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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (16 page)

BOOK: Retrato en sangre
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—Tengo otras armas —dijo en su habitual tono tranquilo.

Por un instante a Anne le costó trabajo discernir si se trataba de una visión o de la realidad. Luego, paulatinamente, reparó en la luz tenue, en las paredes color crema, en las correas que la sujetaban, y regresó de la pesadilla a la habitación del motel.

—Levanta las caderas —ordenó él.

Ella obedeció.

El dejó la pistola y, mientras Anne Hampton sostenía el cuerpo en vilo, le bajó los pantalones y las bragas que él mismo le había puesto y la dejó medio desnuda.

—Una pistola es un objeto sumamente frío —le dijo. Puso la pistola sobre el liso vientre de Anne Hampton. Ella sintió su peso y el frío del metal. Su captor la dejó allí durante unos momentos. Después volvió a cogerla y añadió—: Si quisieras destruir tu identidad, ¿no empezarías disparándote un tiro en la entrepierna?

Y apuntó con el arma entre las piernas.

—¡Oh, Dios, no! —exclamó Anne Hampton.

Anne oyó el chasquido del percutor y se puso a forcejear frenéticamente contra las ataduras sin apartar la vista del negro y redondo agujero del cañón de la pistola, que parecía gigantesco, capaz de tragársela entera. Tiró con fuerza una vez más de la ligadura que la retenía, pero se derrumbó sobre la cama resignándose a la derrota. No cerró los ojos, sino que los mantuvo fijos en el cañón de la pistola. Por un instante creyó ver la bala salir de él.

El hombre la miró, vaciló por un instante y apretó el gatillo.

El percutor se accionó con un chasquido.

—Vacío —dijo el hombre. Apretó el gatillo otra vez. La pistola emitió otro chasquido que indicaba que, en efecto, no tenía balas.

Anne Hampton sintió de pronto que se le escapaba todo el aire del cuerpo, como si le hubieran dado un puñetazo en la espalda, y boqueó intentando respirar.

Él la observó atentamente. A continuación extrajo de su bolsillo un puñado de balas y comenzó a introducirlas lentamente en el cargador de la pistola.

Anne Hampton sintió náuseas.

—Por favor —rogó—, voy a vomitar…

Él se acercó rápidamente a la cabecera de la cama. Había arrojado la pistola a un lado, y Anne Hampton sintió que le ponía una mano detrás de la cabeza y se la sostenía. Tenía en la mano un pequeño vaso de plástico desechable. Tuvo una arcada, pero no expulsó nada. El hombre volvió a depositarle la cabeza despacio y enseguida se puso a acariciarle los labios con el paño húmedo. Ella lamió aquuella humedad y dejó escapar otro sollozo.

—Levanta las caderas. —Ella obedeció una vez más. Él se apresuró a ponerle de nuevo la braga y el pantalón y se los ajustó con movimientos eficientes. Luego cogió la pistola y se la enseñó—. También soy un experto en esto, pero ya lo sabías, ¿verdad?

Ella asintió.

—Sí…, sí.

—De hecho —continuó él—, en lo que se refiere a maneras y estilos de matar, soy sumamente versado. Poseo gran experiencia. Aunque eso no necesito decírtelo, ya lo sabes de sobra, ¿no es así?

Al ver que ella negaba con la cabeza, añadió—: Estás aprendiendo. —La recorrió con la mirada e hizo una pausa antes de proseguir—. Habrás leído a Dostoievski, ¿verdad?

Ella asintió.

—Algo… —repuso.

—¿Crimen y castigo? ¿Los hermanos Karamázov? ¿Apuntes del subsuelo?

—Sí. Y también
El idiota
.

—¿Cuándo?

—El año pasado, en el seminario de primer curso.

—Bien. Bueno, entonces recordarás lo que le sucedió a ese famoso autor antes de que lo enviaran a un campo de trabajo en Siberia.

