A las once de la noche del 6 de agosto, Martha se encontró con Mary Ann Connolly, conocida por el apodo de Pearly Poll. Había sido un día desapacible, nublado e inestable, y la temperatura había continuado bajando hasta los 11 °C, un frío impropio de esa época del año. La neblina de la tarde se convirtió con las horas en una densa niebla que ocultaba la luna llena y que duraría hasta las siete de la mañana. Pero las dos estaban acostumbradas al mal tiempo y, aunque se sintieran incómodas por demás, era difícil que fuesen vulnerables a la hipotermia. Las mujeres como ellas teman el hábito de ir vestidas con toda la ropa que poseían, entre otras razones porque si una no tenía residencia fija, abandonar sus posesiones en una casa de huéspedes equivalía a dejarse robar.
La noche estaba animada y los licores corrían como agua mientras los londinenses aprovechaban hasta el último minuto de aquel día de fiesta. La mayoría de las obras teatrales y los musicales había empezado a las ocho y cuarto y ya debían de haber terminado, y muchos espectadores y aventureros acudían a pie o en coches de caballos y se internaban con arrojo en las calles cubiertas de niebla en busca de una copa u otra clase de diversión. En el East End, la visibilidad era mala incluso en las mejores circunstancias.
Las farolas de gas eran pocas y estaban muy espaciadas, de modo que sólo irradiaban pequeñas manchas de luz y las sombras eran impenetrables. Aquél era el mundo de las desdichadas, que dormían durante el día y se levantaban para beber antes de entregar otra tediosa noche a su sórdido y peligroso oficio.
La niebla no cambiaba nada, a no ser que el índice de contaminación fuera demasiado alto, y el aire acre irritase los ojos y los pulmones. Al menos cuando había niebla una no advertía si un cliente era apuesto o repulsivo; ni siquiera le veía la cara. De cualquier modo, todo lo referente al cliente era intrascendente, salvo si éste demostraba un interés especial por la desdichada y estaba dispuesto a proporcionarle techo y comida. Entonces sí adquiría importancia, pero casi nunca sucedía, sobre todo cuando una había dejado atrás sus años mozos y estaba sucia, andrajosa, llena de cicatrices o desdentada. Martha Tabran prefería desvanecerse en la niebla, hacerse cuanto antes con un cuarto de penique, otra copa y, tal vez, con otro cuarto de penique y una cama.
Los acontecimientos que condujeron a su asesinato están bien documentados y parecen fiables, a menos que uno piense, como yo, que los recuerdos de una prostituta alcohólica como Pearly Poll muy bien pudieran estar exentos de precisión y credibilidad.
Incluso si no mintió cuando la interrogó la policía, ni más tarde, cuando testificó en la investigación que el juez de instrucción llevó a cabo, es probable que estuviera confundida o que sufriera un episodio de amnesia producido por el alcohol. Pearly Poll estaba asustada.
Explicó a la policía que se sentía tan angustiada que tenía ganas de arrojarse al Támesis.
Durante el proceso por el asesinato de Martha hubieron de recordarle en varias ocasiones que estaba bajo juramento mientras declaraba que el 6 de agosto, a las diez de la noche, ella y Martha Tabran habían ido a beber una copa con dos militares en Whitechapel.
Las parejas se separaron a las doce menos cuarto. Pearly Poll informó al juez de instrucción y a los miembros del jurado que ella había subido por Ángel Court con el cabo, mientras Martha se dirigía a George Yard con el soldado, y que ambos militares llevaban bandas blancas en la gorra. Indicó que la última vez que vio a Martha y al soldado, éstos iban en dirección a George Yard Buildings, un ruinoso edificio de inquilinos que se encontraba en Commercial Street, el siniestro centro del suburbio de East End. Pearly Poll declaró que no había ocurrido nada fuera de lo común mientras ella había estado con Martha. El rato que habían pasado con los militares había sido agradable. No hubo peleas ni discusiones, nada que pudiera alarmar a estas dos mujeres que ya lo habían visto todo y que por algo habían sobrevivido en las calles durante tanto tiempo.
Pearly Poll aseguró que no sabía qué le había ocurrido a Martha pasadas las doce menos cuarto, y tampoco hay pruebas documentales de lo que hizo ella después de marcharse con el cabo con «propósitos inmorales». Cuando se enteró del asesinato de Martha, Pearly Poll podría haber pensado que tenía motivos para preocuparse por su propio bienestar y que no le convenía dar demasiada información a la policía. No le habría sorprendido que, después de escuchar su versión de los hechos, aquellos hombres de uniforme azul la enviasen a la cárcel como «chivo expiatorio de las cinco mil mujeres de su oficio». Por lo tanto, insistió en su versión de los hechos, esto es, que había ido a Ángel Court, que estaba a más de un kilómetro de donde había dejado a Martha y dentro de la City londinense. La policía metropolitana no tenía jurisdicción sobre la City.
