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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (3 page)

BOOK: Retrato en sangre
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—Teniente —le dijo—, lo único que quiero es ayudar. Poseo bastante experiencia, como bien sabes. Quiero ponerme a disposición del caso. Pero si tú opinas que podría estorbar, me retiraré…

—No, no, no —replicó él rápidamente.

Qué sencillo, pensó ella. Sabía que al ofrecerse a no formular preguntas obtendría permiso para formularlas todas.

—Mira —continuó el teniente—, hasta el momento las cosas son bastante inconexas. Por lo visto, Susan se fue con unas amigas a un bar del campus. Había mucha gente alrededor, muchos hombres distintos. Bailó con unos cuantos. A eso de las diez de la noche salió a tomar un poco el aire, sola. Y ya no volvió a entrar. Fue un par de horas más tarde, justo hacia las doce, cuando sus amigas empezaron a preocuparse y llamaron a los guardias jurados del campus. Más o menos a esa misma hora tropezaron con el cadáver un par de maricas que estaban por el parque, montándoselo entre los arbustos… —Alzó una mano en el aire—. No, no vieron ni oyeron nada. Tropezaron con ella literalmente. De hecho, uno de los dos se cayó encima del…

«Del cadáver —pensó Merce—. Cadáver.»

Se mordió el labio.

—La chica desaparece del campus. Su cadáver es descubierto en un parque situado a unos tres kilómetros de distancia. No es difícil sumar dos más dos. No nos hemos movido de aquí. Ella llevaba tu nombre en el bolso, por eso te hemos llamado. ¿Es hija de tu hermana? —La detective Barren asintió—. ¿Quieres hacer tú la llamada?

Oh, Dios, pensó ella.

—Ya la llamaré. Cuando terminemos aquí.

—Ahí enfrente hay una cabina telefónica. Yo no les haría esperar. Además, es posible que tardemos un poco en terminar con esto…

Merce se dio cuenta de que estaba amaneciendo. La zona iba perdiendo poco a poco la negrura nocturna, los objetos iban tomando relieve y volviéndose nítidos a medida que se esfumaba la oscuridad.

—Está bien —dijo.

Pensó lo profundamente trivial y banal que era el acto de telefonear a su hermana. Por un segundo abrigó la esperanza de que no tuviera monedas para la cabina telefónica, y luego que ésta estuviera averiada. Pero no fue así. La operadora contestó con rutinaria eficiencia, como si fuera inmune a la hora del día. La detective Barren cargó la llamada a su oficina. La operadora le preguntó cuándo habría alguien allí para aceptar el importe. La detective Barren le dijo que siempre había alguien. Después oyó cómo se marcaba el número y de repente, antes de que pudiera prepararse para escoger la forma adecuada de expresarse, sonó el timbre del teléfono de la casa de su hermana. «¡Piensa! —La detective Barren pensó—. ¡Busca la manera de decirlo!» Y en eso oyó la voz de su hermana, ligeramente enturbiada por el sueño, al otro extremo de la línea:

—Sí, hola…

—Annie, soy Merce. —Se mordió el labio.

—¡Merce! ¿Cómo estás? ¿Qué…?

—Annie, escucha con atención. Ha ocurrido un… —Titubeó insegura. ¿Un accidente? ¿Un incidente? Siguió hablando, sin hacer caso, intentando mantener un tono de voz profesional, un tono calmado y sin inflexiones—. Por favor, siéntate y dile a Ben que se ponga al teléfono…

Oyó a su hermana lanzar una exclamación ahogada y llamar a su marido.

Al momento éste se puso al teléfono.

—Merce, ¿qué sucede?

Su tono de voz era firme. Ben era contable. Merce esperó que fuera igual de sólido que con los números. Respiró hondo y le dijo:

—No conozco ningún modo de decirte esto para que te resulte más fácil, así que te lo diré sin más. Susan ha muerto. La han asesinado esta noche. Lo siento.

De pronto la detective Barren vio a su hermana como era unos dieciocho años antes, sentada a su lado, inmensa en su embarazo, a una semana del parto, moviéndose con incomodidad en medio del opresivo calor del mes de julio que aplastaba, implacable, el seco valle Delaware. La detective Barren aferraba con fuerza la bandera que le había entregado el capitán de la guardia de honor y sentía la mente vacía, negra, aún reverberante con las palabras pronunciadas por el vicario castrense mezcladas con el ruido estentóreo de la salva de disparos lanzada por encima de la tumba. No tenía palabras para ninguno de los familiares y los amigos que habían ido acercándose a ella tímidamente, mudos ante la incongruencia de que una persona tan joven y vigorosa como John Barren hubiera muerto, aunque hubiera sido en combate. Annie se acomodó en el sofá junto a la detective Barren y, cuando nadie miraba, o al menos cuando creyó que nadie miraba, cogió la mano de su hermana, la posó sobre su abultado vientre y le dijo con una sencillez desgarradora: «Dios se lo ha llevado de forma injusta, pero aquí dentro hay una vida nueva, y no debes enterrar tu amor en la tumba con él sino volcarlo en esta niña.»

Aquella niña era Susan.

