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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (11 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Sin embargo, una vez tumbado en la cama lo acometió la indecisión.

Repasó todas las discusiones que llevaban varias semanas plagando su cerebro. Una vez más estudió la posibilidad de elegir la historia como especialidad. Una de esas chicas le proporcionaría un contexto, se dijo, una sensación de continuidad, de poder encajar las acciones en un esquema más amplio de las cosas. Pero ¿podrían escribir? ¿Tendrían la necesaria rapidez mental para permanecer alerta, preparadas para documentar al instante lo que él tenía en mente? Dudó. Quizá fuera mejor la especialidad de sociología. Tendrían un concepto mejor de las tendencias y verían las cosas en su justa perspectiva social. Pero volvió a hacer un alto, más preocupado por la flexibilidad individual. Desechó rápidamente la especialidad de sociología; se vería obligado a actuar con una especie de exactitud clínica que no le interesaba. Fue fácil descartar ciencias exactas y políticas; serían dogmáticas y probablemente estarían mal informadas. Y desde luego no deseaba pasar el tiempo libre hablando de política. También sabía que no quería alguien de matemáticas ni, ya puestos, de música ni de lingüística. Estarían demasiado ensimismadas en su propia especialidad para apreciar los acontecimientos.

Su primera idea seguramente era la correcta; debía elegir una especialidad en literatura o en periodismo. Le sería de utilidad una persona interesada por el periodismo; podría hablar de los muchos temas sobre los que había escrito, y de esa manera desviar parte del miedo y la ansiedad que eran lógicos. Pero por esa misma razón, reflexionó, una periodista en ciernes tal vez no comprendiera las cosas en su conjunto, sino que se conformaría con un infortunado relato que daría cuenta resueltamente de los hechos y pasaría por alto algunas de las sutilezas que él tenía pensadas. «Lo que voy a hacer —se dijo—, podría llenar un libro, de modo que lo que necesito es una amante de los libros, alguien del departamento de Literatura», decidió. Sintió una oleada de placer al tomar aquella decisión y al darse cuenta de que su primera intención, tras un detenido estudio y análisis, había sido correcta. Pero nuevamente dudó y se advirtió a sí mismo: «sé paciente, una persona solitaria y recluida sería desastrosa. En cambio, alguien demasiado popular sería echado de menos muy fácilmente. Así que ni ratones de biblioteca ni animadoras. Escoge con cuidado».

Notó que se abatía sobre él una suave quietud. De fuera le llegaron los zumbidos nocturnos de los mosquitos estrellándose contra la persiana y, más a lo lejos, el gemido de los grandes camiones que circulaban por la carretera.

«Cíñete al plan —pensó—. Es un plan bueno.»

Se sintió satisfecho y al cabo de unos segundos se quedó dormido.

Una brillante claridad inundaba los ventanales del McDonald's situado al borde del campus de la Universidad Estatal de Florida en Tallahassee. Apoyó una mano en el cristal y sintió el calor que comenzaba a hacer fuera. Oía el ruido del sistema del aire acondicionado peleando con el exterior, combatiendo el calor que despedían las freidoras y las chisporroteantes parrillas de las hamburguesas alineadas con precisión militar en la cocina. Aunque era por la mañana, el restaurante ya estaba abarrotado de estudiantes. Bebió un sorbo de su café y estudió el plano del campus contrastando cada sitio con un programa de clases que no le costó conseguir en la biblioteca de la universidad antes del desayuno.

Para el tercer café ya había logrado aislar varias asignaturas prometedoras en emplazamientos adecuados. Guardó el plano y el catálogo de asignaturas en su maletín. Antes de marcharse revisó su aspecto en el espejo del servicio de caballeros. Se enderezó la corbata y se alisó el cabello. Llevaba una americana azul de lino de estilo deportivo y unos pantalones caqui. A nadie le extrañaría lo más mínimo las gafas de sol oscuras; en un campus universitario de Florida todo el mundo lleva gafas de sol. Ordenó los bolígrafos que le sobresalían del bolsillo de la camisa y se arrugó ligeramente la chaqueta, a continuación sacó del maletín un ejemplar de bolsillo de
El coleccionista
de John Fowles y se lo embutió en el bolsillo de la chaqueta de tal modo que se viera el título. Había comprado el libro aquella mañana, y se había preocupado de doblar las páginas y combar un poco el lomo para que pareciera muy leído. Tenía que mostrar el suficiente sentido común como para llevar un ejemplar propio, pensó. En el otro bolsillo se guardó un fajo de papeles. Se echó un vistazo a sí mismo, complacido. Eres todo un licenciado que trabaja de profesor ayudante; tal vez un profesor un tanto joven, ligeramente aturdido por el mundo académico y profundamente preocupado por tener una plaza en propiedad, pero de todos modos simpático, extrovertido, un poco atractivo y, por encima de todo, inofensivo.

Echó a andar en dirección al campus. Seguro de sí, emocionado, contento con su aspecto físico y con su plan.

«Pero antes —se dijo—, una parada espiritual.»