Ella negó con la cabeza y él prosiguió:

—Lo situaron junto con otros condenados en fila contra una pared, frente al pelotón de fusilamiento del zar. Preparados, chilló el capitán, y los hombres se echaron a temblar. Apunten, dijo después, mientras los hombres rezaban a toda prisa sus últimas oraciones y miraban impotentes a sus verdugos. El capitán alzó su sable, pero antes de que pudiera bajarlo hacia el suelo y gritar la orden de fuego, irrumpió un jinete agitando frenéticamente un papel. Era el indulto del zar. Los condenados, agradecidos, cayeron de rodillas. Unos comenzaron a balbucear, dementes de pronto, pues en el breve momento en que vislumbraron la muerte habían perdido la razón. Otros murieron de todas formas, pues tenían el corazón demasiado débil para soportar algo semejante. Y todos fueron enviados a los campos. ¿Cómo se sobrevive en los campos?

Anne tardó unos segundos en comprender que se le había formulado una pregunta. Su mente voló a la pequeña aula en la que se habían reunido ella y otras nueve alumnas para hablar de las novelas rusas. En su recuerdo vio el sol que se reflejaba en la superficie lisa y verde de la pizarra.

—Mediante la obediencia —contestó.

—Bien. ¿Te parece que aquí ocurre lo mismo?

—Sí.

El hombre vaciló unos instantes, mirándola con atención.

—Dime, de todo lo que te ha sucedido hasta ahora, ¿qué ha sido lo peor? ¿Qué es lo que más miedo te ha producido? ¿Qué es lo que más dolor te ha provocado? —Se sentó en el borde de la cama, aguardando a que ella respondiera.

Anne Hampton se sentía invadida por una oleada de emociones y recuerdos, y aquella pregunta hacía que su estado de desesperación fuese aún mayor. Se acordó de la pistola que apuntaba a su entrepierna y luchó contra el sabor amargo de la bilis que le subió a la boca; pensó en la salvaje descarga eléctrica del aturdidor; en la cuchilla flotando por encima de su rostro; en la sensación de ahogo que la aplastó cuando él le apretó la toalla contra la nariz y la boca; y en los golpes que le había propinado. Todo ello le había dolido, la había aterrorizado. Y entonces se preguntó para qué querría saberlo. ¿Por amabilidad…? En tal caso, ¿de qué clase de amabilidad se trataba? No logró pensar con claridad; la idea de que ella dispusiera de algún poder, de alguna capacidad de influir en la situación, le produjo pánico. Entonces la invadió un terror nuevo: tal vez él quisiera saberlo para eliminar las demás torturas y quedarse sólo con la peor de todas. «Oh, Dios —pensó—, ¿cómo voy a saberlo?»

—Vamos —la apremió él en tono de impaciencia—. ¿Qué ha sido lo peor?

Anne Hampton dudó. Por favor, rezó para sus adentros.

—La cuchilla —respondió. Y se echó a llorar.

—¿La cuchilla? —repitió él. Se puso de pie mientras ella seguía llorando. Se marchó y regresó al cabo de un momento, con la cuchilla en la mano—. ¿Esta cuchilla?

—Sí, sí, sí… Por favor… Oh, Dios mío, por favor.

Él se la acercó a la cara.

—¿Esto es lo que te da más miedo?

—Por favor, por favor…

Él situó la cuchilla a pocos centímetros de su nariz.

—Así que no lo soportas, ¿eh?

Ella se limitó a sollozar, atenazada por el miedo.

—Muy bien —añadió él mientras ella lo miraba a través de las lágrimas—. Muy bien, no volveré a usar la cuchilla. —Calló unos instantes—. Excepto para afeitarme. —Soltó una carcajada y agregó—: Puedes sonreír. Ha sido una broma. —Anne Hampton continuó llorando. Él no dijo nada mientras ella sollozaba minuto tras mi ñuto. Por fin, cuando empezó a recuperar un poco el dominio de sí misma, la miró fijamente y le preguntó—: ¿Te gustaría ir al cuarto de baño?

