El doctor Killeen concluyó que el asesino era robusto. La adrenalina y la ira son estimulantes poderosos y pueden redoblar el vigor de una persona. Pero el Destripador no necesitaba una fuerza sobrehumana. Si su arma era puntiaguda, fuerte y afilada, le hubiera resultado fácil atravesar la piel, los órganos e incluso los huesos. El doctor Killeen también se equivocó al suponer que la herida que horadó el esternón, o «hueso pectoral», podía haberla ocasionado un «cuchillo». Se precipitó tanto al llegar a esa conclusión como a la siguiente: que se utilizaron dos armas, puede que una «daga» y un «cuchillo», lo que condujo a la teoría inicial de que el asesino era ambidiestro.
Incluso si lo era, la imagen de un hombre apuñalando a Martha con un cuchillo en una mano y una daga en la otra resulta grotesca y absurda; de haber sido así, es muy probable que él mismo se hubiera herido más de una vez. Los datos médicos que se conocen no sugieren el ataque de un ambidiestro. El pulmón izquierdo de Martha estaba perforado en cinco puntos. En el corazón, que se halla en el lado izquierdo del cuerpo, sólo había una herida. Una persona diestra tiene más posibilidades de ocasionar heridas en el lado izquierdo si la víctima se encuentra frente a él.
Una herida en el esternón no reviste la importancia que le concedió el doctor Killeen. Un cuchillo afilado puede atravesar el hueso, incluso el cráneo. En Alemania, décadas antes de que el Destripador empezara a matar, un hombre asesinó a su esposa apuñalándola en el esternón y más tarde confesó que el «cuchillo de mesa» había traspasado el hueso como si fuese mantequilla. Los bordes de la herida indicaban que el cuchillo había horadado de forma limpia el esternón y perforado el pulmón derecho, el pericardio y la aorta.
El doctor Killeen creyó hallar la confirmación de su teoría sobre las dos armas en la diferencia de tamaño de las heridas. Sin embargo, esta discrepancia tendría fácil explicación si la hoja del cuchillo era más ancha cerca de la empuñadura que en la punta. La anchura de las heridas por arma blanca varía según su profundidad, el giro de la hoja y la elasticidad del tejido o la parte del cuerpo lesionada. Es difícil precisar qué quiso decir el doctor Killeen al hablar de un cuchillo y una daga, pero un cuchillo casi siempre tiene una hoja de un solo filo, mientras que la daga suele ser más estrecha y puntiaguda, y presenta doble filo. Los términos «cuchillo» y «daga» a menudo se usan como sinónimos, igual que «revólver» y «pistola». Mientras investigaba los casos del Destripador, me informé de los distintos tipos de arma blanca que habría tenido a su alcance. La variedad es asombrosa, por no decir deprimente. Los británicos que viajaban a Asia regresaban con toda clase de
souvenirs,
algunos más apropiados que otros para cortar o apuñalar. El
pesh kabz
indio es un buen ejemplo de un arma capaz de ocasionar heridas de distinta anchura, según la profundidad del corte. La fuerte hoja de esta «daga», como se llamaba entonces, podía producir perforaciones tan diversas que incluso en la actualidad dejarían perplejo a cualquier forense.
La hoja es curva y mide casi cuatro centímetros de ancho junto a la empuñadura de marfil, pero en el último tercio adquiere doble filo y se va afinando de manera gradual hasta la punta, que es delgada como una aguja. La que yo compré a un anticuario se fabricó en 1830 y podría llevarse sin dificultad (con funda y todo) en la cinturilla del pantalón, una bota, un bolsillo grande o, incluso, oculta en una manga. La hoja curva de la daga oriental llamada
djambia
(hacia el año 1840) también produciría heridas de distinto ancho, aunque el filo es doble en toda su extensión.
Los Victorianos tenían a su disposición una notable cantidad de armas fabricadas para matar seres humanos, y se hacían con ellas al desdén en sus viajes al extranjero o las compraban a precio de saldo en los mercadillos. En un solo día descubrí las siguientes armas en una feria de antigüedades de Londres y en casa de dos anticuarios de Sussex: dagas,
kukris,
una daga camuflada con aspecto de rama pulida, bastones que ocultaban estiletes, diminutos revólveres de seis balas diseñados para que cupieran en el bolsillo del chaleco de un caballero o en el bolso de una señora, navajas de afeitar, cuchillos Bowie, espadas, rifles y porras bellamente decoradas, incluyendo la llamada «salvavidas», que está hecha de plomo. Jack el Destripador tuvo la suerte de poder elegir entre una espléndida variedad de armas.
