—Sí —respondió ella sin emoción.
En eso, Jeffers alargó la mano y le propinó una bofetada, aunque no demasiado enérgica, pensando que probablemente estaba muy cansada.
El sopapo en la mejilla la sacó del estado de lasitud y apatía que se había apoderado de ella desde los disparos en la calle.
—¿Entiendes lo que ha ocurrido en realidad? —le preguntó Jeffers de nuevo.
Ella negó con la cabeza. Y, ahora, dijo:
—No.
—Pues que hemos llevado a cabo una imitación bastante fiel de varios crímenes que vienen cometiéndose en esa bonita ciudad en el último año y medio o más o menos. Lo que hemos hecho es lo que la policía llama asesinato de emulación. Verás, siempre le ocultan algún detalle a la prensa, y así pueden saber quién está haciendo qué. Los asesinatos de emulación les causan una frustración tremenda. Hay que verlo como lo ven ellos: mientras están ocupadísimos en buscar a un maníaco, aparece otro pirado que les echa a perder todo el trabajo. Les lleva tiempo, estamos hablando de horas trabajadas, separar unos asesinatos de otros. De modo que para cuando la brigada especial que hayan asignado a ese asesino descubra por fin lo que ha sucedido, nosotros ya habremos desaparecido. Sin pruebas. Sin pistas… —Anne Hampton vio que sonreía, igual que un gato de Cheshire—. Oh, no es que no corramos ningún peligro en absoluto, cuidado. Podría ser que nos haya visto alguien desde uno de los apartamentos de la zona. O a lo mejor a mí se me ha caído algo, o a ti, sin que nos hayamos dado cuenta. Algo que pueda llamar la atención de un detective duro y curtido. Eso forma parte de la emoción. El estado de esperar a que alguien llame a tu puerta.
Tamborileó con los dedos sobre el volante, y el ruido que produjo sobresaltó a Anne Hampton.
—¿Alguien que llame…?
—Eso es lo que llegué a descubrir con todo lo que estudié. Por lo general, la policía da con los asesinos porque éstos y las víctimas guardan entre sí alguna relación anterior al crimen. La policía sólo tiene que averiguar qué relación ha conducido al homicidio. Eso es lo que ocurre en la mayoría de los casos. Luego están los asesinatos en serie, en los que los crímenes adoptan una pauta distintiva. Son muy difíciles de resolver, naturalmente, porque los asesinos se mueven de un lado para otro. Cuando uno pasa por jurisdicciones diferentes, los departamentos de policía se entorpecen unos a otros. Pero yo siento un gran respeto por la policía; ha resuelto más casos de ésos de los que te imaginas. A menudo porque el pobre idiota la caga en otra cosa y los polis se le echan encima como tiburones. No hay que subestimar la capacidad intuitiva de un policía, en mi opinión. Pero, con todo, lo que más les cuesta explicar, obviamente, son los asesinatos aleatorios, sin una pauta fija.
»Durante una temporada pensé que ése era el tipo de asesinato al que debía dedicarme. Simplemente ir a una ciudad, elegir a un pobre tipo al azar y volarle los sesos. Pero me di cuenta de que eso en sí ya era una pauta y que con el tiempo, en algún lugar, un policía terminaría descubriéndola. Es la teoría del millón de monos con un millón de máquinas de escribir; con el tiempo, alguno termina por escribir las obras completas de Shakespeare. Así pues, ¿qué me quedaba?
Anne Hampton no esperaba en realidad que él quisiera una respuesta por su parte.
—No sé.
