sobre las mujeres malas.

Es difícil imaginar que Walter Sickert dejase botas o cualquier otro objeto incriminatorio en una habitación alquilada, a menos que quisiera que los descubrieran. Puede que Sickert se alojara allí y puede que no. Pero de manera voluntaria o involuntaria, el Destripador dejó una estela de sospechas y creó suspense. Hasta es posible que estuviera espiando desde detrás del telón en espera del siguiente acto, que aparece descrito justo debajo de la historia del «huésped» en el Weekly Dispatch.

Una «mujer» escribió una carta a la comisaría de policía de Leman Street para «declarar que se ha comprobado que una mujer alta y fuerte ha estado durante un tiempo» trabajando en varios mataderos, «vestida de hombre». Esta historia dio lugar a «la teoría de que a las víctimas del East End las podría haber asesinado una mujer. Cabe señalar que nadie parece haber visto a hombre alguno en los alrededores en el momento del homicidio».

Nunca se encontró a la travestida del matadero, y los policías que registraron los mataderos del East End no pudieron confirmar que una posible «Jill la Destripadora» hubiera trabajado allí. La carta que escribió la «mujer» a la comisaría de Leman Street no se conserva. Entre el 18 de julio (tres días después de que Sickert «dimitiera» de su cargo en el
New York Herald)
y el 30 de octubre de 1889, la policía metropolitana recibió treinta y siete cartas del Destripador (a juzgar por las que se encuentran tanto en los archivos municipales de Londres como en los de la City). Diecisiete son de septiembre. Con la excepción de tres, todas se enviaron desde Londres, lo que situaría al Destripador —o a Sickert— en esta ciudad en la época en que se publicaron la historia del «huésped» y la de la mujer del matadero.

Desde marzo hasta mediados de julio de 1889, Sickert había escrito veintiún artículos para la edición londinense del
New York Herald.
Es muy probable que estuviera en Londres el 8 de septiembre, porque
The Sun
lo había entrevistado unos días antes en el número 54 de Broadhurst Gardens, y publicó el artículo el día 8. El tema principal de la entrevista era una importante exposición de arte impresionista programada para el 2 de diciembre en la Goupil Gallery, en Bond Street, en la que se incluirían obras de Sickert. El reportero también le preguntó por qué había dejado de escribir críticas de arte para el
New York Herald.

La respuesta de Sickert fue evasiva y no del todo veraz. Dijo que no tenía tiempo para seguir escribiendo para el
Herald.
Señaló que era conveniente que los críticos no fueran pintores. Sin embargo, en marzo de 1890, Sickert volvió a las andadas, y escribió artículos para el
Scots Observe?; Art Weekly
y
The Whirlwind
(al menos dieciséis notas en un año). Quizá sea otra curiosa coincidencia que el mismo día que el
Sun
publicó la noticia de la «dimisión» de Sickert, el misterioso soldado apareciera en el
New York Herald y
anunciara un asesinato con mutilación del que no podía saber nada, a menos que fuera cómplice del asesino.

El torso que apareció en septiembre de 1889 no se identificó nunca. Es posible que no se tratara de una «sucia ramera» de los albergues nocturnos y la calle. Quizá fuese una prostituta de mayor categoría, como una actriz de variedades. Aquellas mujeres de moral dudosa podían desaparecer con facilidad. Iban de una ciudad a otra o de un país a otro. A Sickert le gustaba dibujarlas. Pintó el retrato de la estrella de variedades Queenie Lawrence, y debió de sentirse ofendido cuando ella no aceptó que se lo regalara, aduciendo que ni siquiera podría usarlo como biombo para protegerse del viento Queenie Lawrence pareció esfumarse de la vida pública en 1889. No he encontrado información sobre lo que hizo luego. Las modelos y discípulas de Sickert a veces desaparecían sin dejar rastro.

«[…] Una de mis alumnas, una preciosidad que dibujaba peor que nadie que haya conocido en mi vida y que ha desaparecido en el interior del país. ¿Su nombre?», escribió Sickert a sus ricas amigas americanas Ethel Sands y Nan Hudson, probablemente en 1914.

