«Estados Unidos en un borrón», pensó.
Habló en voz alta para sí mismo:
—Ciento cincuenta. Ciento cincuenta sobre ciento cincuenta.
Y de nuevo pisó el acelerador. Sintió el impulso del coche hacia delante y observó con cierto placer cómo el paisaje volaba al otro lado de las ventanillas. Experimentó la absurda sensación de que estaba de pie y el mundo pasaba a toda velocidad por su lado. Asió el volante con fuerza sintiendo la vibración del coche al adelantar a un camión de doble remolque, atrapado por un instante en el conflicto de velocidades de los dos vehículos. Sintió temblar el volante bajo sus dedos, como si percibiera una leve queja o una advertencia. Pero el motor le pareció que rugía de emoción, con un profundo tono de barítono, conforme iba tragando kilómetros. Bajó la vista para ver a qué velocidad iba, y cuando la aguja alcanzó los ciento cincuenta levantó bruscamente el pie hasta que el coche aminoró y se quedó en la modesta velocidad de cien por hora. Jugueteó un momento con la radio hasta obtener una señal nítida de Florence, Georgia, música muy
country
y nasal. El pinchadiscos estaba poniendo una petición, una melodía «para todos los conductores de autobuses escolares de Florence que están escuchándonos en el piquete…». Y a continuación dio la entrada a Johnny Paycheck, que cantó: «… puedes coger este empleo y metértelo por donde te quepa, no pienso seguir trabajando aquí…».
Jeffers se sumó al estribillo y pensó en la reunión que había tenido dos días antes con su hermano.
Aguardó pacientemente sentado a una mesa pequeña en un rincón de la cafetería del hospital a que Marty terminase las rondas de la mañana y entrase.
—Siento haberte hecho esperar —empezó su hermano pequeño, pero Douglas lo cortó con un rápido encogimiento de hombros para quitarle importancia al asunto. Durante unos minutos charlaron de cosas triviales haciendo caso omiso del estruendo de platos y de las voces que los rodeaban. La cafetería estaba iluminada por unas lámparas fluorescentes que prestaban al rostro de los dos hermanos un tono pálido y enfermizo.
—Aquí las luces consiguen que todos parezcamos pre-psicóticos —comentó Douglas Jeffers.
Martin Jeffers rió.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó.
—Un par de años. Puede que tres —contestó Douglas Jeffers.
—No parecía tanto.
—La verdad es que no.
—¿Has estado liado?
—Lo hemos estado los dos.
—Eso es verdad.
Douglas Jeffers pensó en la risa de su hermano pequeño y en las pocas veces que lo había oído reír. Su hermano pequeño, pensó, era más bien una persona callada y seria. Claro que aquello era lo que cabría esperar de un psiquiatra, incluso de uno que había pasado la vida entera rodeado del estrépito y los chillidos bruscos y disonantes de un gran hospital psiquiátrico del Estado.
—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó.
Martin Jeffers se encogió de hombros.
—No lo sé exactamente. Aquí me siento cómodo, me pagan bien, tengo la sensación de que efectivamente estoy haciendo algo bueno por la sociedad… Son muchos factores.
«Penitencia», pensó Douglas Jeffers.
Pero no pronunció la palabra en voz alta.
«Mi hermano —pensó—, ve demasiado. Y por consiguiente, ve poco.»
Cuando su hermano bebía café, separaba el dedo meñique de la taza, igual que una tía viuda y cursi tomando el té. Su hermano tenía unas manos muy ocupadas. Siempre estaba toqueteándose la placa con su nombre que llevaba prendida a la bata blanca, o sacándose un bolígrafo del bolsillo, mordisqueándolo unos momentos y volviendo a guardárselo. Cuando reflexionaba sobre una pregunta, a menudo se ponía una mano detrás de la cabeza y se enrollaba un mechón de cabello en el dedo. Cuando el mechón ya estaba lo bastante estirado, era cuando contestaba.
—Bueno, ¿y qué tal va el negocio de los loqueros? ¿Viento en popa? —le preguntó Douglas Jeffers.
—Es un sector en crecimiento —respondió Martin Jeffers—. Pero sólo en cifras. Son siempre las mismas historias, una y otra vez, contadas en diferentes tonos y diferentes idiomas, pero siempre las mismas, sólo que individualizadas. Eso es lo que las hace interesantes. Aunque a veces envidio la variedad que tienes tú…
El hermano mayor frunció el entrecejo.
—No es tan diferente —dijo—. En cierto modo, para mí también las historias son siempre las mismas. ¿De verdad cambia algo las cosas que el disturbio se produzca en Jonestown o en Salvador o en Miami o en un barrio del este de Los Ángeles? La miseria es la misma, ya sea un 727 que se estrella en Nueva Orleans o un barco que se hunde en Filipinas. Una detrás de otra, una tragedia por semana, un desastre cada día. Eso es lo único que hago, en realidad. Voy pisándole los talones al mal, intentando vislumbrarlo antes de que se traslade a otro lugar.
Sonrió. Le gustó aquella descripción.
Su hermano, naturalmente, negó con la cabeza.
