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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (5 page)

BOOK: Retrato en sangre
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—No se lo han dicho, ¿verdad? —le preguntó.

—No —repuso ella. No sabía de qué estaba hablando.

—Lo único que le dijeron es que había muerto, ¿no? —Aquello era cierto. Ella afirmó con la cabeza—. En fin —continuó el director en tono duro, pero de pronto se suavizó—: ¿Está segura de querer saberlo?

«¿Qué es lo que tengo que saber?», se preguntó ella, pero afirmó otra vez:

—Sí, quiero saberlo.

—Muy bien —dijo él. Su voz estaba teñida de tristeza—. El cabo Barren resultó muerto cuando efectuaba una patrulla rutinaria en la provincia de Quang Tri. El hombre que lo acompañaba pisó una mina terrestre. Una grande. Murieron su marido y otros dos.

—Pero ¿por qué no puedo…?

—Porque no ha quedado mucho que ver de él.

—¡Oh!

Se hizo el silencio en el despacho. Ella no supo qué decir.

—Kennedy nos habría sacado de esta guerra —dijo el director del funeral—. Pero tuvimos que matarlo. Creo que fue el único disparo que efectuamos. Mi hijo está allí en estos momentos, y tengo mucho miedo. Tengo la impresión de que cada semana entierro a un muchacho. Lo siento mucho por usted.

—Debe de querer mucho a su hijo —dijo ella.

—Sí. Mucho.

—Él no era un patoso, ¿sabe?

—Perdón, ¿cómo dice?

—John. Era elegante de movimientos, muy buen atleta. Jugaba muy bien al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Jamás hubiera pisado una mina.

«Restos no visibles.»

—Hola, amante —dijo. Y sacó las flores de la caja.

La detective Barren se sentó sobre la tumba con la espalda recostada contra la lápida, tapando el nombre de su marido y las fechas de su nacimiento y su muerte. Volvió la mirada hacia el cielo; contempló las nubes que recorrían lentamente el ancho azul con lo que ella consideró que era una admirable ociosidad. Jugó aquel juego infantil de intentar adivinar a qué recordaba la forma de cada nube; vio elefantes, ballenas y rinocerontes. Pensó que Susan sólo habría visto peces y mamíferos acuáticos. Se permitió una agradable fantasía: más allá de las nubes existía un Cielo y John se encontraba en él, esperando a Susan. Aquella idea la consoló en cierta forma, pero sintió brotar las lágrimas. Rápidamente se las enjugó. Estaba sola en el cementerio. Pensó que era afortunada, que su comportamiento era decididamente nada serio ni grave. Percibió una leve brisa que abrió una fisura en el aire caliente y agitó los árboles. Rió, no por humor sino de tristeza, y exclamó en voz alta:

—Oh, Johnny. Tengo casi cuarenta años y tú llevas dieciocho muerto, y todavía te echo muchísimo de menos.

»Supongo que fue Susan, ¿sabes? Tú habías muerto y nació ella, tan pequeña, tan indefensa, tan enfermita. Primero cólicos y luego problemas respiratorios y Dios sabe qué más. Annie se sintió desbordada. Y Ben, bueno, en aquella época acababa de arrancar su negocio y trabajaba todo el tiempo. De modo que la situación me atrapó. Me quedaba despierta toda la noche para que Annie pudiera dormir unas horas. Mecía a Susan en la cuna, la paseaba, arriba y abajo, arriba y abajo. Cuánto lloraba la pobre pequeña, lo mal que lo estaba pasando, todo aquello lo sentía también yo; era como si las dos, al llorar juntas, consiguiéramos sentirnos un poco mejor. Creo que si no hubiera sido por ella, yo no lo habría superado. ¡Fuiste un canalla! ¡No tenías derecho a dejarte matar!

De pronto se detuvo.

Se acordó de una noche en la que ambos estaban acostados juntos, muy apretados en la cama pequeña de John en su habitación de la residencia, cuando él le dijo que había decidido no presentar la solicitud de una prórroga por razones de estudios para incorporarse a filas. No era justo, dijo él; todos los chicos de zonas rurales y de guetos estaban siendo asesinados mientras los hijos de los abogados acudían a selectas universidades de la Ivy League sin correr riesgos. El sistema era injusto, perverso y nada equitativo, y él no pensaba participar en algo perverso. Si lo reclutaban, iría. Si superaba las pruebas físicas, iría. «No te preocupes —dijo—, el Ejército no me quiere; soy un alborotador, un anarquista, un agitador de masas. Sería un soldado penoso. Cuando gritaran ¡a la carga! yo preguntaría dónde y por qué, y cómo es que tenemos que cargar, y por qué no nos reunimos y votamos.» Ambos rieron ante la improbable imagen de un John Barren dirigiendo un debate de grupo o discutiendo si debían cargar contra el enemigo o no, aduciendo los pros y los contras. Pero en el caso de ella, aquella risa escondía un profundo y retorcido temor, y cuando llegó la carta que comenzaba con el saludo del presidente, ella insistió en que se casaran, en la sola idea de que necesitaba llevar su apellido, que era un detalle importante.