Durante los períodos más ajetreados de su actividad criminal, Sickert podría haber vivido en los trenes y haber enviado cartas desde todas partes. Los asesinos sexuales tienden a moverse cuando su violenta adicción se apodera de ellos. Van de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, y a menudo matan cerca de las áreas de descanso y de las estaciones de tren, eligiendo unas veces sus escenarios y otras, no. Los cuerpos o los miembros amputados pueden aparecer desperdigados a lo largo de centenares de kilómetros. Se descubren restos humanos en cubos de basura y en bosques. Algunas víctimas están tan bien escondidas que nunca dejarán de ser «desaparecidas».

La euforia, los riesgos y la emoción de los asesinatos resultan embriagadores. Pero estas personas no quieren que las detengan, y Sickert tampoco. Salir de Londres de vez en cuando era una medida sabia, sobre todo después del asesinato de Elizabeth Stride y el de Catherine Eddows. Pero si envió tantas cartas desde lugares distantes entre sí porque pretendía distraer a la policía y crear revuelo, le salió el tiro por la culata. Por usar la expresión de D. S. MacColl, «se sobrestimó». Sickert era tan listo que ni la prensa ni la policía creyeron que las cartas pudieran ser del Destripador, y no les hicieron caso.

Algunas, procedentes de sitios tan lejanos como Lille o Lisboa, podrían ser bromas. O quizá Sickert consiguió que alguien las enviara por él. Por lo visto, tenía esa costumbre. En agosto de 1914, mientras estaba en Dieppe, escribió a Ethel Sands: «No siempre tengo tiempo de hacer una escapada al barco y encontrar a un amable desconocido a quien confiar mi correspondencia.»

24
En un pesebre

A primera hora de la gélida mañana del 11 de octubre de 1888, Sir Charles Warren interpretó el papel de villano con los sabuesos
Burgho y Barnaby
.

El jefe de la policía metropolitana corrió entre los árboles y los arbustos de Hyde Park, fingiendo ser un fugitivo, mientras la magnífica pareja de perros perdía su rastro y cazaba a algunos extraños que casualmente paseaban por allí. Otros cuatro experimentos en la brumosa y fría mañana terminaron igual de mal. A Warren no le sentó bien.

Si los sabuesos eran incapaces de rastrear a un hombre en un parque casi desierto poco después de rayar el alba, tal vez no sería buena idea soltarlos en las sucias y atestadas callejuelas del East End. Tampoco había sido buena idea que se ofreciera voluntario para la prueba. Todo por demostrar a los londinenses que los sabuesos eran una grandiosa innovación y que estaba seguro de que descubrirían al demonio del East End. Warren nunca superaría la humillación de su carrera por el parque con los desorientados sabuesos.

«Querido jefe: Me he enterado de que ahora tiene sabuesos para seguirme», escribió el Destripador el 12 de octubre, y dibujó un cuchillo en el sobre.

Lo que tal vez precipitara la mala decisión de Warren —o, al menos, influyera en ella— fue otra curiosa carta que
The Times
publicó el 9 de octubre, dos días antes de la carrera del jefe de policía en el parque:

Señor: Quizá mi experiencia personal con lo que son capaces de hacer los perros sabuesos en la persecución de un criminal podría ser de interés. He aquí, entonces, un incidente del que fui testigo directo.

En 1861 o 1862 (mi memoria me impide precisar mejor la fecha), me encontraba en Dieppe cuando un niño apareció encajado en el pesebre de un caballo, con la garganta cortada de oreja a oreja. De inmediato pusieron a un par de sabuesos a seguir su olor. Tras olfatear la tierra durante un par de minutos, los perros echaron a correr y centenares de personas, entre ellos su propietario y un servidor, los seguimos.

Los sabuesos, muy bien adiestrados, no aflojaron el paso hasta que llegaron al otro extremo de la ciudad, donde se detuvieron en seco delante de una pensión de mala muerte y, alzando sus nobles cabezas, emitieron un estridente aullido. En el interior de la casa estaba la culpable —una vieja— escondida debajo de una cama.