Nuevamente se quedó sorprendida por la sencillez de aquella oferta.

—Sí —respondió asintiendo con la cabeza.

—Muy bien —dijo su captor. Le soltó las ligaduras. Sin embargo, antes de desatarle las muñecas la miró detenidamente y añadió—: ¿He de explicarte las reglas, o crees que ya las tienes aprendidas?

Ella volvió a sentirse confusa. No sabía de qué le estaba hablando.

—No —continuó él—, me parece que sabrás comportarte. El baño está aquí mismo, al doblar esa esquina. Por supuesto, tiene una ventana pequeña que te planteará una disyuntiva. Para algunas personas una ventana abierta significa la libertad. Pero puedes tener por seguro que lo cierto es lo contrario. Sólo existe un modo de obtener la libertad: cuando yo lo decida. A estas alturas ya deberías saber eso de sobra. Aun así, la ventana existe, de modo que debes elegir tú.

Le desató las muñecas. Ella pasó las piernas a un lado de la cama e intentó ponerse de pie, pero se le fue la sangre de la cabeza y de pronto sintió un mareo. Se agarró con fuerza a la cama para conservar el equilibrio.

—Oh…, oh…

—No tengas prisa. No vayas a caerte.

Él había permanecido sentado, sin moverse.

Anne Hampton se levantó despacio y sintió que todos los músculos del cuerpo se le contraían dolorosamente. Dio un paso diminuto, y después otro.

—No pue…

—Pasitos cortos —le dijo él—. Eso es.

Anne se apoyó en la pared con una mano y luego con la otra. Sirviéndose de la pared para guiarse, salió al breve pasillo y maniobró para entrar en el cuarto de baño. La luz le hirió los ojos, y se los tapó. Su primer pensamiento fue el espejo y se obligó a abrir los ojos, lo cual le produjo un dolor que simplemente se sumó a todos los demás que asediaban su cuerpo. Alzó la cara hacia el espejo para examinar los daños. Tenía el labio hinchado, pero eso ya se lo esperaba. En la frente había una contusión de un golpe que no recordaba haber recibido. El mentón también lo tenía rojo y magullado a causa de las bofetadas. Pero por lo demás estaba intacta. Dejó escapar un sollozo de gratitud. Le temblaron las manos cuando abrió el grifo y se salpicó la cara con agua, lo cual alivió parte del dolor. De repente cayó en la cuenta de que tenía mucha sed, y empezó a beber con ayuda de la mano hasta que empezó a sentir un fuerte malestar. Experimentó una oleada de náuseas; se inclinó sobre el retrete y vomitó violentamente. Cuando hubo terminado, alargó una mano y se aferró del lavabo para recuperar el equilibrio. Se lavó otra vez la cara.

Entonces levantó la vista y descubrió la ventana.

Estaba abierta, tal como él había dicho.

Se permitió un breve instante de fantasía y después comprendió que él la estaría esperando al otro lado. Lo supo con una certeza absoluta. Aun así, se acercó y apoyó una mano en ella, como si esperase que el ligero frescor del aire nocturno del verano fuera a consolarla. Contempló la negrura de la noche. «Está ahí», pensó. Vio su figura moverse, justo en la periferia de su visión; vio las ramas de los árboles agitarse en la brisa, pero sabía que él estaba allí, aguardando. Me mataría, pensó, aunque la palabra «matar» no tomó tanta forma en su cerebro como las palabras «sufrimiento» y «dolor».

«¡Estoy tardando demasiado! —pensó de pronto—. ¡Va a enfadarse!» Volvió rápidamente al lavabo y, lo más deprisa que pudo, se echó otra vez agua por la cara y bebió un poco más. «¡Date prisa! —se dijo—. ¡Haz lo que él quiere!»De nuevo apoyándose en la pared, regresó tambaleándose a la habitación.