La que mató a Martha Tabran no se halló nunca, y dado que el informe de la autopsia del doctor Killeen a toda luz ha desaparecido —como tantos otros documentos relacionados con el caso del Destripador—, lo único que tenía a mi disposición eran las esquemáticas notas de la investigación. Como cabe suponer, no he logrado determinar con certeza cuál fue el arma que acabó con la vida de Martha, pero sí puedo especular al respecto. A juzgar por el ensañamiento del ataque y las heridas, es muy probable que se tratase de lo que los Victorianos llamaban «daga»: un arma blanca con una hoja fuerte y puntiaguda y un mango sólido, diseñado para evitar que se escapase de la mano e hiriese a quien la empuñaba.
Si es verdad que Martha no presentaba heridas defensivas, como cortes o hematomas en las manos y los brazos, esto significaría que no se resistió demasiado, aunque su ropa estuviera «en desorden». Sin más explicaciones de en qué modo estaba desaliñada, no puedo deducir si había empezado a desvestirse cuando la atacaron, si el asesino alteró, desabrochó, cortó o desgarró esas prendas, o si lo hizo antes o después de matarla. En los asesinatos de la época, la ropa era importante sobre todo para identificar a la víctima. No se la examinaba con el fin de encontrar lágrimas, cortes, semen o cualquier otra clase de pruebas. Después de la identificación, por lo general se arrojaba a la calle por la puerta de la funeraria. Cuando los crímenes del Destripador comenzaron a sumarse, algunas personas caritativas pensaron que sería buena idea donar las prendas de las muertas a los necesitados.
En 1888 se sabía muy poco sobre el comportamiento de la sangre. Ésta tiene una naturaleza distintiva y una conducta que acata con sumisión las leyes de la física. No es como ningún otro líquido, y puesto que circula a alta presión por las arterias de una persona, no se limita a gotear o a caer poco a poco cuando se corta una arteria. En el escenario del crimen, unas salpicaduras en la pared habrían indicado que la puñalada del cuello había seccionado una arteria y que ésta se había producido cuando Martha aún estaba de pie y tenía presión arterial. El esquema gráfico que deja la sangre arterial, que sube y baja al ritmo del corazón, también indicaría si la victima estaba en el suelo cuando se le cortó la arteria. El examen de este esquema contribuye a establecer la secuencia de los hechos durante la agresión. Si se secciona una arteria importante pero no se observa el esquema gráfico característico de la sangre arterial, lo mas probable es que otras heridas hubieran acabado va con la vida de la victima.
Las puñaladas en los genitales de Martha sugieren que el asesinato tuvo un componente sexual. Sin embargo, si es verdad que no había indicios de «conexión,, el eufemismo con que los victorianos se referían al coito —al igual que en el resto de los casos del Destripador—, esta pauta de conducta debería haberse tomado muy en serio, pero no fue así. No estoy segura de cómo se determinaba si había habido conexión. El problema con una prostituta era que podía haber conectado varias veces en una noche, y que rara vez o nunca limpiaba los rastros de civilización que llevaba en su cuerpo.
Además, era imposible analizar los fluidos corporales para determinar el grupo sanguíneo o el ADN, y en las investigaciones criminales ni siquiera se intentaba distinguir entre la sangre animal y la humana. Aunque hubiera habido pruebas de actividad sexual reciente, el semen no habría tenido valor forense. Sin embargo, la ausencia de fluido seminal o de indicios de intento de copulación —como ocurre en todos los asesinatos del Destripador— sugiere que el asesino no mantuvo relaciones sexuales con las víctimas ni antes ni después de los asesinatos. No es un hecho insólito, pero sí poco habitual en los crímenes de los psicópatas violentos, que a menudo violan mientras matan, eyaculan cuando la víctima muere o se masturban sobre el cadáver. La ausencia de semen en los lujuriosos asesinatos del Destripador encaja con la suposición de que Sickert era incapaz de mantener relaciones sexuales.
Según los criterios actuales, la investigación del asesinato de Martha Tabran fue tan desastrosa que no merece llamarse investigación. Su asesinato no despertó el interés de la policía ni de la prensa. Su violenta muerte no se hizo pública hasta la primera indagación celebrada el 10 de agosto. Hubo pocas pesquisas posteriores. Martha Tabran no era importante para nadie en particular. Como solíamos decir mis compañeros y yo cuando trabajaba en el deposito de cadáveres, todos dieron por sentado que había tenido la muerte que merecía.
Su asesinato fue brutal, pero nadie lo vio como la primera agresión de una fuerza maligna que había invadido la Gran Metrópolis. Martha era una sucia ramera, y al escoger esa clase de vida se había puesto en peligro a sabiendas. Incluso los periódicos comentaban que ejercía de manera voluntaria un oficio que la obligaba a eludir a la policía en la misma medida que su asesino. Era difícil sentir compasión por las mujeres como ella, y el sentimiento público de la época no se diferencia mucho del actual: la culpa es de la víctima. Las excusas que se emplean en los tribunales modernos son tan deprimentes como exasperantes. Si no se hubiera vestido de esa manera; si no hubiera ido a ese barrio; si no hubiera recorrido los bares buscando un hombre; le dije que no hiciera
footing
en esa zona del parque; ¿qué quiere si deja que su hijo vuelva andando solo desde la parada del autobús? Como comenta mi memora la doctora Marcella Fierro, médica forense de Virginia: «Una mujer tiene derecho a ir desnuda por la calle sin que por ello la violen o la asesinen.» Martha Tabran tenía derecho a vivir.
