Helena escribió en sus memorias que cuando era pequeña siempre «nos» referíamos a Walter y a mis hermanos como «Walter y los niños». ¿A quiénes alude con ese «nos»? Dudo que sus hermanos hablasen de sí mismos con la expresión «Walter y los niños», ni puedo imaginar que fuese un invento de la pequeña Helena. Más bien sospecho que aprendió esta frase de su madre, su padre, o ambos.
Puesto que Helena retrata a un Walter precoz y dominante, tan autónomo como para que lo situasen en una categoría diferente de la de sus hermanos, es posible que la expresión «Walter y los niños» fuese una forma de aludir a su precocidad. Pero también cabe la posibilidad de que fuese distinto de sus hermanos… o de todos los niños. En tal caso, oír a todas horas esa frase debió de ser una experiencia humillante y traumática para el pequeño Walter.
La primera infancia de Walter estuvo marcada por la violencia médica. Cuando la cirugía para corregir una hipospadias se lleva a cabo después de los dieciocho meses, puede crear temores de castración. Como consecuencia de la estenosis y las cicatrices de las operaciones, Sickert pudo tener erecciones dolorosas, o incluso incapacidad para conseguir la erección. También es posible que le practicasen una amputación parcial. En su obra no hay desnudos masculinos, con la excepción de dos bocetos que encontré y que en apariencia datan de su adolescencia o de su etapa de estudiante. En ambos, la figura tiene un pene pequeño e impreciso que en absoluto parece normal.
Uno de los rasgos más peculiares de las cartas del Destripador es que muchas fueron escritas con lápices de dibujo y luego pintarrajeadas o manchadas con tinta y pinturas de colores vivos. En ellas se adivina la habilidosa mano de un artista instruido o profesional. En más de una docena aparecen dibujos fálicos de cuchillos: todos son largos, semejantes a dagas, salvo por dos extrañas hojas cortas y truncadas que ilustran sendas misivas descaradamente provocadoras. Una de éstas, enviada el 22 de julio de 1889, está escrita con tinta negra en dos páginas de papel barato y sin filigrana.
Oeste de Londres
Estimado jefe:
Vuelvo a las andadas. ¿Le gustaría atraparme? Pues ya podría buscar aquí —dejo mi guarida— cerca de Conduit St esta noche a las diez y media vigile Conduit St y alrededores —Ja— Lo desafío con 4 vidas más cuatro conos más para añadir a mi pequeña colección y me quedaré satisfecho Haga lo que haga no conseguirá descansar… La hoja no es grande pero sí afilada… [escribió Jack el Destripador junto al dibujo del cuchillo]
Debajo de la firma hay una posdata que acaba con unas letras perfectamente claras: «R. St. w.» A primera vista parece una dirección, sobre todo porque «St» se usa dos veces en la carta con el sentido de
street
(«calle») y porque «W» podría significar
West
«oeste». Aunque en Londres no existe ninguna dirección que se corresponda con R. Street Oeste, la sigla podría interpretarse como una curiosa abreviatura de Regent Street, que comunica con Conduit Street. No obstante, también es posible que las misteriosas letras tengan un doble sentido, que sean otro «atrápenme si pueden». Quizás ofrecieran una pista de la identidad del asesino y del lugar donde pasaba parte de su tiempo.
Sickert firmó varios grabados, pinturas y bocetos con la abreviatura «St». Años más tarde sorprendió al mundo del arte al decidir que ya no era Walter sino Richard Sickert, y empezó a firmar sus obras con las iniciales «R. S.» o «R. St.». En otra carta que el Destripador escribió a la policía el 30 de septiembre de 1889 —sólo dos meses después de la que acabo de describir— aparece otro cuchillo con la hoja truncada y algo semejante a un escalpelo o una navaja de afeitar donde se intuyen de modo poco preciso las iniciales
«R» (posiblemente «W») y «S» grabadas en la hoja. Que yo sepa, nadie se fijó en estas letras imprecisas de 1889, y eso debió de divertir a Sickert. Aunque no quería que lo capturasen, a buen seguro le hizo mucha gracia ver que la policía pasaba por alto sus crípticas pistas.
Walter Sickert conocía bien Regent Street y New Bond Street. En 1881 acompañó a Ellen Terry a las tiendas de Regent Street mientras ella buscaba vestidos para su papel de Ofelia en el Lyceum. En el número 148 de Bond Street se encontraba la Sociedad de Bellas Artes, donde se exponían y vendían los cuadros de James McNeill Whistler. En la carta de julio de 1889, el Destripador usa la palabra
diggins
(«guarida»), que en argot americano significa «casa» o «residencia», pero también puede referirse a la oficina de una persona.
Por razones profesionales, Sickert debía de visitar a menudo la Sociedad de Bellas Artes, que estaba en los «alrededores» de Conduit Street.