—Susan mejoró —dijo la detective Barren—. Se nos antojó una eternidad, pero al final mejoró. Y de repente se convirtió en una niña, y Annie ya era un poco más adulta y se asustaba menos de todo, y el trabajo de Ben dejó de ser tan duro. A mí me pareció adecuado en aquel momento convertirme en tía Merce, porque Susan iba a vivir, y porque también iba a vivir yo. —De improviso, la detective Barren se ahogó en sus recuerdos—. Oh, Johnny, ¡y ahora va no sé quién y la mata! A mi pequeña. Se parecía mucho a ti. Tú también la habrías querido mucho. Era como la hija que hubiéramos tenido nosotros. ¿No suena un poco trillado? No te rías de mí por ser una sentimental; te conozco, tú eras peor que yo. Eras tú el que siempre lloraba en las películas. ¿Te acuerdas de
Whisky y Gloria
, en el ciclo dedicado a Alee Guinnes? Primero vimos
Lady killers
, y tú insististe en que nos quedáramos a ver la segunda sesión. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas cuando John Mills se pega un tiro y Guinnes enloquece y empieza a ejecutar una marcha fúnebre delante de los demás hombres del comedor de oficiales? Se oían suavemente las gaitas, y a ti te caían unos tremendos lagrimones por la cara, así que no digas que la emotiva soy yo. Y acuérdate en el instituto, cuando Tommy O'Connor no pudo lanzar contra los de St. Brendan y te pasó a ti el balón y tú te lanzaste de cabeza; la cancha entera chillando o conteniendo la respiración, con el campeonato a las puertas, a diez metros de la canasta. Había que marcar, dijiste tú, pero cada vez que yo sacaba el tema te echabas a llorar, so bobo. Ganasteis y eso te hizo llorar. Seguro que Susan hubiera llorado también. Ella lloraba por las ballenas enfermas que van a morir a la playa, por las focas que carecen de sentido común que las lleve a huir de los cazadores y por las aves cubiertas de petróleo. Esas son las cosas por las que también habrías llorado tú.

La detective Barren hizo una inspiración profunda.

«Estoy loca», pensó.

Hablando con un marido muerto acerca de una sobrina muerta.

«Pero es que han matado a mi amor», se dijo a sí misma.

«Todo mi amor.»

La detective Barren mostró su placa a un agente de uniforme que estaba sentado detrás del mostrador, controlando todas las visitas que llegaban a la oficina del sheriff de Dade County. Tomó el ascensor hasta la tercera planta y se guió por su memoria hasta la división de Homicidios. Allí, una secretaria la hizo esperar en un incómodo sofá de plástico. Miró a su alrededor y observó la misma mezcla de equipamiento de oficina antiguo y moderno. El trabajo de policía tenía algo especial, pensó; aunque las cosas fueran nuevas, perdían su brillo casi de forma instantánea. ¿No habría alguna relación entre la mugre del oficio en sí y el ambiente nunca limpio de las oficinas de la policía? Su mirada fue a posarse en tres fotos que había en la pared: el presidente, el sheriff y un tercer hombre al que no reconoció. Se levantó y se aproximó a la foto del desconocido. Debajo del retrato del individuo en cuestión, sonriente, con un ligero sobrepeso y luciendo una banderita estadounidense en la solapa, había una pequeña placa de bronce que había perdido el lustre. Contenía el nombre de la persona y una inscripción que decía: «Muerto en el cumplimiento del deber», más una fecha de dos años antes.

Se acordaba del caso; fue una detención rutinaria, tras un episodio de violencia doméstica que terminó en homicidio. Un padre borracho y su hijo, en Little Havana. Un asesinato simple, el más fácil de todos los homicidios: cuando llegó la policía, el padre estaba de pie sobre el cadáver, sollozando. Se encontraba tan alterado que los agentes se limitaron a sentarlo en una silla, sin esposarlo. Nadie sospechó que explotaría cuando intentaron llevárselo afuera, que se apoderaría del arma de un policía y la volvería contra ellos. La detective Barren recordaba el funeral, los agentes con el uniforme completo e impecable, la bandera plegada y el saludo con los rifles, muy parecido a lo que ella misma había vivido poco antes. Pero qué manera tan tonta de morir, pensó. Luego, reflexionando de nuevo, se preguntó cuál era una manera útil de morir. Se dio la vuelta cuando entró en la habitación el detective Perry.

—Perdone que la haya hecho esperar —le dijo—. Vamos a mi despacho. —Ella lo acompañó por un pasillo—. En realidad es un cubículo, un espacio de trabajo. Lo cierto es que ya no tenemos despachos de verdad, con puertas. Supongo que es el progreso. —Ella sonrió, y él le indicó una silla—. ¿Y bien?

—Ésa es mi pregunta —replicó ella.

—Está bien. Aquí tiene.

Le entregó una hoja de papel que depositó sobre la mesa. Ella la cogió. Se trataba del dibujo de un hombre de cabello rizado y piel oscura, no mal parecido excepto por los ojos, muy hundidos, que le daban una expresión ligeramente cadavérica. «Aunque no lo bastante para echar atrás a alguien», pensó ella.