—No sabes. Necesitaba combinar el elemento aleatorio con una pauta. Reflexioné mucho. Cavilé, hice cálculos. ¿Y sabes qué se me ocurrió al final? —Ella guardó silencio una vez más. La voz de Jeffers resultaba hipnotizante—. Un plan de gran simplicidad, y por lo tanto de gran belleza. —Sonrió—. Copio cosas. Sigo estudiando. Averiguo todo lo que hay que saber acerca de un «asesino de la autopista» o un «asesino del campus» o un «asesino de las verdes montañas». La prensa me ayuda mucho con esos nombres. Luego simplemente salgo y organizo un facsímil razonable. Y después, la policía, que está buscando a alguien totalmente distinto, se encuentra con un asesinato aberrante en las manos en medio de algo más grande y, según creen ellos, más importante. De modo que lo ignoran. Lo apartan a un lado. Lo tiran a la papelera. Archivado. —Hizo una aspiración profunda—. A la mayoría de los asesinos los cogen porque, en su arrogancia y su necesidad, ponen su firma en el crimen. Yo soy más humilde. Para mí, lo importante es el acto en sí, no la firma al pie del cuadro. Así que, para asesinar, me transformo en otra persona. Me meto en la cabeza de esa otra persona. Hago uso de los detalles que conozco y de los que puedo conjeturar y creo mi propia obra perfecta. Llego. Mato. Me voy. Y nadie, salvo yo mismo, se da cuenta de nada.
—Nadie…
Jeffers aguardó unos momentos antes de proseguir.
—Pero he ido haciéndome más perfeccionista, demasiado cuidadoso. Demasiado listo, demasiado perfecto. —Sacudió la cabeza en un gesto negativo—. ¿Una llamada en la puerta? ¿Una orden judicial? Jamás ha ocurrido nada de eso. Y no estoy fanfarroneando. Es pura eficiencia y seguridad en mí mismo. —Anne Hampton creyó percibir tristeza en su voz—. En realidad, esto ya ha perdido emoción. —Jeffers se volvió hacia ella—. Para decirlo sin ambages, se ha vuelto demasiado fácil. Por eso estás aquí tú —explicó en tono resuelto—. Estás aquí para ayudarme a llevar todo esto a una conclusión correcta, apropiada, suficientemente volcánica. Ya puedes echarte a dormir —le dijo—. Yo estoy un poco tenso, creo que prefiero conducir un rato.
De repente Jeffers experimentó una placentera liberación. «Ya está —pensó—. Ya se lo he contado a alguien. Ahora todo el mundo está enterado.»
—Nos vamos a casa —anunció—. Por el camino lento, eso por descontado, pero a casa. Buenas noches, Boswell.
Ella oyó su voz y aquella palabra se le grabó en el cerebro: casa. Por más que se esforzó, no logró visualizar una imagen sólida de su casa y de sus padres. En cambio, lo que acudió a su mente pareció vaporoso y distante, como si se hallara oculto tras un rollo de película, y tuvo dificultades para distinguir lo que era, sin bien sabía que era algo que le daba miedo.
Notó que el coche aceleraba la marcha. Cerró los ojos y dio la bienvenida a su nueva pesadilla.
Martin Jeffers se encontraba despierto y solo.
Pero era una soledad ajetreada, poblada de recuerdos. En cierta ocasión, cuando eran pequeños y estaban de vacaciones en Cape Cod, su hermano encontró un joven halcón con una ala rota. Fue el verano del halcón, recordó. El verano del ahogamiento. Por un instante se preguntó por qué le había dado por pensar en el halcón, cuando era mucho más importante lo que sucedió después, aquel mismo mes de agosto. Pero su cerebro se llenó de imágenes traídas por el pensamiento. Doug había encontrado el halcón en un camino sin asfaltar, dando saltitos dolorosamente y arrastrando el ala. A lo largo de dos semanas, su hermano pasó cada minuto del día husmeando por el bosque, mirando debajo de troncos podridos, levantando piedras cubiertas de musgo, buscando sin cesar insectos, escarabajos, culebrillas y caracoles, los cuales llevaba diligentemente a casa para alimentar al halcón, el cual se los tragaba enseguida y chillaba pidiendo más. Martin Jeffers sonrió. Ese fue el nombre que el pusieron al halcón: Chillón. En el escaso tiempo libre que tenían, asaltaban la biblioteca local y se llevaban prestados decenas de libros sobre aves, tratados de cetrería y textos de veterinaria. Al cabo de dos semanas el halcón ya se subía al hombro de Doug para comer, y Martin Jeffers recordó la expresión de triunfo de su hermano el día en que posó al halcón en el manillar de su vieja bicicleta y fue a la ciudad y volvió otra vez con la rapaz a cuestas.