Las especulaciones sobre qué quiso decir el Destripador en esta carta resultan fascinantes. Sin embargo, no son en absoluto un reflejo fiel de lo que pasaba por la cabeza de Sickert. Pero hay razones para pensar que Sickert había leído
El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde,
de Robert Louis Stevenson, que se publicó en 1885. Tampoco se habría perdido las versiones teatrales de la novela, que comenzaron a representarse en el verano de 1888. La obra de Stevenson pudo ayudar a Sickert a definir su propia dualidad.
Existen numerosos paralelismos entre Jack el Destripador y Mr. Hyde: desapariciones inexplicables, distintos estilos de caligrafía, niebla, disfraces y escondites secretos donde guardar las mudas de ropa, así como su constitución, estatura y andar engañosos.
Mediante el simbolismo de su novela, Stevenson ofrece una notable descripción de la psicopatía. El doctor Jekyll, el hombre bueno, está «esclavizado» por el misterioso Mr. Hyde, que es «un espíritu del mal imperecedero». Después de asesinar, Hyde escapa por las calles oscuras, eufórico por su sangrienta hazaña. Y ya fantasea con la siguiente.
El lado oscuro del doctor Jekyll es el «animal» que vive en su interior, que ama el peligro y no experimenta temor alguno. Es al adoptar su «segundo personaje», Hyde, cuando la mente del doctor Jekyll se vuelve más lúcida y sus facultades se «aguzan».
Cuando el respetado doctor se transforma en Hyde, lo invaden la ira y el ansia de matar a cualquiera que se le acerque y sea más débil que él. «Aquella criatura infernal no tenía nada de humano», escribió Stevenson. Tampoco lo tenía Sickert cuando su otro yo «desde el Infierno» reemplazó su maltrecha hombría por un cuchillo.
Como si las intervenciones quirúrgicas y las subsiguientes disfunciones que sufrió Sickert no fuesen una desgracia lo bastante grande, también padeció lo que en el siglo XIX se llamaba «trastornos perniciosos de la sangre». En algunas cartas escritas en la vejez, Sickert cuenta que, de forma periódica, tenía abscesos y forúnculos que lo postraban en cama. Se negaba a llamar al médico. Aunque es posible que nunca se conozca el diagnóstico exacto de su malformación congénita y los problemas asociados con ella, en 1899 hizo alusión a su «martirio físico» y declaró que sus «órganos de procreación» habían «sufrido» durante toda su vida. En el hospital St. Mark no se conservan los historiales clínicos de los pacientes atendidos allí antes de 1900, ni parece que sir Alfred Duff Cooper guardase papeles que pudieran revelar información sobre la operación de Sickert, practicada en 1865. Según su nieto, el historiador y escritor John Julius Norwich, el doctor no legó sus archivos médicos a la familia.
A principios y mediados del siglo XIX, una operación quirúrgica no era una experiencia agradable, y mucho menos si el órgano intervenido era el pene. Aunque el cloroformo y el éter anestésico u óxido nitroso (el llamado gas hilarante) se habían descubierto unos treinta años antes, en Gran Bretaña sólo comenzó a usarse el primero de ellos en 1848, lo que, en cualquier caso, no habría servido de mucho al pequeño Walter. El doctor Salmón, el director de St. Mark, no se fiaba de la anestesia y no permitía el uso del cloroformo en su hospital, basándose en que una dosis inadecuada podía causar la muerte.
Ignoramos si administraron cloroformo a Walter durante las dos intervenciones previas en Alemania, aunque en una carta a Jacques-Emile Blanche recordaba que lo habían anestesiado con este líquido mientras su padre, Oswald, miraba. Es difícil saber a ciencia cierta a qué se refería Sickert, en qué ocasión o cuántas veces le habían suministrado anestésicos, o incluso si decía la verdad. Cuando el doctor Cooper lo operó en Londres en 1865 puede que lo anestesiara y puede que no. Lo sorprendente es que el pequeño no muriera.
Sólo un año antes, en 1864, Louis Pasteur había llegado a la conclusión de que los gérmenes eran los causantes de las enfermedades. Tres años después, en 1867, Joseph Lister formuló la teoría de que los gérmenes podían combatirse con ácido carbólico (fenol). La infección posquirúrgica era una causa de muerte tan frecuente que mucha gente se negaba a dejarse operar y prefería afrontar las consecuencias del cáncer, la gangrena, la septicemia producida por lesiones como quemaduras o fracturas y otras dolencias potencial-mente mortales. Walter sobrevivió, pero es improbable que le gustase recordar su experiencia en el hospital.
Sólo podemos imaginar su terror cuando, a la edad de cinco años, su padre lo llevó a Londres, una ciudad extranjera. El niño se vio obligado a separarse de su madre y sus hermanos, y quedó al cuidado de un padre que no se caracterizaba por la afectuosidad o la comprensión. Oswald Sickert no era la clase de persona que habría estrechado la mano de Walter y pronunciado palabras de cariño y consuelo mientras lo ayudaba a subir al coche que los conduciría al hospital St. Mark. Lo más probable es que no dijera nada.