Permítame añadir que, si un sabueso está bien entrenado, su instinto para detectar un olor es tal que nadie sabe a ciencia cierta si existe algún obstáculo insalvable para él mientras sigue un rastro.

Atentamente,

Williams
[sic]
Buchanan

11, Burton St., W.C., 8 de octubre.

Al igual que con la carta al director del «anciano caballero», el tono no parece en consonancia con el tema. El señor Buchanan empleó el lenguaje ligero y despreocupado de un anecdotista para relatar la terrible historia de un niño con la garganta cortada «de oreja a oreja» y el cuerpo metido en «el pesebre de un caballo».

En los periódicos de Dieppe de principios de la década de 1860 no aparece mención alguna a un niño degollado, o asesinado por un método semejante. Esto no es una prueba concluyente, ya que muchos documentos archivados en Francia hace un siglo se conservaron mal, se perdieron o se destruyeron durante las dos guerras mundiales. Pero incluso si ese asesinato se produjo, cuesta creer que en el Dieppe de aquella época dispusieran de perros adiestrados para ponerlos a seguir un rastro «de inmediato». En la grandiosa ciudad de Londres no había sabuesos así en la década de J 860, y ni siquiera veintiocho años después, cuando Charles Warren tuvo que importar los perros y alojarlos en la consulta de un veterinario.

En el siglo VIII, los sabuesos se llamaban perros flamencos, y se los tenía en gran estima por su capacidad de perseguir osos y otros animales y sacarlos de sus guaridas durante las cacerías. No fue hasta el siglo XVI cuando estos animales de orejas y cuello largos comenzaron a usarse para localizar seres humanos. Es del todo falso que pertenezcan a una raza cruel y que se usaran para perseguir a los esclavos en los estados del sur de Estados Unidos. Los sabuesos no son agresivos por naturaleza, ni mantienen contacto físico con la presa. No hay ni una pizca de maldad en su triste y arrugada cara. Los perros que se empleaban para perseguir a los esclavos eran bien raposeros, bien un cruce de raposero con mastín cubano entrenado para atacar a las personas y arrastrarlas por el suelo.

El adiestramiento de los sabuesos para localizar criminales es un trabajo tan especializado y difícil que la policía dispone de muy pocos ejemplares. Tampoco debió de haber muchos sabuesos disponibles en 1861 o 1862, cuando, según explicó Buchanan en una carta que parece un cuento de los hermanos Grimm, estos perros siguieron el rastro del niño asesinado directamente hasta la casa de la culpable, una vieja que estaba escondida debajo de la cama.

«Williams» Buchanan —como
The Times
imprimió el nombre— no figura en la guía postal de 1888, pero en el registro de electores de la jurisdicción parlamentaria de St. Paneras, distrito 3, Burton, aparece un tal William Buchanan con domicilio en el número 11 de Burton Street. En aquella época, Burton Street no estaba en un barrio miserable, pero tampoco en una buena zona. La casa, que se alquilaba por treinta y ocho libras al año, subalquilaba habitaciones a personas de diversos oficios, como un aprendiz, un encargado de imprenta, un fabricante de pigmentos, un empaquetador de cacao, un pulidor francés, un sillero y una lavandera.

William Buchanan no era un nombre poco habitual, y no he encontrado otros documentos para identificarlo o determinar su ocupación. Sin embargo, la carta al director revela a un hombre culto y creativo, y menciona Dieppe, un centro turístico y refugio de artistas donde Sickert alquiló casas y estudios durante la mitad de su vida. Cuesta creer que alquilara sus estudios secretos en Dieppe, Londres o en cualquier otro sitio usando su nombre verdadero. A finales de la década de 1880, no se exigía ningún documentó de identificación. Bastaba con pagar. Cabe preguntarse cuántas veces se serviría Sickert de nombres falsos, incluso algunos de personas reales.

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