«La investigación se restringió a personas de la calaña de la difunta en el East End —resumió el inspector jefe Donald Swanson en su informe—, pero resultó infructuosa.»
Walter Richard Sickert, a quien se ha considerado uno de los artistas más importantes de Inglaterra, no era inglés: nació en Munich, Alemania, el 31 de mayo de 1860.
Este «inglés de pura cepa», como se lo describió a menudo, era hijo de Oswald Adalbert Sickert, un artista danés de pura cepa, y de Eleanor Louisa Moravia Henby, una belleza angloirlandesa de no tan pura cepa. De pequeño, Walter era un auténtico alemán.
Tanto la madre de Sickert como su hermana menor, Helena, y su primera esposa, Ellen Cobden, se hacían llamar «Nelly». Ellen Terry era llamada «Nelly». En aras de la claridad, sólo usaré el nombre de Nelly para referirme a la madre de Sickert, y no caeré en la tentación de recurrir a Edipo y la jerigonza psicoanalítica para explicar el hecho de que las cuatro mujeres más importantes de la vida del pintor tuvieran el mismo apodo.
Walter fue el primero de seis hijos, cinco niños y una niña. Curiosamente, ninguno de ellos tendría hijos. Parece que fueron todos bichos raros, salvo, quizás, Oswald Valentine, de quien sólo se sabe que fue un próspero vendedor. Robert se convirtió en un ermitaño y murió a causa de las lesiones que sufrió cuando lo atropello un camión.
Leonard siempre estuvo extrañamente distanciado de la realidad y murió tras una larga batalla con los estupefacientes. Bernhard fue un pintor frustrado, víctima de la depresión y el alcoholismo. Su padre, Oswald, escribió una poética observación que parece una trágica profecía:
Donde hay libertad, como es obvio,
lo malo ha de ser libre también, pero muere,
pues lleva dentro de sí el germen de la destrucción,
y sucumbe a su propia lógica/consecuencia.
La única hija de los Sickert, Helena, tenía una mente brillante y un espíritu indomable, pero también un cuerpo que le falló durante toda su vida. Fue el único miembro de la familia que demostró interés por sus semejantes y las causas humanitarias. En su biografía, explicó que los sufrimientos de la infancia la volvieron compasiva y sensible ante los problemas de los demás. La enviaron a un estricto internado, donde la comida era terrible y las demás niñas se mofaban de ella a causa de su torpeza y su naturaleza enfermiza. Los varones de su familia la convencieron de que era fea. Era inferior porque no era niño.
Walter pertenecía a la tercera generación de artistas. Su abuelo, Johann Jurgen Sickert, fue un pintor tan notable que se ganó el mecenazgo del rey Cristian VIII de Dinamarca. Su padre, Oswald, fue un brillante pintor y artista gráfico que no consiguió hacerse un nombre n. ganarse la vida con su arte. En una antigua fotografía se nos muestra con una larga y poblada barba, y hay un brillo de ira en su mirada. Al igual que con el resto de la familia Sickert, la información sobre él es tan imprecisa como un mal daguerrotipo. Tras una exhaustiva búsqueda, sólo encontré una pequeña colección de obras artísticas y textos suyos junto con la documentación que existe acerca de su hijo en las bibliotecas públicas de Islington. Los manuscritos de Oswald tuvieron que traducirse del alto al bajo alemán y luego al inglés, un proceso que duró casi seis meses y sólo produjo sesenta fragmentos, ya que la mayoría de lo que escribió era ilegible e imposible de descifrar.
Pero lo que pudo traducirse me permitió vislumbrar a un hombre tenaz, complejo y brillante como pocos, que escribió música, obras de teatro y poesía. Su fluidez verbal y su talento para el teatro lo convirtieron en un apreciado orador que pronunciaba discursos en bodas, fiestas y otros actos sociales. Políticamente activo durante la guerra entre Dinamarca y Alemania, en 1864 viajó por distintas ciudades para instar a los obreros a luchar por la unidad de Alemania.
«Necesito vuestra ayuda —proclamó en un discurso sin fecha—. Cada uno de vosotros ha de arrimar el hombro… También aquellos de vosotros que tratáis con los obreros, los propietarios de fábricas y grandes comerciantes, debéis proteger al trabajador honesto.»
Oswald era capaz de enfervorizar a los oprimidos. También componía música y poesías repletas de ternura y amor. Dibujaba viñetas cómicas que revelan un sentido del humor cruel y mordaz. Las páginas de su diario demuestran que cuando no dibujaba, paseaba, una afición que legaría a su hijo mayor.