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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (24 page)

BOOK: Retrato en sangre
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—¿Ve, detective, lo pequeña que puede ser la muerte? —Ella no respondió, y él depositó la forma en un recipiente de muestras—. En la arteria coronaria izquierda, aproximadamente a tres centímetros, un fragmento de bala, casi intacto, al parecer del calibre veintidós o quizás el veintitrés. Ésta ha sido la causa de la muerte, un impacto que ha seccionado la arteria y ha provocado una súbita y masiva pérdida de sangre, conmoción, fallo cardíaco instantáneo… —Miró por encima de su hombro a la detective Barren—. Dicho de otro modo, dio de lleno en el corazón… A los chicos de la prensa les gustan los tiroteos con escopetas y ametralladoras, y todas esas cosas espectaculares que salen en la televisión. Pero hay cosas que no han cambiado en veinte años. ¿Quiere usted matar a alguien de manera fría y profesional? Use una bala de pequeño calibre con una buena pistola disparada a quemarropa, directo al corazón. O, si necesita una variante, justo aquí, en la base del cráneo… —Se tocó la nuca con el dedo índice—. Un chasquido imperceptible, y su víctima será historia. Sin aspavientos, sin llamar la atención, sin que nadie se tire al suelo para protegerse, sin que resulten heridos curiosos inocentes, sin explosiones. Y, desde mi punto de vista, tiene una gran ventaja. Un pequeño orificio, justo aquí… —Se palmeó el pecho, y el ruido que hizo levantó eco en la pequeña sala—. Una Uzi o una Ingram causa un destrozo tremendo en una persona. Hacerlo con esas armas no tiene clase, no tiene ninguna clase en absoluto. —Volvió a observar la forma depositada en el recipiente—. Así es como mataría yo. No tengo ninguna duda. Simple, directo y al grano. Si me permite, gracias, señora. —Sacudió la cabeza en un gesto negativo y miró a la detective Barren—. Tengo entendido que está usted de baja médica. ¿Qué la trae por aquí?

—Necesito hablar de…

—De su sobrina, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, ¿y cuál es la pregunta?

—Verá…

El forense se giró a uno de los celadores, que estaba volviendo a introducir el cadáver cubierto por una sábana en un contenedor refrigerado.

—¡Eh, Jesús! Tráeme el expediente número ochenta y seis, guión, uno, once, cuatro, ¿quieres? Pronto, por favor. El nombre es Susan Lewis.

La detective Barren observó al celador salir.

—Susan…

—No tardará más de uno o dos minutos —dijo el forense—. Y bien, ¿qué es lo que la preocupa?

—Susan fue…

—Asfixiada. La causa de la muerte fue estrangulamiento. El método consistió en enrollarle una media al cuello. Estaba inconsciente. Pero usted ya sabe todo eso; estuvo en el lugar y vio el informe.

—¿El golpe en la nuca fue lo que la dejó inconsciente, doctor?

—Pues… sí, probablemente.

—¿Es que no está seguro?

—Bueno, el trauma de la nuca era severo. Podría haberle causado la muerte por sí mismo. Pero desde el principio me ha dejado un poco perplejo. —Regresó el celador y le entregó un sobre de papel manila—. Bien. Aquí está… —Leyó por espacio de unos momentos—. Sí. Hemisferio izquierdo…, pérdida de tejido…, pérdida de masa encefálica… Lo que me intrigó fue que en la escena del crimen no había muchos restos de ese golpe. Quiero decir que, para tratarse de una herida tan grave, únicamente había lo que cabe esperar de un porrazo corriente.

—Perdone, no entiendo…

—Verá, la golpearon y después la estrangularon. Bien, en teoría ese árabe la secuestró de la asociación o club de alumnos en la universidad, la dejó inconsciente de un golpe, la metió en el coche, se la llevó al parque, y allí la violó, la estranguló y la abandonó. Pero la verdad es que para mí eso no tiene sentido.

—¿Por qué no?

—Porque el golpe que recibió Susan en la cabeza, como digo, debería haberla matado. Y probablemente bastante pronto. El coche habría quedado hecho un asco, tanto que el asesino no podría haberlo limpiado lo bastante, hay que ser realistas, como para superar la prueba del espectrógrafo. Y si Susan murió de camino al parque, el estrangulamiento y el acto sexual habrían tenido lugar
post mortem
. Y todo sería muy distinto. Quiero decir, para un médico forense habría una gran diferencia, no sé si lo capta en su justa medida.