—Cuando lo dices de ese modo —dijo Martin Jeffers—, suena poco atractivo. Más aún, en realidad suena agotador.
—La verdad es que no mucho.
—¿No te cansas de ello? Quiero decir, yo me enfado con mis pacientes…
—No, a mí me encanta la caza.
Su hermano no contestó.
Douglas Jeffers contempló la autopista de doble carril y vio cómo reverberaba el asfalto negro debido al calor. El molesto reflejo del sol en el capó del coche le hería los ojos. A lo lejos la carretera se veía vacía, de modo que dejó vagar la vista para apreciar los colores y las formas del paisaje de Georgia. A un centenar de metros del arcén se alzaban altos pinares que proyectaban su fresca sombra sobre el terreno, una sombra que invitaba a acercarse, y por un instante anheló hacer un alto y sentarse bajo un árbol. Sería muy placentero, se dijo, hacer algo simple e infantil. Pero sacudió la cabeza en un gesto negativo y continuó con la vista fija en la carretera, midiendo los kilómetros entre su coche y el bulto oscuro que se divisaba allá delante. Transcurrió un minuto, después otro, y entonces alcanzó la parte trasera de un monovolumen. Era un vehículo estadounidense grande, repleto de niños, maletas, el perro de la familia y los padres. La lona que cubría las bolsas sujetas al techo ondeaba al viento. La mirada de Douglas Jeffers se encontró con la de un niño pequeño que iba en el último asiento de atrás, de espaldas al sentido de la marcha, como si fuera rechazado por el resto de la familia. El pequeño levantó la mano con timidez hacia Jeffers, y éste le devolvió el saludo con una sonrisa. Luego se desvió al carril de la izquierda y aceleró para adelantarlos.
—¿Te acuerdas —le preguntó su hermano— de los libros que leíamos cuando éramos jóvenes?
—Por supuesto —contestó Douglas Jeffers—:
El mago de Oz, Robinson Crusoe, Capitanes intrépidos, Ivanhoe, El hobbit y El señor de los anillos
…
—El viento en los sauces, El reloj mágico, La isla del tesoro…
—Peter Pan. Sólo piensa en algo bonito…
—Y podrás volar.
Ambos rieron.
—Así es como los llamo yo —dijo Martin Jeffers.
—¿A quiénes?
—A los pacientes de mi programa. Es un chiste particular del hospital. A los pacientes del programa para delincuentes sexuales los llamamos los «niños perdidos».
—¿Lo saben ellos?
Martin Jeffers se encogió de hombros.
—Se sienten lo bastante importantes.
—Cierto —convino Douglas Jeffers—. No son los que sueles tener normalmente.
—No, en absoluto.
Guardaron silencio durante unos instantes.
—Dime una cosa —pidió su hermano—: ¿Qué es eso de que en fotografía te gusta lo mejor?
Douglas Jeffers estudió con cuidado la pregunta antes de responder.
—Me gusta la idea de que una fotografía es indeleble, un objeto que posee una cualidad prístina. Casi como si fuera algo inviolable. La fotografía no miente, no puede mentir. Captura a la perfección el tiempo y los hechos. Tú, en tu oficio, cuando necesitas recordar, tienes que zambullirte en un pasado que está envuelto en emociones, ansiedades, recuerdos enmarañados. Pero yo, no. Si necesito ver el pasado, puedo abrir un archivo, sacar una foto. Ya está. La verdad sin estorbos.
—No puede ser tan fácil.
Douglas Jeffers pensó que lo era.
—Voy a decirte lo que no me gusta —prosiguió—. Siempre da la sensación de que nuestros mejores trabajos acaban en el montón de los rechazados. Los editores de fotos siempre buscan la mejor ilustración para un acontecimiento, y rara vez es la mejor foto. Todo fotógrafo posee su galería privada, su colección secreta de imágenes, su propia recopilación de verdades.
Una vez más guardaron silencio. Douglas Jeffers sabía exactamente lo que le iba a preguntar su hermano a continuación. Le extrañó que se hubiera aguantado tanto tiempo.
—¿Y por qué ahora? —dijo Martin Jeffers—. ¿Por qué has venido a verme?
—Me voy de viaje. Quiero dejarte a ti la llave de mi casa. ¿Te viene bien?
—Sí, pero… ¿Adónde vas?
—Oh, iré de acá para allá. Regresaré a ciertos recuerdos. He pensado en revivir experiencias del pasado.
—¿No puedes quedarte un poco? Podríamos hablar de los viejos tiempos.
—Recordarás que nuestros viejos tiempos no fueron precisamente estupendos.
Su hermano afirmó con la cabeza.
—Está bien. Pero ¿adónde vas exactamente? —Douglas Jeffers no dijo nada—. ¿No quieres decirlo o no puedes decirlo?
Digamos —contestó por fin— que se trata de un viaje sentimental. —Lo pronunció en tono de parodia—. Revelarte la ruta quitaría parte de…, en fin, de la aventura.
Martin Jeffers parecía turbado.
—No te entiendo.
