—Sí. —Le sonrió.
—Merce, no sabes lo mucho que lo sentimos todos por ti. Todo el mundo ha trabajado de firme en la escena del crimen. Espero que haya algo que nos conduzca al asesino.
—Gracias, Teddy. ¿Qué habéis recogido?
—No hay gran cosa. Ésta es la lista.
Le entregó la tablilla, y ella recorrió el folio con la vista.
—¿Qué me dices de los condones? —preguntó la detective Barren.
Teddy negó con la cabeza.
—Merce, fíjate bien. Son las cosas que se encuentran normalmente en cualquier zona a la que la gente va a merendar. La sustancia desconocida parece atún. Y los condones tienen pinta de ser viejos, probablemente tengan varios días, por decir algo. Y fíjate en los diagramas; salvo por las muestras de piel y de sangre, toda esta basura se ha recogido por lo menos a sesenta centímetros de distancia. Son las típicas cosas que uno se lleva cuando va a tomar un rato el sol, no a cometer un asesinato en mitad de la noche.
Ella asintió:
—Ya, claro.
—¿Te resulta doloroso? ¿Quieres que…?
—Sí.
—Ya me lo figuraba. Sea como sea, no lo sabremos con seguridad hasta que llevemos todo esto al laboratorio, pero a mí y a casi todos nos da la impresión de que el asesino la dejó ahí. Probablemente se acercó con el coche y la arrojó un poco más lejos. Cuando encontremos su coche, entonces será cuando lo tendremos pillado. Ahí dentro tiene que haber sangre, piel, de todo. Esas cosas no se pueden ocultar. Pero ¿una prueba fehaciente de esta escena del crimen? Podemos tener esperanzas, pero yo no contaría con ello. —Ella asintió de nuevo. Él concluyó—: No estoy diciendo nada que tú no sepas.
—Es verdad.
La detective Barren le devolvió la lista y se quedó mirando las filas de bolsas de plástico esmeradamente alineadas en la parte posterior de la camioneta. En realidad no sabía qué estaba buscando.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando una bolsa concreta.
—El último objeto de la lista. Una especie de cartulina amarilla. Se ha encontrado debajo del cadáver.
Teddy se la entregó. Ella la examinó a través del plástico transparente, dándole vueltas una y otra vez, escudriñándola. «¿Qué eres? —se preguntó—. ¿Qué significas? ¿Qué estás intentando decirme? ¿Quién te ha puesto ahí?» De pronto sintió la imperiosa necesidad de sacudir agresivamente aquel trozo de papel, como si pudiera obligarlo a hablar. «Me acordaré de ti —le dijo al papel. Luego recorrió con la mirada todas las pruebas recogidas—. Me acordaré de todos vosotros.»
Se sentía superada por su propia obsesión. Volvió a dejar la bolsa de plástico en el interior de la camioneta.
Se le ocurrió que parecía una tonta; sabía que iba a llevar un tiempo procesar las pruebas, sabía que las posibilidades de encontrar algo de interés eran mínimas. De pronto se sonrojó y se dio media vuelta. Vio a los detectives subiendo a un coche sin marcas. Más allá descubrió a un fotógrafo de la policía, tomando fotos de lejos. La camioneta del forense estaba saliendo de la parte trasera del aparcamiento; los cámaras de televisión estaban en fila, filmando imágenes de la salida. Se sintió abrumada por un sentimiento de impotencia, como si su barniz de policía, cuidadosamente construido, que la había protegido durante toda la mañana, estuviera escurriéndose ahora que aquella multitud de técnicos, detectives y curiosos comenzaba a dispersarse. De súbito se sintió vulnerable, como si lo único que le quedara fueran sus sentimientos. Notó un grito que se le empezaba a formar en el pecho y le subía hacia la garganta; lanzó un fuerte suspiro, dio media vuelta y emprendió el regreso hacia su coche. Al abrir la portezuela sintió la bofetada de calor acumulado en su interior. Se deslizó rápidamente detrás del volante y cerró la portezuela. Permaneció unos instantes inmóvil en el asiento ardiente, dejando que aquel calor se filtrase dentro de su voluntad, y pensó en Susan. Pensó en la pesadilla que había tenido. Sintió deseos de gritarse a sí misma, tal como había hecho en el último tramo del sueño: «¡Despierta! ¡Sálvate!»
Pero no pudo.