Martin Jeffers se apoyó una mano en la frente y se estremeció.
Qué cabrón. Doug hacía bien en despreciarlo.
Su padre le había ordenado que se deshiciera del halcón.
Doug no quería meterlo en una jaula, así que el halcón cagaba por toda la despensa. Aquello enfureció al farmacéutico, el cual terminó por plantearles un ultimátum a los dos hermanos: o lo encerraban en una jaula, o lo liberaban, o de lo contrario tendrían que atenerse a las consecuencias. Era la parte de «atenerse a las consecuencias» lo que sonaba amenazante. Su hermano se quejó diciendo que si no le funcionaba el ala, moriría al quedar en libertad. Recordó el rostro de Doug poniéndose rojo de ira. «¡Además, no se puede enjaular a un animal salvaje!», gritó Douglas Jeffers. «Se morirá. Se morirá sin remedio, de manera absurda, picoteando los barrotes con desesperación, sin comprender nada.» Doug fue muy firme. Siempre lo ha sido. Martin Jeffers recordó que él fue detrás de su hermano, corriendo todo lo que daban sus cortas piernas, intentando mantenerse a su paso, un paso acelerado a causa de la indignación. «Mi hermano siempre se movía deprisa cuando estaba furioso —pensó Martin Jeffers—. Siempre controlado, pero deprisa.»
El halcón permaneció tenazmente agarrado al hombro de su hermano, clavándole las garras en la camisa y en el músculo, con su orgullosa cara de halcón vuelta hacia el viento, mientras Douglas cruzaba a remo el lago que separaba la casa del camino que llevaba al mar. Dejó el bote en la orilla y echó a andar por una senda muy trillada. Llegaron a una ancha explanada de suelo arenoso, cubierta de hierbas de playa que alcanzaban hasta la cintura y de arbustos enmarañados. El mar se encontraba a cuatrocientos metros de allí, justo al otro lado de una barrera de altas dunas de arena, y Martin Jeffers recordó el murmullo de las olas en lo más hondo de su memoria. La brisa inclinaba la hierba alrededor de ellos, y daba la impresión de que su hermano estuviera nadando en medio de fuertes corrientes. Aquella tarde el sol brillaba con fuerza cayendo con intensidad estival sobre sus cabezas. Martin Jeffers vio que su hermano alzaba el brazo y sostenía al halcón en alto, como había visto en los libros de cetrería medieval. A continuación intentó lanzarlo hacia el cielo. Martin Jeffers vio que el ave aleteaba frenéticamente en el afán de levantar el vuelo, pero fracasó y cayó de nuevo sobre el brazo de su hermano.
—Es inútil —exclamó su hermano mayor—. No le funciona el ala. —Y después agregó—: Ya lo sabía yo.
Y no dijo nada más. Ambos regresaron tristes y silenciosos al bote. Él remó a toda prisa, obligándose a hacer un esfuerzo, como si pudiera cambiar las cosas a base de pura fuerza.
Los recuerdos de Martin Jeffers dieron un salto a la mañana siguiente. Doug se había levantado antes que él y se presentó de improviso junto a su cama, con el pelo revuelto y el semblante tenso, gris y furibundo.
—El halcón ha muerto —lo informó.
El muy cabrón lo había matado mientras todos dormían. Había ido a la despensa, había agarrado al pobre y confiado animal y le había retorcido el pescuezo.