Para una prostituta astuta y curtida en la calle, situarse fuera del alcance legal de la policía metropolitana era una forma de evitar que los agentes e investigadores convirtieran el caso en una complicada y competitiva investigación multijurisdiccional. La City londinense conocida como «the Square Mile» («la Milla cuadrada»)— es una rareza ingobernable que se remonta al año 1 a.C, cuando los romanos fundaron la ciudad en la orilla del Támesis. La City sigue siendo una ciudad autónoma, con sus propios servicios y administración municipales, y un cuerpo policial independiente que todavía sirve a una población de seis mil habitantes (un número que se eleva hasta más de un cuarto de millón durante las horas laborables).
Desde el punto de vista histórico, la City nunca se ha interesado por los asuntos del gran Londres (esto es, el resto de la ciudad y los barrios periféricos), a menos que se trate de problemas que afecten a su autonomía o su calidad de vida. La City siempre ha sido un oasis de riqueza en medio de la dispersa urbe, y cuando la gente habla de Londres suele referirse a la Gran Metrópolis. Muchos turistas desconocen la existencia de la City. Ignoro si Pearly Poll se llevó a su cliente a la desierta City para eludir a la policía metropolitana o por alguna otra razón. Es posible que, en lugar de ir allí, terminase su trabajo en seguida, cobrase su miserable estipendio y se marchara al pub más cercano, o que regresara a Dorset Street para buscar un sitio donde dormir.
Dos horas y cuarto después de que supuestamente viera a Martha por última vez, Barrett, agente número 226 de la División «H» de la policía metropolitana, hacía su ronda por Wentworth Street, perpendicular a Commercial Street y paralela a la fachada norte de George Yard Buildings. A las dos de la madrugada, Barrett vio a un militar que caminaba solo. Parecía miembro de la guardia ceremonial, pues éstos llevaban bandas blancas alrededor de la gorra. Barrett calculó que el militar, un soldado raso, contaba entre 22 y 26 años y medía un metro setenta y siete o setenta y ocho. Este joven de impecable uniforme tenía la piel clara y un pequeño bigote castaño oscuro curvado en los extremos y no llevaba medallas, salvo un distintivo de buena conducta. El soldado explicó al agente Barrett que «estaba esperando a un colega que había salido con una chica».
En el mismo momento en que tenía lugar este breve diálogo, el señor y la señora Mahoney, que residían en George Yard Buildings, pasaron por el rellano donde más tarde se encontraría el cadáver de Martha y no vieron ni oyeron nada extraño. El asesinato todavía no había tenido lugar. Quizás estuviera cerca, oculto entre las sombras, esperando a que el agente continuase su ronda para reanudar su faena con el soldado. O puede que el soldado no tuviera nada que ver con ella, y que no sea sino una fuente de confusión. Comoquiera que fuese, es evidente que al agente Barrett le llamó la atención ver a un soldado solo junto a George Yard Buildings a las dos de la madrugada y que, tanto si lo interrogó como si no, el soldado se sintió obligado a explicar qué hacía allí.
Sigue siendo un misterio la identidad de ese militar, o de cualquier otro que tuviera contacto con Pearly Poll y Martha la noche del 6 de agosto y la madrugada del 7. Pearly Poll, Barrett y otros testigos que vieron a Martha en la calle no fueron capaces de identificar con seguridad a ningún militar ni en la sala de guardia de la Torre de Londres ni en los cuarteles de Wellington. Todos los hombres que se asemejaban en algo a ellos tenían una coartada verosímil. Durante el registro de las pertenencias de los soldados no se encontraron manchas de sangre ni otros indicios que pudieran incriminarlos y no cabe duda de que el asesino de Martha Tabran tuvo que mancharse de sangre.
El inspector Donald Swanson, jefe del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard, reconoció en un informe especial que no había razones para pensar que Martha Tabran estuviera con otra persona aparte del soldado con quien se marchó antes de medianoche, aunque, habida cuenta del «tiempo transcurrido», era posible que hubiera atendido a otro cliente. O a varios. El misterio del soldado que vio Martha a las doce menos cuarto y el que vio Barrett a las dos de la madrugada preocupaba a Scotland Yard, puesto que éste había estado muy cerca del lugar de los hechos y a una hora aproximada a la del asesinato de Martha. Quizá fuera el asesino, quizá, un simple soldado en realidad.
O tal vez fuese un hombre disfrazado de soldado. Habría sido un truco brillante. Había muchos militares en la calle esa noche de fiesta y alternar con prostitutas no era una actividad inusual entre ellos. Puede parecer descabellado que Jack el Destripador se pusiera un uniforme y un bigote falso para cometer su primer asesinato, pero ésta no sería la última vez que un misterioso hombre uniformado estaría relacionado con un crimen en el East End londinense.