La mujer de la floristería había observado de modo peculiar a la detective Barren, y finalmente le preguntó:
—¿Quiere las flores para alguna ocasión o acontecimiento especial? —La detective Barren dudó antes de responder, y la mujer continuó diciendo alegremente—: Si las quiere para una compañera de trabajo o una secretaria, puedo recomendarle uno de estos ramos. ¿Son para un enfermo o una persona inválida? Un ramo así quedaría muy bien. ¿Una persona hospitalizada, quizá? Según nuestra experiencia, a los pacientes de los hospitales les encanta que les regalen plantas, ya sabe, les gusta ver cómo echan raíces y crecen…
—Son para mi amante —dijo la detective Barren.
—Oh —dijo la mujer, ligeramente desinflada.
—¿Ocurre algo?
—No, es que es poco corriente. Por lo general, son los hombres los que entran a comprar flores, normalmente rosas, para sus…, es decir…, compañeras. Esto es un cambio. —Rió—. Hay cosas que no cambian nunca, por mucho que nos modernicemos. Los hombres compran flores a sus amigas y sus esposas, pero no al revés. Entran en la tienda y se quedan más bien con gesto tímido delante del mostrador refrigerado, mirando las flores con ojos como platos, como si esperaran ver una señal, algo que les diga: cómprame para tu mujer. O para tu novia. Y tampoco son hombres jóvenes; por lo visto, los jóvenes de hoy no entienden el valor de unas flores como Dios manda. Hay veces que pienso que nos hemos vuelto demasiado…, no sé cómo expresarlo…, científicos. Quiero decir, a mí me parece que dentro de poco querrán enviar tarjetas de San Valentín escritas por ordenador. Pero siempre son hombres, cariño, no mujeres. No, creo que nunca ha venido una mujer a… —La mujer sintió la mirada de la detective Barren, se interrumpió a mitad de la frase, pensó un instante y después prosiguió—: Oh, cielos. Estoy haciendo el ridículo, ¿verdad?
—Un poco —repuso la detective Barren.
—Oh, ciclos —repitió la mujer.
—No pasa nada —la tranquilizó la detective Barren.
—Es usted muy amable —dijo la mujer. La detective observó cómo se apartaba un mechón de cabello gris de la frente y recobraba la compostura—. Voy a empezar otra vez por el principio —dijo—. ¿En qué puedo servirla?
—Quisiera comprar unas flores —contestó la detective Barren.
—¿Para alguien especial?
—Por supuesto.
—Ah, permítame que le sugiera unas rosas. Puede que sean lo menos original de todo lo que aquí tengo, pero nunca fallan. Y le gustan a todo el mundo, lo cual, naturalmente, es el motivo por el que compramos flores.
—Me parece bien —dijo la detective Barren.
—¿Una docena?
—Excelente.
—Las tengo rojas, blancas, rosas… —Se trataba de una pregunta. La detective reflexionó durante unos momentos.
—Rojas y blancas, creo.
—Excelente. Y también querrá un poco de verde alrededor, imagino.
—Quedan preciosas.
—Gracias.
La detective Barren pagó y la mujer le entregó la caja.
—A veces me embalo un poco —dijo la florista.
—¿Perdón? —contestó la detective.
—Verá, termino pasando la mayor parte del día hablando con las flores y las plantas. A veces se me olvida hablar con las personas. Estoy segura de que a su… amigo…, le encantarán.
—Mi amante —corrigió la detective.
Se guardó la caja de flores bajo el brazo e intentó recordar cuántos años llevaba sin visitar la tumba de John Barren.
El aire de principios de septiembre no contenía aún ni la más mínima insinuación del otoño. Pendía pesadamente con el calor residual del verano, y el cielo mentía con un tono azul roto por unas cuantas nubes blancas y enormes; hacía un día para holgazanear regodeándose en los recuerdos de agosto, ignorando la inevitabilidad de enero en el valle Delaware, con sus nieves, su viento frío proveniente del río, sus hielos y sus frecuentes visitas de lo que los nativos llamaban celliscas: una infortunada mezcla de hielo, aguanieve, nieve y lluvia que hacía imposibles las calles por impenetrables, gélidas y resbaladizas. Una de aquellas celliscas, pensó la detective Barren con una sonrisa breve, la sorprendió una vez fuera de casa, con la batería del coche averiada y las botas empapadas. Cuando por fin pudo regresar sintiéndose vacía, helada y sola, se prometió volver a empezar en un lugar donde hiciera calor. Miami.
