Retrato en sangre (20 page)

Read Retrato en sangre Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
4.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Él no iba a ser tan franco con algunos de los presentes.

Miller negó con la cabeza.

—No, doctor. Si lo expresa de ese modo, no. —Se burló—. Una experiencia sexual satisfactoria, sea lo que sea eso. Lo que digo es, y ese pirado de ahí sabe a qué me refiero, ¿no, gusano?, es que ella estaba allí, y también estaba yo. Formaba parte de la escena, nada especial.

—¿No crees que para ella sí fue algo especial?

Miller intentó hacer un chiste.

—Bueno, a lo mejor nunca se lo había pasado tan bien…

Surgieron unas breves carcajadas que cesaron enseguida.

—Vamos, Miller, agrediste a una anciana. ¿Qué clase de persona hace una cosa así?

Miller lanzó una mirada furiosa a Jeffers.

—No está escuchándome, doctor. Ya le digo que esa mujer estaba allí. No fue gran cosa.

—Ése es el problema, que sí lo fue.

—Bueno, pues para mí no.

—Y si no fue para tanto, ¿en qué pensabas mientras lo hacías?

—¿En qué pensaba? —Miller vaciló—. Y yo qué sé. Me preocupaba que pudiera reconocerme, ya sabe, así que le aplasté las gafas y procuré tener cuidado, no quería despertar a los vecinos…

—Vamos, Miller. Dejaste huellas dactilares por todas partes y te pillaron intentando quitarle las joyas a la anciana. ¿En qué estabas pensando?

—Yo qué sé.

Se cruzó de brazos y se quedó con la mirada fija.

—Prueba otra vez.

—Oiga, doctor, lo único que recuerdo es que estaba furioso. Estaba de lo más cabreado. Todo me había salido mal, así que estaba jodido de verdad. Así que estaba de muy mal humor. Y lo único que recuerdo en realidad es que estaba cabreado, tan cabreado que tenía ganas de chillar. Tenía ganas de hacerle daño a alguien, ¿sabe? Eso es todo, tenía ganas de joder a alguien, unas ganas tremendas. Lamento mucho que esa vieja se cruzara conmigo, pero es que estaba allí, y era precisamente lo que quería yo. ¿Lo entiende? ¿Le vale con eso?

Jeffers se reclinó en su asiento y pensó para sí: no se me da nada mal, para ser un recién llegado.

—Está bien —dijo—. Vamos a hablar de la ira. ¿Alguien?

Se hizo un breve silencio hasta que Wasserman, que tartamudeaba, intervino:

—A-a m-mí a veces me da la impresión de que siempre estoy enfadado.

Jeffers se reclinó en su silla al oír a uno de los hombres intervenir con una pregunta:

—¿Enfadado por qué?

Sólo quedaban unos minutos de sesión, y sabía que la dinámica de grupo se apoderaría del curso de lo que se decía; la ira siempre era un tema muy fructífero. Todos los «niños perdidos» estaban furiosos. Era algo que conocían muy de cerca.

Recorrió la sala con la mirada. Era una estancia abierta y aireada, pintada de blanco, con una hilera de ventanas que daban al área de ejercicio. El mobiliario era viejo y barato, pero qué cabía esperar de una institución del Estado. Contra una pared había una mesa de ping-pong plegada que rara vez se utilizaba. En otro tiempo hubo una mesa de billar, pero un día un palo de billar en las manos de un paciente psicótico llevó a dos celadores a la enfermería, así que ahora ya no había ninguna. Habia revistas que se agitaban cuando la brisa encontraba una ventana abierta y un televisor que parecía estar poseído para emitir sólo culebrones y películas antiguas. Y también un piano vertical desafinado. Periódicamente se acercaba alguien y tocaba unas cuantas notas, como si esperase que se afinara solo, mediante algún proceso de osmosis. Jeffers pensó «el piano es como los pacientes; tocamos sin cesar las teclas con la esperanza de dar con una melodía, y normalmente descubrimos una disonancia». A Jeffers le gustaba aquella sala; tenía un aire callado y benévolo, y a veces le daba la impresión de que la estancia en sí reducía la tensión. Sería un lugar incongruente para una pelea.