—Ya lo entenderás. —Douglas lanzó una áspera carcajada que hizo que varias personas volvieran la cabeza—. Mira, sólo quería despedirme. ¿Tanto misterio tiene eso?
—No, pero…
El hermano mayor interrumpió:
—Dame ese capricho.
—Por supuesto —contestó al instante el menor.
Tomaron un pasillo del hospital y pasearon juntos en silencio. La luz de una serie de ventanales de cristal cilindrado se reflejaba en las paredes blancas del hospital bañando a los dos hermanos con un resplandor luminiscente. Al llegar a la entrada principal del edificio se detuvieron.
—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó Martin.
—Cuando me veas.
—¿Estarás en contacto?
—Lo haré a mi manera. —Douglas Jeffers se percató de que su hermano estaba a punto de formular más preguntas, pero que en cambio se contuvo y cerró la boca—. Puede que tengas noticias mías —agregó.
El más joven asintió:
—Bueno, esperaré.
—Puede que te lleguen noticias acerca de mí.
—No entiendo.
Pero el mayor negó con la cabeza y le propinó a su hermano un puñetazo de broma en la barbilla. A continuación dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. Pero antes de salir por las puertas, se giró, sacó con mano experta la cámara que llevaba en la mochila y se la acercó al ojo en un movimiento fluido; se agachó, enmarcó rápidamente a su hermano y tomó varias fotos seguidas. Después bajó la cámara y agitó la mano con gesto desenfadado. Martin Jeffers intentó sonreír y, tímidamente, con torpeza, levantó el brazo en un medio saludo.
Así fue como lo dejó. Douglas Jeffers soltó una carcajada al recordar la expresión que tenía su hermano en la cara.
—Mi hermano —dijo, hablando para sí mismo— ve pero no ve, oye pero no oye.
Por un instante se sumió en la tristeza. «Adiós, Marty. Adiós para siempre. Cuando llegue el momento, coge la llave del piso y aprende, si puedes. Adiós.»
De repente llamó su atención un coche de la policía, aparcado junto a una pequeña arboleda. Echó una mirada rápida al cuentakilómetros; circulaba a cien por hora. Luego pensó: ¿Y qué más da?
Se hizo a sí mismo la advertencia de que a partir de Tallahassee iba a tener que estar mucho más atento. La idea de que su viaje se viera acortado por un encuentro accidental con un agente de policía lo instó a reducir la velocidad. Sin embargo, pensó que un coche que fuera demasiado lento llamaría tanto la atención como uno que fuera muy deprisa. Cíñete a la velocidad media. Introdujo una mano debajo del asiento del coche buscando a tientas el estuche de cuero que había metido en el hueco. Estaba donde lo había puesto. Visualizó mentalmente la pistola de cañón corto. No tenía tanta precisión como la nueve milímetros que llevaba guardada en la maleta, ni estaba tan bien hecha como el rifle semiautomático Ruger del calibre 30 que viajaba en el maletero, pero en las distancias cortas era muy eficaz. Y además cabía muy bien en el bolsillo de la chaqueta, y eso era un detalle muy importante a tener en cuenta. No convenía pasearse por el campus con una arma sobresaliendo por debajo de la ropa.
Pasó un cartel indicador. La frontera de Florida se encontraba a quince kilómetros.
«Nos vamos acercando», pensó.
Sintió una deliciosa oleada de emoción, como la de despertarse en la primera mañana de las vacaciones de verano. Bajó la ventanilla y dejó que el aire caliente e insistente del sur bañara el interior del coche. El calor lo rodeó y lo penetró, llenando sus huesos de lasitud. Notó que rompía a sudar en las axilas y volvió a subir la ventanilla para que el aire acondicionado se hiciera cargo de la situación.
Continuó conduciendo, dejando atrás el recuerdo de su hermano y concentrándose en la carretera. Salió de la interestatal y atravesó aquella estrecha franja de territorio, de camino a la capital. Le pareció que los árboles eran menos señoriales, más bajos, como si hubieran sido golpeados por el calor, encogidos por el sol.
Encontró un motel a unos quince kilómetros de la ciudad. Era un lugar destartalado y olvidable llamado Happy Nites Inn. Se propuso hacer una observación acerca de la ortografía del nombre a la mujer de aspecto cansado y cabello greñudo y gris que se encontraba detrás del mostrador del pequeño edificio que albergaba la oficina, pero lo pensó mejor. Firmó con apellido falso, dispuesto a ofrecer la debida identificación, pero ella no se la pidió. Pagó cinco noches por adelantado y cogió la llave del
bungalow
situado en el extremo, en la parte posterior del motel. Sospechaba que allí no lo molestaría nadie. Ni siquiera hizo falta preguntar. Las habitaciones costaban dieciocho dólares por noche, y no le extrañó lo que le dieron por ese dinero. La cama era inestable y estaba hundida, tenía las sábanas grisáceas y una manta deshilachada. Pero en su mayor parte, el cuarto estaba limpio y, según le pareció, perfectamente aislado. Metió las armas debajo del colchón, se dio una ducha y encendió la televisión, pero no era interesante y al cabo de unos minutos decidió irse a la cama.