—Estoy esperando —oyó decir a su captor.

Cruzó la habitación con paso inseguro hacia la cama. Sin que se lo ordenaran, se acostó sobre ella y estiró las manos hacia arriba para que él pudiera atárselas con facilidad. A continuación tendió las piernas para que hiciese otro tanto, y sintió cómo se apretaban las cuerdas.

—Ya…

—¿Mejor? —le preguntó él—. ¿Quieres dormir, o prefieres que le responda a unas cuantas preguntas?

De repente Anne se sintió abrumada por el cansancio, como si la excursión al baño hubiera supuesto una cumbre imposible de escalar.

—Entonces, duerme —lo oyó decir.

Cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo.

Cuando despertó lo encontró sentado a los pies de la cama.

—¿Cuánto tiempo he…? —empezó a decir, pero él la interrumpió.

—Cinco minutos. Cinco horas. Cinco días. Lo mismo da.

Asintió, pensando que él tenía razón.

—¿Puedo hacer preguntas?

—Sí —respondió él—. Es un buen momento.

—¿Va a matarme? —quiso saber ella. Pero en cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas pronunciado.

—No, a menos que me obligues —repuso él—. Compréndelo, eso no ha cambiado: tu destino todavía depende de ti misma.

Ella no le creyó.

—¿Por qué me está haciendo todo esto? No lo entiendo.

—Tengo un trabajo para ti, y necesito estar seguro de que vas a llevarlo a cabo. Necesito poder fiarme de ti. Y también sentirme cómodo.

—Haré lo que usted quiera. No tiene más que decirlo…

—No —replicó él—. Gracias por tu ofrecimiento, pero necesito algo más que tu promesa verbal. Debes conocer hasta dónde llega mi poder, y saber lo cerca que estás de la muerte. —Se levantó y le desató las manos del cabecero para volver a atárselas por delante—. Ahora he de irme. No tardaré en volver. No necesito recordarte lo que tienes que hacer. —Se alejó en dirección a la puerta.

—Por favor —suplicó ella—, no me deje sola. —Se sorprendió de su tono de voz, y aún se sorprendió más de las palabras que había pronunciado impulsivamente.

—Volveré enseguida —repitió él—. No te va a pasar nada.

Anne se echó a llorar otra vez al verlo salir por la puerta. Entrevió brevemente la oscuridad que se extendía más allá y pensó que aún debía de ser de noche.

A solas en la habitación, ella miró alrededor. Todo estaba igual que antes, pero con su captor ausente se le antojó más aterrador. Sintió un escalofrío. Pensó: «esto es una locura, él es quien te está haciendo esas cosas». Entonces se asustó más, pensando que no había cerrado la puerta con llave, que podía entrar cualquiera y encontrarla así. De pronto le dio miedo la posibilidad de que llegase otra persona y la violase, y eso sería por nada. Su captor se pondría furioso, la consideraría mercancía defectuosa y se desharía de ella como si fuera basura. Siguió razonando para sus adentros, debatiéndose entre dos facetas de ella misma; una le gritaba haciéndole ver la terquedad de aquellos pensamientos. «¡Pero si es él! ¡Coge la pistola y mátalo! ¡Ahora es tu oportunidad!»En cambio, se quedó quieta donde estaba.

—¡Desátate! —se oyó decir a sí misma—. ¡Huye!

Huir… Pero ¿hacia dónde?

¿Dónde estoy? ¿Adónde puedo ir?

«Va a matarme —pensó—. Todavía no me ha matado, pero lo hará si intento escapar. Está justo al otro lado de la puerta, esperando. No llegaría a dar ni cuatro pasos.»

«¡No, huye! ¡No huyas!»

Se echó a llorar de nuevo y probó a pensar en las clases, en sus amigos, en su familia. Sin embargo, todos parecían tremendamente lejanos, efímeros.

«Lo único que es real —se dijo—, es esta habitación.»

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