Tomó una calle tranquila y bordeada de árboles. Se cruzó con algún que otro grupo de estudiantes a los que sonrió y saludó con un gesto de cabeza al pasar y siguió buscando la dirección. Esperaba un letrero en la fachada, la manera típica de indicar otras ubicaciones de hermandades. Hacía un día excepcional; caluroso pero sin agobiar, lo que suponía un cierto alivio del verano habitual de Florida. A su manera, se dijo, el típico día de verano de Florida se parece mucho a lo más crudo del invierno en el Nordeste. En Florida, el calor crea la misma sensación opresiva, la misma reacción de cerrarse sobre uno mismo que provoca el intenso frío del Norte. En los días peores, aventurarse a salir a la calle resulta igual de difícil. En Florida, uno se refugia detrás del aire acondicionado. Levantó la vista hacia el sol, que cruzaba un cielo sin nubes, y se protegió los ojos con la mano. Pensó en Jack London e hizo una extrapolación: no, un hombre no puede pasear a solas en Florida cuando sube la temperatura…

Douglas Jeffers sonrió para sí y se detuvo un momento bajo las ramas oscuras de un inmenso roble. Más allá de un prado verde se veía una casa de madera blanca de dos pisos, alejada veinte metros del camino. Vio salir a dos adolescentes por la ancha puerta principal y desvió la mirada para contemplar la calle hasta que pasaran de largo. Iban riendo juntas, y él dudó que se hubieran percatado de su presencia. Volvió a mirar la casa blanca, estudiando la fachada. Tenía muchas ventanas y una salida lateral. En el césped de la entrada había un cartel con dos letras griegas; las leyó dos veces para sus adentros y luego sonrió.

Ji Omega.

«Aquí estamos —pensó—. Aquí es donde sucedió.» Visualizó mentalmente la escena con prontitud profesional.

«Totalmente de frente —pensó—. Capta la luz que da en el cuadrante derecho de la fachada. Simplemente una foto de álbum, hazla deprisa. Que no se fijen en ti.» Hubiera querido esperar a que viniera alguien andando por el camino o entrando por la puerta, para darle al edificio la perspectiva adecuada respecto al tamaño, pero esa persona podría haberse dado cuenta y complicar las cosas. Enmarcó la foto visualmente de modo que un roble grande que había a un costado del césped verde y segado proporcionara una medida vertical. Luego se apartó unos metros para situarse ligeramente en ángulo. Miró rápidamente arriba y abajo de la acera. Entonces se agachó sobre una rodilla, como si fuera a atarse el zapato, abrió el maletín y cogió la cámara. Antes de sacarla ajustó la velocidad y el diafragma. A continuación, en un solo movimiento, fluido y veloz, se llevó la cámara al ojo y giró hacia la casa de la hermandad enfocando al mismo tiempo. Giró la lente y disparó una foto. El motor zumbó, y pulsó nuevamente el obturador. Y otra vez más. Cuando quedó satisfecho, volvió a guardar la cámara en el maletín, se ató de verdad el zapato y se puso de pie. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no lo había visto nadie y se fue caminando a buen paso por la calle.

Recorrió a toda prisa una docena de manzanas, salió al campus y no se detuvo hasta que descubrió un banco vacío debajo de un árbol. Se sentó en él y de pronto cayó en la cuenta de que tenía la respiración agitada, aunque comprendió que no se debía al esfuerzo físico, sino a la emoción.

—¿Has conseguido hacer la foto? —se preguntó a sí mismo. En su imaginación, su voz tenía el tinte de desesperación de un director de periódico acosado.

«Siempre consigo hacer la foto», se respondió en silencio.

«Pero ¿has conseguido hacer ésta?»

«¿Te he fallado alguna vez?»

«Por favor, contéstame: ¿has conseguido hacer la foto?»

«Sin problemas.»

Un buen diálogo dentro de su cabeza. Y lanzó una fuerte carcajada.

«Vaya turista —pensó—. Mientras que todo el que viene a Florida se dirige a Disney World o a Epcot Center o se da una vuelta por los Cayos, tú vienes de visita al lugar en que…» ¿Qué? Reflexionó un momento. La mayoría de la gente, al ver una foto de la casa Ji Omega del campus de la Universidad Estatal de Florida, la recordaría como el lugar en que habían sido brutalmente asesinadas dos jóvenes mientras dormían en su cama, y una tercera malherida. Por un instante Jeffers reflexionó sobre aquella expresión: brutalmente asesinadas. Era jerga de periodistas, un lenguaje que tan sólo guardaba una ligera relación con el inglés. Los asesinatos siempre eran brutales. Igual que las palizas, excepto cuando eran salvajes. Los clichés del mundo de la prensa creaban una especie de taquigrafía sin riesgos: los lectores podían absorber la expresión «brutalmente asesinadas» sin tener por qué saber que el asesino estaba tan enloquecido que le seccionó el pezón a una chica de un mordisco y aporreó a la otra con una rama de roble, como si fuera un salvaje prehistórico. Douglas Jeffers pensó en las jovencitas a las que había visto salir riendo de la casa; por un segundo se preguntó si por la noche ella y las otras chicas de la hermandad cerrarían la puerta con llave y echarían un cerrojo macizo, recordando lo sucedido. Jeffers se imaginó la casa. Ellas la consideran un lugar de residencia en el que reina la camaradería durante los cuatro años de universidad, pensó, pero en realidad se trata de un monumento erigido a algo mucho más importante: marca el sitio en el que un prolífico asesino empezó a perder el control y a encaminarse hacia su propio fin.