No recordaba ninguna ocasión en la que se hubiera peleado con su hermano.

Aquello no era habitual. Si todos los hermanos se pelean, ¿por qué iban a ser ellos distintos? Pero seguía sin poder hallar un solo recuerdo de furia fraternal, agresiva y desatada, de esa que lo invade a uno de pies a cabeza un instante y se evapora al instante siguiente.

Recordó una ocasión en la que Doug lo aprisionó contra el suelo, fácilmente, con los brazos retorcidos hacia atrás; pero fue para impedirle que fuera detrás de su madre, que estaba llevando la cartilla de las notas al farmacéutico. Había suspendido una asignatura por primera vez, francés, y estaba avergonzado. Recordó que su hermano lo sujetó de tal manera que no podía moverse. Doug no dijo nada, simplemente lo inmovilizó. El no tenía muy seguro lo qut quería hacer con la cartilla: cogerla, destruirla, no sabía. Lo único que sabía era que el farmacéutico iba a escandalizarse, y así fue. Durante una semana, todas las noches lo encerró con llave en su habitación. Pero en el semestre siguiente sacó un notable alto, y en el semestre final un sobresaliente.

—¡Eh, Pope! —Era Meriwether el que había hablado—. Vamos, Pope, tú que eres un asesino, cuéntanos lo enfadado que tienes que estar para matar a alguien.

Jeffers aguardó, lo mismo que todos los presentes. Es una buena pregunta, se dijo, tal vez no estrictamente desde un punto de vista terapéutico, pero sí desde el de la curiosidad.

Pope lanzó un resoplido. Tenía los ojos negros y entrecerrados y unos hombros que resultaban demasiado grandes para su débil constitución. Jeffers le imaginó una fuerza descomunal.

—Nunca he matado a nadie con quien estuviera enfadado de verdad.

Meriwether rompió a reír.

—Oh, venga, Pope. Mataste al tipo ese del bar. Nos lo contaste la otra semana. En una pelea, ¿no te acuerdas?

—Eso no es enfadarse. No fue más que una pelea.

—Pero él murió.

—Cosas que pasan. Un puñetazo afortunado.

—Querrás decir desafortunado.

Pope se encogió de hombros.

—Desde donde estaba él, supongo que sí.

—¿Quieres decir que te peleaste con él, el tipo la diñó, y ni siquiera estabas cabreado con él?

—No entiendes muy bien las cosas, ¿verdad, tío listo? Claro que el tipo ese y yo nos peleamos. Habíamos estado bebiendo. Una cosa llevó a otra, y él no debería haberme insultado. Pero eso no tiene nada de especial. Ocurre en todos los bares a diario. En cambio, nunca he estado furioso con alguien con quien haya estado sentado y sobrio hasta el punto de buscar una manera de cargármelo. Eso ya te lo puedes figurar.

Aquello tenía lógica, y el grupo guardó silencio.

—Yo me puse furioso en una ocasión —dijo Weingarten. Jeffers advirtió que había permanecido callado la mayor parte de la sesión. Era un exhibicionista de pelo grasiento que se entusiasmó demasiado con sus numeritos en un centro comercial y terminó agarrando a una joven. Ésta consiguió zafarse de él, al día siguiente lo identificó en una rueda de reconocimiento, y el hombre fue a aterrizar en el grupo de los «niños perdidos». Jeffers dudaba que el programa tuviera mucho éxito con él; acababa de empezar a progresar en su conducta desviada. Lo más probable era que siguiera estando demasiado fascinado con su nueva visión del mundo para eliminarla tan pronto. Los «niños perdidos» no sufren enfermedades corrientes. Recordó el énfasis que se ponía en la facultad de medicina en la conveniencia de pillar una enfermedad en su fase temprana, antes de que avanzara más. «Pero aquí no sucede eso, pensó; aquí uno tiene que pillar la enfermedad cuando ya se ha desarrollado y manifestado en su plenitud, y luego tratar de erradicarla.» Por lo general era una propuesta con pocas posibilidades de triunfo, comprendió con tristeza, a pesar de las infladas tasas de éxito que se inventaban para garantizar la financiación constante del programa.