Walter Sickert estaba familiarizado con los uniformes. Tiempo después, durante la Primera Guerra Mundial, mientras pintaba batallas, admitió sentirse especialmente «fascinado» por los uniformes franceses. «Hoy me puse mi uniforme belga —escribió en 1914—. El gorro de artillero, con su pequeña borla dorada, es lo más gracioso del mundo.» De niño, Sickert solía dibujar hombres con uniforme o armadura. Su actuación más celebrada como Mr. Nemo, el actor, tuvo lugar en 1880, cuando interpretó a un soldado francés en el
Enrique V
de Shakespeare. En algún momento entre 1887 y 1889, Sickert terminó un cuadro titulado
Todo pasó por arrimarse a un soldado,
donde la popular actriz de variedades Ada Lundberg aparece cantando, rodeada de un grupo de hombres que la miran con lascivia.
El interés de Sickert por los asuntos militares no menguó con el tiempo, y tenía la costumbre de pedir a la Cruz Roja los uniformes de los soldados mutilados o muertos en combate. Su presunto motivo era copiar los distintos modelos en sus dibujos o cuadros de temática militar. Un conocido suyo contó que su estudio estaba lleno de uniformes y rifles.
«Estoy haciendo un retrato del cadáver de un hombre al que tenía en mucha estima, un coronel…», escribió. Pidió a un amigo que lo ayudase a «tomar prestados uniformes belgas del hospital», pues, según indicó, «servirme de las desgracias ajenas en beneficio propio me produce cierto malestar». No era cierto. Más de una vez admitió llevar «una vida auténticamente egoísta». «Vivo consagrado en exclusiva a mi trabajo o, según opinan algunos, a mí mismo», escribió Sickert.
Es sorprendente que la posibilidad de que el Destripador fuera disfrazado no se tomase más en serio ni se investigase, pues sin duda habría contribuido a explicar por qué parecía esfumarse sin dejar rastro después de cada crimen. También habría aclarado la variedad de descripciones que proporcionaron los testigos de los hombres que supuestamente acompañaban a las víctimas la última vez que las habían visto. El uso de disfraces no es insólito entre los criminales violentos. Entre los hombres condenados por brutales asesinatos en serie, incluidos los crímenes sexuales, algunos se disfrazaron de policías, soldados, encargados de mantenimiento, repartidores, técnicos de reparaciones, personal sanitario e incluso payasos. Un disfraz es un método simple y eficaz para acceder a un lugar, engañar a la víctima sin que ésta desconfíe u oponga resistencia y salir impune de un robo, una violación o un asesinato. Luego permite que el delincuente regrese al escenario del crimen y observe la dramática investigación, o que asista al entierro de la víctima.
Un psicópata decidido a matar se sirve de cualquier medio para engañar a su víctima. Ganarse la confianza de ésta antes del homicidio forma parte del guión, y para ello es preciso interpretar un papel, tanto si la persona ha pisado alguna vez un escenario como si no. A cualquiera que haya visto víctimas de psicópatas le resultará difícil llamar «persona» a un ser semejante. Para empezar a entender a Jack el Destripador es preciso comprender a los psicópatas, lo cual no significa aceptarlos de manera obligada. Lo que hacen esos individuos está más allá de cualquier fantasía o sentimiento que hayamos experimentado los demás. Todo el mundo es capaz de cometer maldades, pero los psicópatas no son como nosotros.
En la comunidad psiquiátrica, la psicopatía es un trastorno antisocial de la conducta más frecuente en los hombres que en las mujeres, y las estadísticas demuestran que hay cinco veces más probabilidades de que se presente en el hijo de un hombre que sufre esta enfermedad. Según el
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales,
los síntomas de la psicopatía comprenden el robo, la mentira, el consumo de drogas, la irresponsabilidad económica, la incapacidad para combatir el aburrimiento, la crueldad, la promiscuidad, la agresividad y la ausencia de remordimientos.
Los psicópatas son tan distintos entre sí como el resto de las personas. Un psicópata puede ser promiscuo y mentiroso, pero económicamente responsable. Puede ser agresivo y promiscuo, pero no robar; ser cruel con los animales, pero no abusar del alcohol ni de las drogas, o torturar a la gente, pero no a los animales. Un psicópata puede cometer varios asesinatos sin ser promiscuo. Las combinaciones posibles de conductas antisociales son infinitas, aunque la característica más distintiva y profunda de todos los psicópatas es su incapacidad para sentir remordimientos. No tienen sentimientos de culpa. Carecen de conciencia.
Yo había oído hablar y leído acerca de un psicópata llamado John Royster meses antes de verlo en persona en el invierno de 1997, durante su juicio por homicidio en la ciudad de Nueva York. Me impresionó su apariencia gentil y cortés. Cuando le quitaron las esposas y lo hicieron sentar a la mesa de la defensa, me sorprendieron su aspecto agradable, su constitución menuda, su atuendo impecable y el aparato corrector que llevaba en los dientes. Si me lo hubiera encontrado en Central Park mientras hacía
footing
y me hubiese obsequiado con su plateada sonrisa, no habría sentido el menor temor.