Jeffers se acordó del hombre bajito y de pelo castaño y ondulado que vio por primera vez durante una misión en un juzgado de Miami, muchos meses después de aquella noche terrible en la casa de la hermandad.

¡Idiota!, pensó.

Su mente segmentó aquel recuerdo en imágenes. ¡Clic! El asesino se giró. ¡Clic! El asesino lo vio. ¡Clic! Los dos se miraron el uno al otro, fijamente. Jeffers se preguntó si aquel tipo podría ver más allá de su pequeño escenario. ¡Clic! El asesino abrió la boca y comenzó a pronunciar una palabra que se evaporó en una sonrisa irónica, levemente torcida. ¡Clic! El asesino se giró otra vez, sonriendo satisfecho, comentando con poca sinceridad el juicio que se desarrollaba ante él, enfadando al juez, perdiendo la simpatía del jurado, asegurando lo inevitable del resultado. ¡Clic! Jeffers captó aquella sonrisa satisfecha, aquel siniestro toque de locura y de furia, justo antes de que fuera disimulado con sarcasmo y arrogancia. Aquélla era la foto que había guardado en su archivo particular.

«¡Qué necio!», pensó de nuevo.

Jeffers sintió un vuelco en el estómago al recordar. ¡Y los periódicos lo habían calificado de inteligente!

Sacudió la cabeza. ¿Qué clase de inteligencia era ésa, incapaz de controlar sus emociones? ¿Qué se había hecho de la autodisciplina? ¿Dónde estaba la meticulosidad, la planificación, la invención, en eso de irrumpir en plena noche en una hermandad atestada de gente y cometer salvajadas con las ocupantes de la misma? Sin control. Arrollado por el deseo. «Debilidad», pensó Jeffers. Una tolerancia tonta, de colegial, nacida del engreimiento.

Recordó la furia que sintió por dentro cuando sus colegas de los periódicos y de la televisión se maravillaron, mudos de asombro, de la incongruencia de que un hombre culto y elocuente fuera un asesino en serie. Hablaba y se comportaba como una persona normal. ¿Cómo era posible que fuese lo que la policía afirmaba?

Jeffers escupió enfadado.

Imposible, pensó Jeffers.

Demasiado simplista. Demasiado necio. De modo que era un tipo inteligente, simpático incluso.

Y bien, ¿le gustaría el corredor de la muerte?

Se lo merecía, decidió Jeffers.

Estupidez en Primer Grado.

Se puso de pie y advirtió nuevamente que el calor iba en aumento. Decidió pasarse por la asociación de alumnos para almorzar algo antes de efectuar un último reconocimiento y ejecutar su plan.

La cafetería, ruidosa y anónima, se encontraba abarrotada. Jeffers se llevó la bandeja a una mesa en un rincón y comió despacio, con el plano y la lista de asignaturas extendidos frente a sí. De vez en cuando se atrevía a levantar la vista para observar la mezcolanza de alumnos. Se le ocurrió que había una bella simetría en su conducta; recordó los pocos meses que había pasado en la universidad antes de abandonarla para iniciar su carrera de fotógrafo. En aquel entonces pasaba el tiempo de forma muy parecida a ahora: solo. En silencio. Encerrado en sí mismo, observando más que relacionándose con los demás. Escuchando más que hablando. Recordó lo extraño que se sentía, a solas en su dormitorio, separado de la apacible acogida de la comunidad universitaria. En el Norte era invierno entonces, un día helador, desgraciado, gris y húmedo con amenaza de nevada; metió sus escasas prendas de ropa en un petate, cargó sus cámaras y salió al borde del campus, saludando a la libertad con el dedo pulgar, haciendo autoestop rumbo al oeste del país. El recuerdo de aquel viaje lo hizo sonreír; una semana después vendió su primera fotografía. Recordó que se sentó a una mesa en un comedor popular del centro urbano de Cleveland. Estaba solo, como siempre; un viejo indigente intentó sentarse a su lado, rozando su rodilla contra la de él por debajo de la mesa mientras se metía en la boca grandes cucharadas de un guiso grasiento e intentaba comportarse con una despreocupación anticuada, rancia. Jeffers le enganchó la pierna con sus pies bajo la mesa y tiró de improviso hacia atrás y hacia un lado, con lo que retorció brutalmente la frágil rodilla del indigente. La pierna emitió un crujido y el hombre se aferró a la mesa, a punto de soltar un alarido de dolor, pero se quedó quieto al oír la tranquila amenaza de Jeffers:

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