—Quiero decir que me entraron ganas de matarlo y todo.

—¿Qué hiciste? —le preguntó Jeffers.

—En el instituto había un individuo que siempre estaba encima de mí. Ya sabe, el típico tío que se te acerca delante de todo el mundo y te da un puñetazo fuerte en el brazo sólo para que pongas mala cara, porque sabe que tú no puedes devolvérselo. ¿Sabe lo que quiero decir? Un auténtico matón, un chiflado…

—Mira quién fue a hablar —comentó Meriwether.

Weingarten lo ignoró y continuó.

—Al principio sólo pensé en matarlo. Mi padre tenía una escopeta de caza, porque le gustaba cazar ciervos, cosa que a mí me parecía horrorosa, pero de todas formas tampoco se molestaba en llevarme con él. La escopeta era de largo alcance, y en un momento dado tuve a ese tipo a tiro, justo en la mira. Debería haberlo hecho en aquel momento, pero entonces me lo pensé mejor y decidí que debía vengarme de él haciéndole lo mismo que me había estado haciendo él a mí. Algo llamativo, en público. Así que esperé y supuse que ya lo agarraría justo antes del gran partido de antiguos alumnos. Lograría que lo suspendieran, iba a ser así de simple. El entrenador ordenó un descanso, y yo sabía que ese cabrón siempre se lo hacía con una animadora. Así que los seguí hasta el lugar en el que a todos los críos les gustaba aparcar y esperé. No tardaron mucho en ponerse a ello. Estuve observándolos un rato, después me acerqué sin que me vieran y ¡bam! Un pinchacito de nada en cada neumático. Sabía que jamás conseguirían regresar a tiempo. ¡Premio! Seguro que lo suspenderían. La chica era la hija del entrenador, ¿sabe? Así que el plan era infalible.

—¿Y qué ocurrió?

—Que no llegaron hasta las cuatro de la mañana.

—¿El entrenador suspendió a ese cabrón?

Weingarten dudó.

—Era el puto defensa. De todo el condado. Tenía una beca para el puto Notre-Dame. Y era el puto partido de antiguos alumnos. ¿Qué cree usted? —Todos los «niños perdidos» se echaron a reír, y Jeffers se sumó a ellos. Weingarten también rió—. Tío, era un auténtico cabrón. Tendría que haberse hecho policía.

Las carcajadas de los «niños perdidos» llenaron la sala.

Su hermano, pensó Jeffers, podría haber sido un atleta estupendo. Cuando jugaba, siempre parecía que el balón lo seguía a él. Poseía velocidad y coordinación, y también una fuerza increíble; no era que estuviera tan musculado, sino que era más fuerte que los demás. Doug siempre tenía además una habilidad adicional, la de ser capaz de pasarse el día corriendo si era preciso. Poseía una vitalidad increíble. Le venía de la rabia. Cuanto más lo animaban sus padres a hacer atletismo, menos quería tener nada que ver con ello. Era otra de sus mini-rebeliones. Le vino a la memoria una ocasión en la que se sentó con su hermano en la habitación de ambos, por la noche y con las luces apagadas, y lo escuchó hablar sobre el odio. Lo sorprendió descubrir lo hondo que era éste en su hermano: «No pienso hacer nada por ellos —dijo—. Nada. Nada que les haga sentirse bien. Nada.»

Ahora, pensó Jeffers, diría que dicha actitud era reflejo de un fundamental odio hacia sí mismo. Pero aquel recuerdo de su infancia era más poderoso. Lo único que recordaba él era la fuerza de lo que dijo su hermano en aquella habitación a oscuras. No le veía la cara, pero en cambio se acordaba del paisaje nocturno que se divisaba desde la ventana de la habitación, el jardín y más allá la calle, con el resplandor de la luna filtrándose entre los árboles. Era una casa modesta en un barrio modesto de las afueras, y contenía todo aquel odio en su interior.