En el hospital, Walter y su pequeña bolsa de efectos personales quedaron bajo la tutela de la jefa de enfermeras, que pudo haber sido Elizabeth Wilson, una viuda de setenta y dos años partidaria de la pulcritud y la disciplina. Ella debió de guardar la bolsa de Walter en una taquilla, asignarle una cama, despiojarlo y bañarlo, y comunicarle las reglas del hospital. En aquella época la señora Wilson contaba con la ayuda de una asistente, y por las noches no había enfermera de guardia.
Ignoro cuánto tiempo pasó Walter allí antes de que el doctor Cooper lo operase, y no puedo decir con segundad si le administraron cloroformo, una inyección de cocaína al cinco por ciento u otra clase de anestesia o analgésico. Teniendo en cuenta que en St. Mark no empezaron a anestesiar a los pacientes hasta 1882, debemos sospechar lo peor.
En el quirófano ardía un fuego de carbón para calentar la habitación y esterilizar los instrumentos con que se cauterizaban las heridas. Sólo se esterilizaban los utensilios de acero; nunca las batas ni las toallas. La mayoría de los cirujanos llevaba una levita negra parecida a la que usaban los carniceros en los mataderos. Cuanto más sucia y cubierta de sangre estaba esa prenda, mayor era la experiencia y la jerarquía del cirujano. La higiene se consideraba propia de remilgados y extravagantes. Al caso, un cirujano del London Hospital de la época afirmó que lavar la levita era como si un verdugo se hiciera la manicura antes de decapitar a una persona.
La mesa de operaciones de St. Mark era un camastro —a buen seguro de hierro— sin el cabezal ni los barrotes de los pies. ¡Qué terrible impresión debía de causar a un niño pequeño como Walter! En la sala de hospital estaba postrado en una cama, y lo operaron en otra. Sería comprensible que asociara las camas de hierro con sangre, dolor, terror e incluso ira. Walter estaba solo. Es poco probable que su padre lo tranquilizase, y cabe la posibilidad de que viera la desfiguración de su hijo con vergüenza o disgusto. Walter era alemán y aquélla era su primera visita a Londres. Estaba abandonado e indefenso en una prisión donde sólo se hablaba inglés, rodeado de sufrimiento y obligado a soportar las órdenes, los interrogatorios, los lavados y las amargas medicinas de una enfermera vieja e insensible.
La señora Wilson —suponiendo que estuviera de servicio el día de la operación de Walter— debió de colaborar acostando a Walter boca arriba y separándole los muslos. En las operaciones del recto o los genitales, solía atarse al paciente de píes y manos con los brazos extendidos, las piernas flexionadas y las muñecas amarradas a los tobillos. Es posible que ataran a Walter con ligaduras de tela y que, como medida de precaución adicional, la enfermera le sujetase con firmeza las piernas mientras el doctor Cooper cogía el bisturí y cortaba a lo largo de la fístula, siguiendo el procedimiento habitual. Si el pequeño Walter tuvo suerte, su suplicio comenzaría con un sentimiento de ahogo cuando le cubrieron la boca y la nariz con un trapo empapado en cloroformo que más tarde, con toda seguridad, le produciría terribles náuseas. Si no tuvo suerte, permanecería despierto y consciente del tormento al que lo sometieron. No es de extrañar que durante toda su vida detestara a «esas terribles enfermeras con sus cofias, sus enemas y sus navajas de afeitar», como escribió más de cincuenta años después.
El doctor Cooper debió de usar un cuchillo romo para separar los tejidos, una «guía curva» (una sonda de acero) para penetrar por la abertura del pene, o un trocar para puncionar la sensible carne de esta zona. Quizá pasase un trozo de «hilo resistente» por la nueva abertura y atase un «nudo firme» en el extremo con el fin de estrangular el tejido, de la misma manera que un hilo o un pendiente evita que se cierre un orificio recién hecho en el lóbulo de la oreja. Aunque todo depende de cuál fuese la malformación del pene de Walter, el procedimiento corrector del doctor Cooper por fuerza tuvo que ser más largo y doloroso que las operaciones practicadas en Alemania. Sin duda habría tejido cicatrizal, y cabe la posibilidad de que tuviera otras secuelas tremendas, como una estenosis o una amputación parcial o casi total.
En las publicaciones del doctor Cooper no se mencionan las hipospadias, o fístulas del pene, pero su método durante la cirugía de fístula anal en niños, según lo describió él, era operar cuanto antes para evitar el
shock
y asegurarse de que «el pequeño paciente» no quedase «expuesto» ni con heridas abiertas «más de lo estrictamente necesario». Al final de este suplicio, el doctor suturaba las incisiones con hilo de seda, un procedimiento denominado «ligadura», y rellenaba las heridas con algodón. Mientras Walter soportaba todo esto, y puede que más, la anciana señora Wilson, vestida con su almidonado uniforme, ayudaría en lo necesario, haciendo todo lo posible para contener pataleos y gritos, caso de que Walter no estuviera anestesiado. Si lo estaba, la cara de la mujer pudo ser lo último que vio mientras el olor nauseabundo y dulzón del cloroformo lo dejaba inconsciente. Y quizá fuera ella la primera persona que vislumbró cuando despertó presa del dolor y las náuseas.