Dejó las flores sobre el asiento del pasajero del coche alquilado y salió de Lambertville tomando el puente que cruza el río en dirección a New Hope. La localidad, poblada por gentes pintorescas, afectadas y de clase alta, se extendía a uno y otro lado del río; al cabo de unos instantes la ciudad quedó atrás y se encontró conduciendo despacio en mitad de una tibia tarde por una carretera umbrosa, camino del cementerio. En un momento se preguntó por qué la familia se habría mudado a vivir más cerca de Filadelfia, cuando el campo era tan hermoso. De pronto le vino una imagen de su padre, cuando se enteró de su nombramiento en la Universidad de Pensilvania, tomando a su madre en brazos y haciéndola girar como una peonza. Su padre era profesor de matemática teórica y mecánica cuántica; su inteligencia resultaba abrumadora, su conocimiento del mundo brillaba por su ausencia. Sonrió. Su padre no habría entendido en absoluto por qué ella era policía. Habría admirado parte del razonamiento deductivo, parte de las tácticas de investigación, parte de la aparente precisión de la labor policial, pero se habría sentido confuso y consternado por las verdades de esa profesión y por la perenne fricción contra el mal. Desde luego no habría entendido por qué su hija amaba tanto aquel trabajo, aunque sí habría admirado la simplicidad básica de su devoción: que constituía la manera más fácil de hacer un poco el bien en un mundo lleno de (titubeó mentalmente, cosa que le ocurría mucho en los últimos días) canallas que matan a niñas de dieciocho años rebosantes de vida y de bondad y a las que aguardaba un futuro prometedor. La detective Barren siguió conduciendo y el cálido recuerdo de su padre fue desvaneciéndose en las sombras, reemplazado por un bloc de dibujos mental mientras su imaginación intentaba hacer un bosquejo de las facciones del asesino. A punto estuvo de pasar de largo la entrada del cementerio.
Alguien había colocado una banderita estadounidense en la tumba de John Barren, y por un momento no estuvo segura de que le gustase verla allí. Pero luego cedió, pensando: «Si esto les produce satisfacción a los veteranos de guerra de aquí, ¿quién soy yo para oponerme?» «Para eso precisamente son las tumbas y las conmemoraciones —se dijo—, para los vivos.» No pudo mirar la lápida y la hierba marchita que cubría la fosa, e imaginarse a John allí abajo, metido en un ataúd. De pronto contuvo la respiración al acordarse.
«Restos no visibles.»
El ataúd tenía una etiqueta en el asa. Probablemente estaba previsto que la quitaran antes de que ella la viera, pero la vio.
En su rebelde aflicción, se quedó desconcertada al leerla.
«Restos no visibles.»
Al principio pensó, cosa extraña, que aquello quería decir que John estaba desnudo y que el Ejército, en una tonta actitud de pudor masculino, intentaba proteger a todo el mundo contra la vergüenza. Le entraron ganas de decir a los hombres que rodeaban el féretro: No sean tan memos; está claro que nos hemos visto desnudos el uno al otro, y además hemos disfrutado mucho con ello. Fuimos amantes en el instituto, en la universidad, en la noche en que él fue llamado a filas y en las horas antes de que tomase el autobús para recibir el entrenamiento básico, y también constantemente en las dos cortas semanas de permiso que tuvo él antes de partir al extranjero. En el verano, en la costa de Jersey, salíamos furtivamente de casa cuando nuestros padres ya se habían ido a la cama, nos juntábamos a la luz de la luna y retozábamos desnudos entre las dunas.
«Restos no visibles.»
Reflexionó sobre aquellas extrañas palabras. Restos: bueno, se trataba de John. No visibles: eso quería decir que no podía verlo. Se preguntó por qué razón. ¿Qué le habían hecho? Intentó preguntar a alguien, pero descubrió que a la joven esposa de un fallecido no le daban respuestas claras. En lugar de eso, la abrazaron y le dijeron que era mejor así y que había sido la voluntad de Dios y que la guerra era un infierno y no sé cuántas cosas más que, en su opinión, no tenían mucho que ver con el asunto. Empezó a impacientarse y a alterarse cada vez más, con lo cual sólo consiguió que las negaciones de los militares y los varones de la familia resultaran más frustrantes todavía. Por fin, cuando empezó a levantar la voz y a insistir con más agresividad en sus exigencias, sintió que una mano la agarraba con fuerza del brazo. Era el director del funeral, un hombre al que no había visto en ningún momento anterior. El la miró con intensidad y acto seguido, para sorpresa de su familia, se la llevó a una oficina apartada. Con actitud muy profesional, la sentó en una silla frente a su mesa y se puso a revolver papeles mientras ella esperaba. Finalmente encontró lo que estaba buscando.