—¿Este es…?

—Lo mejor que tenemos por ahora —la interrumpió él—. Ese retrato ha sido distribuido por toda la ciudad y por todos los campus universitarios. Cuando usted estaba en el funeral se emitió por las cadenas de televisión.

—¿Han tenido alguna reacción?

—La habitual. Todo el mundo cree que es idéntico a su casero, o al vecino que casualmente les debe dinero, o al tipo con el que sale su hija. Pero estamos comprobando todo muy despacio. A lo mejor tenemos suerte.

—¿Qué más?

—Bueno, cada uno de los asesinatos posee ciertos rasgos distintivos, pero si se pone todo sobre la mesa se parecen mucho entre sí. Todas las chicas han sido sacadas de una fiesta de estudiantes, o de un bar, o de una asociación estudiantil, o de la proyección de una película en el campus. Aunque sacar no es la palabra exacta; más bien habría que decir seguir. Nadie ha visto al tipo en cuestión llevarse a la víctima por la fuerza…

—Pero…

—Bueno, no hay peros. Estamos entrevistando gente. Estamos analizando a fondo a toda clase de personas: jardineros, estudiantes, parásitos, intentando dar con alguien que tenga experiencia en todos los campus y que sea lo bastante joven y puesto al día para mezclarse con los demás.

—Eso podría llevar bastante tiempo.

—Tenemos a una docena de agentes trabajando en ello.

La detective Barren reflexionó durante unos instantes. No era exactamente que Perry le estuviera dando evasivas, pero tampoco le estaba contando todo. Además, percibía en él una sensación de seguridad en sí mismo que no cuadraba con una imagen de trabajo de campo, horarios prolongados y frustración. Le daba la impresión de que se estaban riendo de ella. Y también sabía que iba a tener que formular la pregunta apropiada para abrir la puerta adecuada. Pensó unos momentos, y entonces se le ocurrió.

—¿Y las agresiones sexuales?

—¿Perdón? —dijo el detective Perry.

—Lo que me ha dicho hasta ahora es que tienen un poco de esto, un poco de aquello, pero nada que puedan sacar de los homicidios. ¿Y de una violación? Si ese tipo lleva haciendo esto, ¿cuánto?, un año o más, supongo que habrá tenido algún intento fallido, que la habrá cagado más de una vez. Lo habrá sorprendido otro estudiante cuando intentaba raptar a una víctima, algo así, ¿no? Cuénteme.

—Bueno —contestó Perry, alargando la palabra—, es una idea interesante…

—Que no se me ha ocurrido únicamente a mí.

—Bueno… —titubeó él.

—No me venga con chorradas, Perry.

—No es mi intención.

—Entonces responda.

Perry se mostró incómodo. Revolvió algunos papeles más; miró alrededor en busca de ayuda.

—No estaba previsto que tuviera que ser tan franco —reconoció.

—Ya.

—¿Podría dejar de agobiarme? Quiero decir…

—Ni lo sueñe —replicó la detective Barren—. Quiero saberlo.

—De acuerdo, pero no voy a darle demasiados detalles concretos… Dos veces.

Ella asintió y repitió:

—Dos veces.

—Dos veces la ha cagado ese cretino. La última fue la noche anterior a lo de su sobrina. Conseguimos parte de la matrícula y la marca del coche.

—¿Tienen un nombre?

—No puedo decírselo.

La detective Barren se puso en pie.

—Acudiré a su jefe, y también al mío. Acudiré a los periódicos…

Él le indicó que volviera a sentarse.

—Sí, tenemos un nombre. Y le hemos puesto una persona para seguirlo. Y cuando tengamos lo suficiente para obtener una orden judicial, se lo diremos a usted.

—¿Está seguro?

—Seguro no hay nada. Mire, los periódicos no dejan de hablar de este asunto y ya han aparecido muchos detalles en la prensa. De modo que estamos moviéndonos despacio, queremos cerciorarnos de que a ese tipo lo juzguen por asesinato en primer grado, no por intento de agresión sexual. Diablos, queremos pillarlo bien pillado. Y eso nos llevará un tiempo.

—Háganlo como es debido —dijo ella.

El detective Perry sonrió aliviado.

—Eso es lo que supuse que diría. —Ella lo miró—. Bueno, eso es lo que esperaba que dijera. —Se levantó de la silla—. Quiero que ese cabrón entienda lo que son las celdas. La primera celda es la que le estoy preparando yo; se meta donde se meta, yo voy a enterarme. No tendrá modo de escaparse. La segunda va a ser una de dos metros por tres en la «Riviera» de Raiford…

El corredor de la muerte, dedujo la detective Barren, y afirmó con la cabeza.

—Lo estoy siguiendo…

—Y la última ya se imagina usted cuál es.

Ella experimentó una momentánea oleada de satisfacción. Acto seguido se levantó.

—Gracias —dijo.

—¿Quiere estar presente cuando suceda?

—No me lo perdería por nada del mundo.

—De acuerdo. Ya la llamaré.

—Estaré esperando.

Se estrecharon la mano y ella se marchó, hambrienta por primera vez en varios días.

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