Martin Jeffers se sintió invadido por una rabia propia. Le dolió el corazón al recordar la profunda pena que sintió en su infancia.
«Era un hombre cruel y desalmado, y me alegré de que le sucediera lo que le sucedió. ¡Ojalá le hubiese dolido aún más!» Recordó que gritó aquellas mismas palabras a su propia terapeuta, la cual le había preguntado en un tono de voz, irritante por lo calmoso, si aquello era cierto o no. ¡Naturalmente que era cierto! ¡Él mató al halcón! «¡Nos odiaba! Siempre nos había odiado. Era lo único coherente de su forma de ser, eso y salirse siempre con la suya. ¡De igual modo hubiera sido capaz de entrar sigilosamente en nuestros dormitorios y estrangularnos como a ese pájaro! ¡Quería hacerlo!»
Martin Jeffers recordó que se quedó mirando al halcón muerto en las manos de su hermano.
No le extrañaba que lo odiase tanto. Es imposible nacer con un odio semejante; es necesario cultivarlo poco a poco con crueldad y dejadez, eliminando primero todo el amor y el afecto. Eso fue lo que le dijo a la terapeuta. Le preguntó a aquella mujer ecuánime sentada detrás de él, donde él no podía verla: «Si usted hubiera tenido un padre así, ¿no querría convertirse en una persona que cuidara de los demás? En alguien que intentara ayudar a la gente? ¿Para qué demonios se imagina que estoy aquí?»
Y, por supuesto, la terapeuta no dijo nada.
En el cerebro de Martin Jeffers bullían y se superponían los recuerdos.
«Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta.»
Aquella noche nadie dijo nada. Nadie pronunció palabra. Todos se sentaron a cenar y actuaron como si no hubiera sucedido nada. Recordó que su madre los miró a Doug y a él y les dijo: «Lamento que el halcón se haya escapado.» Los dos adoptaron la misma mirada de incredulidad, y ella terminó por desviar los ojos y ya no se dijo nada más. Ella nunca se enteraba de nada, le dijo a la terapeuta. Ella se limitaba a acicalarse y arreglarse, y siempre estaba tocándolos, sobre todo les daba unos besos húmedos que los desquiciaban, y nunca tenía ni puñetera idea de nada, y si uno intentaba contarle algo, simplemente se daba la vuelta.
Su padre se limitó a meterse comida en la boca.
«Hijo de puta.»
Martin Jeffers se recostó en su asiento. Se vio de nuevo a sí mismo aquella mañana, cuando fue sacado de lo más profundo de su sueño por la voz de su hermano y despertó viendo el halcón muerto en sus manos. Estaba rígido y sin vida.
Entonces, en su recuerdo, vio las manos de su hermano.
Y entonces pensó: «¡Oh, Dios mío!»
Lo gritó en voz alta, aun cuando no había nadie para oírlo:
—¡Oh, Dios mío! ¡No!
Sintió el ímpetu de su recuerdo aplastado por el pensamiento, como si alguien hubiera descargado un peso excepcional sobre sus hombros.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Oh, no! —se dijo a sí mismo.
En un instante su mente se vio invadida por una avalancha de horror y desazón.
Y de repente comprendió, justo en aquel momento, quién había matado al halcón.
«Soy tímido», pensó Martin Jeffers.
«Todas esas cosas nos sucedieron a ambos, y yo me volví callado e introvertido, pasivo, solitario, mientras que él se volvió…»
Martin Jeffers se interrumpió antes de ponerle nombre.
Se imaginó la estampa de su hermano y pudo ver su rostro relajado, con buen color, sonriente. Se obligó a sí mismo a imaginárselo en los momentos de cólera y recordó la fuerza que tenían los silencios de Douglas Jeffers. Aquello siempre lo había atemorizado. En esos momentos suplicaba a su hermano que le hablara, que le dijera algo. Pensó en la detective y en las fotografías de su sobrina tomadas en la escena del crimen, e intentó conciliar las dos visiones.