—Creo que voy entendiendo…

—Y había otra cosa más. Debajo de la marca circular que dejó la media en el cuello, encontré una serie de leves hematomas.

—Eso es lo que quería preguntarle —dijo la detective Barren—. En uno de los informes usted mencionó esas marcas, pero no en los demás. ¿Qué eran? ¿Podrían ser hematomas causados por la presión de los dedos?

—Bueno, la respuesta a esa pregunta es sí. Pero si me hace subir al estrado y me pregunta bajo juramento si esos hematomas fueron causados por un par de manos, yo no podría testificarlo con ninguna certeza médica. Quiero decir que las marcas coincidían con un estrangulamiento con las manos, pero no son concluyentes. Además, apenas eran visibles.

—Explíqueme más…

El forense vaciló un instante antes de continuar.

—Mire, odio esto. Prefiero las cosas que encajan con la teoría del homicidio que proponen los detectives. Si añadimos a todo esto el estrangulamiento manual, ¿dónde lo ponemos? ¿Cuándo?

—¿Tuvo ocasión de medir la distancia entre un hematoma y otro?

El forense sonrió.

—Buena pregunta. Usted siempre hace buenas preguntas, detective. Sí. Pero sólo hay una combinación posible…

Se quitó los guantes quirúrgicos con sumo cuidado y se aproximó a la detective Barren.

—¿Qué combinación?

—El problema, médicamente hablando, estriba en encontrar la posición exacta de los dedos y la mano… —Rodeó con las manos la garganta de la detective Barren. El forense era un individuo bajo y menudo, de facciones ratoniles y con unas gafas permanentemente colgadas de la punta de la nariz. Pero la detective Barren dio un respingo al sentir la fuerza de aquellos delgados dedos que se cerraban con gesto teatral alrededor de su cuello—. Este es el estrangulamiento clásico, típico del Hollywood de los artos treinta, cara a cara. Pero, si se fija, si yo fuera un poco más alto —se alzó de puntillas—, el ángulo cambiaría. También cambia si usted forcejea… —El médico hablaba sin dejar de mover las manos sobre la garganta de la detective Barren. Ella lo observaba como observaría un caballero a un barbero del que no se fiara del todo, y que en ese momento se acercara con la navaja de afeitar—… Y si se hace desde atrás, una vez más el ángulo cambia… Catorce centímetros.

—¿Desde dónde hasta dónde?

—Mi opinión, y no es más que una opinión, jamás lo afirmaría ante un tribunal bajo juramento, se lo repito, es que las manos del asesino tenían que medir por lo menos catorce centímetros desde el pulgar hasta el dedo índice. —El forense lanzó un resoplido—. Odio esto —se quejó—. De verdad. A veces me siento profundamente frustrado con algunas cosas.

—¿Usted cree que Rhotzbadegh…?

Él no le dejó terminar la pregunta.

—Por supuesto que sí. —La miró fijamente—. ¿Quién si no, dígame? Ese tipo sintió deseo. Se encontraba en el lugar mismo. El crimen se ajusta a su pauta habitual. La mató él…, eso es seguro. En serio, no me cabe ninguna duda.

—Pero…

—Pero no exactamente tal como creen.

—¿Ha hablado con ellos de esto?

El médico lanzó otro resoplido.

—¡Naturalmente!

Se volvió y regresó al cadáver que tenía sobre la mesa de autopsias. Contempló el cuerpo que tenía ante sí y luego dijo:

—El problema es que no existe un indicador irrefutable de que no ocurriera como creen ellos. Y en el fondo, ¿qué más da? Lo hizo él, tan seguro como que yo estoy aquí de pie y respirando, y que este joven está aquí muerto. Tocó el cadáver varias veces con el dedo, como si estuviera comprobando que estaba en lo cierto.

—Pero…

—Pero, pero, pero. El pero es que soy una persona a la que le gustan las cosas en orden. Así es como funciona el organismo: uno le quita una cosa, y voila!, deja de funcionar como es debido. Si te tuerces un tobillo empiezas a cojear; si recibes una bala en el corazón te mueres. Todo se estropea y se descompone. Las cosas se tuercen y se complican. Lo odio, de veras. Por eso me gusta ver un disparo certero. Hurgas un poco, y ¡premio! Ahí está la bala. No hay duda, está muerto. Ahí está la razón. No soporto los cabos sueltos… —Hizo otra pausa—. Verá, da lo mismo, y puede que sea una manía que tengo. Al fin y al cabo, eso fue lo que me dijo el fiscal. —Se volvió para mirar a la detective Barren—. ¿Sabía usted —dijo con un deje de tristeza— que si se muestran los mismos hechos a dos forenses distintos, éstos llegan a conclusiones diferentes? Siempre sucede lo mismo. Puede estar segura. Somos un gremio de lo más pendenciero y discrepante. A todos nos gusta pensar que, como tratamos con los muertos en vez de con los vivos, no estamos supeditados a los mismos caprichos del diagnóstico y a las suposiciones a las que están supeditados ustedes. Pero sí que lo estamos.