Por un momento, la detective Barren sonrió al recordar, pensando: «Esa niña me salvó la vida.»

Y entonces, de improviso, al regresar a la realidad, oyó cómo su hermana dejaba escapar el primer sollozo de angustia de una madre.

Ben quiso tomar el primer vuelo que hubiera a Miami, pero Merce logró disuadirlo. Sería más sencillo, les dijo, que ella se encargara de organizar con una funeraria todo lo necesario para enviar el cadáver una vez que el forense hubiera finalizado la autopsia. Ella acompañaría al cadáver de Susan a bordo del avión. Ben dijo que él llamaría a una funeraria local para coordinar los planes. La detective Barren les dijo que probablemente la noticia saldría en los periódicos, incluso en la televisión. Les recomendó que colaborasen; era mucho más fácil, y seguramente de aquel modo los periodistas los molestarían menos. Les explicó que los indicios preliminares apuntaban a que Susan había sido víctima de un asesino que llevaba un año merodeando por los campus de diversas universidades de Miami y que había un grupo especial de detectives asignado a aquellos casos. Dichos detectives se pondrían en contacto con ellos. Ben le preguntó si estaba segura de que había sido aquel asesino, y ella le respondió que no había nada seguro pero que parecía ser que sí. Ben empezó a alterarse, furioso, pero tras escupir unas cuantas palabras de rabia, cambió y pasó a adoptar una actitud de asentimiento y estupefacción. Annie no dijo nada; la detective Barren adivinó que se encontraban en habitaciones distintas y que cuando colgasen y se mirasen el uno al otro comenzaría a invadirlos la desesperación de verdad.

—Eso es todo lo que puedo deciros por el momento —dijo la detective Barren—. Ya os volveré a llamar, cuando sepa algo más.

—Merce. —Era su hermana.

—Sí, Annie.

—¿Estás segura?

—Ay, Annie…

—Quiero decir, lo has comprobado, ¿verdad? ¿Estás segura del todo?

—Annie. La he visto, la he mirado. Es Susan.

—Gracias. Necesitaba saberlo con seguridad —dijo Annie resignadamente.

—Lo siento mucho.

—Sí. Sí. Por supuesto. Ya hablaremos luego.

—¿Ben?

—Sí, Merce. Sigo aquí. Ya hablaremos luego.

—Está bien.

—Oh, Dios, Merce…

—¿Annie?

—Oh, Dios.

—Annie, sé fuerte. Tienes que ser fuerte.

—Merce, por favor, ayúdame. Tengo la sensación de que si cuelgo el teléfono será como matar a Susan. Oh, Dios. ¿Qué es lo que está pasando? Por favor. No entiendo nada.

—Yo tampoco lo entiendo, Annie.

—Oh, Merce, Merce, Merce…

La detective Barren oyó su propio nombre perdiéndose poco a poco. Comprendió que su hermana había dejado caer el teléfono de la mano a la cama; oyó sollozos, y fue como oír un corazón que se rompe. Se acordó de una ocasión, en el instituto, en que estaba viendo un partido de fútbol americano desde la cancha. Un jugador sufrió un golpe peculiar. El chasquido que hizo su pierna al quebrarse se elevó por encima del ruido de los cuerpos al chocar unos contra otros. Vio que uno de los jugadores vomitaba, mientras los entrenadores corrían a auxiliar al herido. Por un instante esperó oír ese mismo crujido. Sostuvo el teléfono en la mano durante un instante y después, con suavidad, como si no quisiera despertar a un niño dormido, volvió a depositar el auricular en su sitio. Permaneció así un rato, escuchando su propio corazón. Luego tragó saliva con fuerza y flexionó los músculos de los brazos una vez, después otra. Luego las piernas. Notó cómo se estiraban y se contraían la piel, los músculos y los tendones. «Soy fuerte —pensó—. Y aún tengo que serlo más.»

2

Mediaba la mañana cuando por fin se llevaron el cadáver de Susan. La detective Barren había permanecido al borde mismo de la escena del crimen, observando cómo recogían pruebas ordenadamente. Los policías de uniforme se esforzaron todo el tiempo por mantener alejada a la creciente multitud de curiosos, por lo cual se sintió agradecida. Los medios de comunicación de Miami habían llegado temprano y se insinuaban constantemente dentro de la escena del crimen. Las cámaras de televisión habían fotografiado la actividad policial mientras los periodistas se encargaban de interrogar al teniente Burns y a otros detectives. Ella sabía que era inevitable que uno de los periodistas terminara por enterarse de su relación personal con el cadáver y que ese hecho resultaría prominente en el relato de lo sucedido. Así que decidió limitarse a esperar las preguntas.

Se volvió de espaldas cuando dos técnicos forenses introdujeron cuidadosamente el cadáver de Susan en una bolsa negra. Fue hasta donde se encontraba el teniente Burns hablando con un par de detectives vestidos muy elegantemente con trajes de tres piezas, al parecer ajenos al calor cada vez más bochornoso. Cuando el teniente la vio acercarse, se volvió y procedió a hacer las presentaciones.