—La única persona con la que yo me he cabreado lo bastante como para querer matarla fue mi vieja. —Jeffers levantó la vista y vio que estaba hablando Steele—. No paraba de quejarse, día y noche. Por la mañana, al mediodía, por la tarde. A veces llegué a pensar que se quejaba incluso dormida…

Los demás rieron. Jeffers vio que algunos asentían con la cabeza.

—Sigue, por favor.

—Sabe, daba igual dónde estuviéramos o qué estuviéramos haciendo. Ella siempre lograba que me sintiera… como pequeño, ¿sabe? Poca cosa.

Hubo unos instantes de silencio y después Steele continuó. Jeffers tuvo un breve vislumbre del expediente de aquel paciente. Buscaba a sus presas en su propio barrio, salía de su trabajo de fontanero a las horas de comer y encontraba a las amas de casa solas.

La sala estaba en silencio.

—¿Que te sintieras como pequeño…?

—Supongo —dijo Steele— que si se me hubiera ocurrido un modo de vengarme de ella, no estaría aquí ahora.

Jeffers hizo una anotación, pensando: «pero sí te vengaste».

Consultó su reloj. La sesión estaba a punto de finalizar. Por un instante se preguntó por qué su hermano no había querido cenar con él, ni pasar la noche, ni alargar un poco la visita.

«Es un viaje sentimental…»

¿Qué habría querido decir? Él mismo sintió una oleada de furia. Doug era capaz de hablar con una franqueza rayana en lo ofensivo y al momento siguiente expresarse con una ambigüedad impenetrable. Experimentó una repentina sensación de vacío y se preguntó hasta dónde conocía a su hermano. Y luego añadió, como de memoria: «¿Hasta dónde me conozco a mí mismo?» Tuvo una rápida imagen de lo que iba a ser el resto de sus días: rondas. Varias sesiones de terapia individual. Cena a solas en su apartamento. Un partido en televisión, un capítulo de un libro, una cama. Y a la mañana siguiente, más de lo mismo. «La rutina es una especie de protección», se dijo. ¿Qué habría encontrado su hermano para protegerse? ¿Y de qué? «Eso tiene fácil respuesta», pensó mirando a su alrededor.

Nos protegemos tan sólo de nosotros mismos.

«Le voy pisando los talones al mal…» Sonrió. Aquél era Doug. Con una vena dramática. Por un instante sintió unos celos competitivos, luego los dejó pasar pensando: bueno, somos lo que somos, y entonces se sintió avergonzado. Te habrás quedado calvo, se dijo a sí mismo. Y se preguntó otra vez: «¿Hasta qué punto estamos unidos el uno al otro?»

A su derecha, Simón el celador se removió un poco. Se estiró y se puso de pie.

Oyó que los miembros del grupo empezaban a agitarse en sus sillas, y le vino a la mente un aula de primaria momentos antes de que sonase el timbre del descanso.

—De acuerdo ——dijo Martin Jeffers—. Por hoy ya está bien.

Se levantó y pensó: «estamos más unidos de lo que crees».

Martin Jeffers observó cómo los pacientes iban levantándose y saliendo de la sala de terapia de uno en uno o por parejas. Le llegó alguna que otra risa ocasional en el pasillo de fuera. Cuando se quedó solo, recogió sus papeles y sus notas, escribió unas cuantas cosas en su cuaderno y paseó unos momentos por la sala sintiendo el calor del sol en la espalda. En la estancia reinaba el silencio, y pensó que la sesión había sido un éxito; no había habido peleas ni discusiones irreconciliables, aunque Miller y Meriwether iban a ser vigilados. Habían avanzado un poco, y se dijo que tal vez la historia que había contado Weingarten pudiera dar para hacer un seguimiento después. Decidió sacar el tema de los celos en la próxima sesión y cerró la puerta al salir.

Other books

Joy in the Morning by P. G. Wodehouse
Tying the Knot by Elizabeth Craig
Eternity Row by Viehl, S. L.
Alligators in the Trees by Cynthia Hamilton
Destroyer of Worlds by E. C. Tubb
An Unexpected Husband by Masters, Constance