—Merce. Detective Barren. No sé si conoces a los detectives Moore y Perry, del departamento de Homicidios del condado. Son los que dirigen la investigación sobre el «asesino del campus».

—Sólo por su fama.

—Lo mismo digo —repuso el detective Moore.

Todos se estrecharon la mano, incómodos.

—Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias —dijo el detective Perry—. Soy un admirador de su trabajo. Sobre todo por el caso del violador múltiple.

—Gracias —dijo la detective Barren.

Tuvo una breve visión de un rostro picado de viruela y una nariz torcida. Se acordó de que estuvo escudriñando dos decenas de expedientes, repasándolos una y otra vez hasta que dio con la pista que condujo a la detención. El violador, un individuo fornido y musculoso, siempre usaba una media para cubrirse la cara. Casi todas las víctimas afirmaron haberse fijado en que sufría de severo acné en la espalda. Un dermatólogo le había dicho que las personas con acné en la espalda suelen tener cicatrices también en la cara, pero ella creyó que aquella media era para ocultar algo más. Así que empezó a dejarse caer por los gimnasios de la zona, guiada más por una corazonada que por una causa probable. En el Gimnasio Calle 5.a de Miami Beach, un lugar en el que los sueños de los aspirantes a boxeadores se mezclaban libremente con el sonido de los puñetazos propinados al saco, descubrió un peso ligero de baja estatura pero de constitución fuerte, con abundantes marcas de acné en la cara y en la espalda, una notoria nariz rota y una distintiva cicatriz de color rojo que le bajaba por la mejilla.

—Nunca hay que subestimar la intuición —comentó el detective Perry.

—Excepto si no sirve de nada con un juez cuando se necesita una orden judicial.

Todos sonrieron con timidez.

—Bien, ¿y en qué podemos ayudarla? —dijo el detective Perry.

—¿Se ha descubierto alguna cosa debajo del cadáver?

—Nada que tenga un valor como prueba. Había un papel un tanto raro.

—¿De qué se trataba? —preguntó la detective.

—En realidad era un fragmento. Como la parte superior de esas etiquetas que se ponen en el equipaje de mano al facturarlo en el aeropuerto, sólo que considerablemente más grande. De todos modos, era una especie de cartulina. —Levantó la mano—. No, no llevaba ninguna marca. Era sólo la parte del extremo, el resto había sido arrancado. Además, no había forma de saber cuánto tiempo llevaba allí. Podría ser que hubieran puesto a la víctima encima. No era más que basura, creo yo.

La detective Barren se imaginó a su sobrina tendida en medio de la basura. Sacudió la cabeza en un gesto de negación, en el intento de borrar la imagen.

—¿Qué van a hacer ahora? —inquirió.

—Vamos a pasarnos por el bar en cuestión, a ver si encontramos alguna persona que se haya fijado en si la víctima estuvo hablando con alguien o si la siguieron… —El detective Perry miró a la detective Barren—. Llevará un tiempo.

—El tiempo da lo mismo.

—Entiendo. —Perry hizo una pausa—. Mire, detective. Esto ha de ser imposible para usted. Si se tratara de una de mis hermanas, yo me volvería loco, me entrarían ganas de pegarle yo mismo un tiro a ese tipo. De modo que, en lo que a mí respecta, puede usted obtener la información que quiera acerca de la investigación, siempre que no intente entrometerse ni hacer nuestro trabajo por nosotros. ¿Le parece justo?

La detective Barren asintió:

—Desde luego…

—Una cosa más —agregó el detective Perry—. Si se le ocurre alguna idea, cuéntemela directamente a mí.

—No hay problema —contestó la detective Barren, sin saber muy bien si no estaría mintiéndole. Reflexionó unos instantes—. Una pregunta. Esta es la quinta, ¿verdad? ¿En qué situación se encuentran las demás? ¿Tienen algún sospechoso de los casos anteriores?

Los detectives titubearon y se miraron el uno al otro.

—Buena pregunta. Tenemos algunas pistas. Un par de ellas, buenas. Venga a vernos dentro de un par de días y hablaremos, ¿le parece? Cuando se haya tranquilizado un poco.

«Cabrón condescendiente», pensó ella.

—De acuerdo —contestó.

Dejó a los hombres todavía conversando y regresó a las camionetas de recogida de pruebas. Un individuo delgado y de pinta ascética estaba cotejando los números escritos con rotulador negro en unas bolsas de plástico con una lista maestra que tenía en una tablilla en la mano.

—Hola, Teddy —le dijo.

El hombre se giró hacia ella. Poseía unas manos grandes y huesudas que parecían revolotear a su alrededor.

—Ah, Merce. Creí que ya te habías ido. No deberías estar aquí, ¿no te parece?

—Ya lo sé. ¿Por qué todo el mundo no deja de repetirme lo mismo?

—Perdona. Es que, bueno, en realidad nadie sabe cómo reaccionar. Supongo que nos pones nerviosos a todos; no estamos acostumbrados a vernos afectados por una muerte, ya sabes, y esto, en fin, el hecho de verte a ti, hace que sea menos un trabajo y parezca más algo real. ¿Me explico?

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