Hizo una aspiración profunda.

—Doctor…

—Y eso me entristece.

El forense parecía tener la vista fija en el pecho abierto del cadáver que estaba examinando. La detective Barren aguardó un instante antes de hablar.

—¿Catorce centímetros?

—Así es. Para que conste.

Ella dio media vuelta con la intención de marcharse.

—O sea que: catorce centímetros…

—Pero eso no va a probar nada —le dijo el forense cuando ya se iba.

Al dirigirse hacia las puertas de la sala de autopsias, se volvió y vio al médico inclinado sobre los restos, absorto una vez más en su trabajo.

Aquella noche, en su apartamento, la detective Barren se sirvió una copa de vino tinto recordando lo que había dicho el dependiente de la tienda de licores para asegurarle que aquel
cabernet
de California era igual de bueno que otros que costaban el doble. Ella no le dijo que apenas sabía apreciar la diferencia, ni que le gustaba echar un cubito de hielo en la copa. Tras la visita al depósito de cadáveres se quitó la ropa y se dio una larga ducha, en la que se frotó con furia (patológicamente, bromeó para sí) en el afán de eliminar el persistente olor de la sala de autopsias. «En realidad no lo huelo», se dijo a sí misma al salir de la ducha, pero luego se detuvo, olfateó el aire y por fin dijo en voz alta:

—Y una mierda que no.

Permaneció de pie en su habitación, desnuda, bebiendo el vino, sintiendo el cosquilleo del alcohol al bajar por dentro de su cuerpo. Respiró hondo. Por un momento le entraron ganas de quedarse desnuda, apagar todas las luces y dejar que la oscuridad le sirviera de bálsamo. Aquella idea le hizo soltar una risita y pensar que llevaba mucho tiempo sin hacer algo espontáneo y excéntrico, algo que le recordase que en el mundo no todo eran asesinatos y muertes. Pero meneó la cabeza en un gesto negativo y sacó unos pantalones cortos y una camiseta vieja de los Dolphins de Miami de uno de los años de la Super Bowl, y se vistió.

Fue descalza hasta el cuarto de estar llevando la copa de vino y la botella. Se acercó a la estantería, cogió un álbum de fotos con tapas de cuero, se instaló en un sillón y, con la copa de vino posada en la rodilla, lo abrió. Había una fotografía en concreto que quería ver.

Fue pasando fotos de sí misma, de Susan y sus padres, y se detuvo momentáneamente en varias de ellas, una fiesta de cumpleaños aquí, una graduación allá. Se sintió inundada por el calor de los recuerdos, reconfortada. Por fin dio con la foto que buscaba.

Era una sencilla instantánea de doce por diecisiete centímetros de la detective Barren a los veintiún años, de pie entre John Barren y su padre. Y pensó: «Fue el verano antes de casarnos, el verano en el que falleció papá.» Se fijó en el paisaje de fondo, una extensión de olas de color verdiazul que rompían suavemente, benévolas, contra la costa de Jersey. En la foto los tres estaban en traje de baño, y la detective Barren recordó que los dos hombres se habían burlado sin piedad de ella porque no sabía nadar pero en cambio la atraía mucho la playa. Recordó que pasaba horas y horas tendida en la arena, leyendo al sol, tranquila y relajada. Cuando el calor se hacía insoportable cogía un cubo rojo de plástico, se acercaba hasta la orilla y se dejaba caer sobre la arena mojada a esperar que llegara una ola un poco más grande que proyectara una pequeña corriente de agua playa arriba, hacia ella. El líquido frío y espumoso le inundaba los dedos de los pies, se arremolinaba alrededor de sus nalgas y la refrescaba. Si era preciso, cogía el cubo, lo llenaba de agua y se lo echaba por la cabeza sin contemplaciones. John se reía y la señalaba, y le suplicaba de nuevo que aprendiera a nadar, pero no en serio, porque sabía que ella no iba a hacerlo, por muy ridícula que resultase.

No nadaba por la más simple de las razones.

Era muy pequeña, apenas mayor que un bebé, a sus cinco años. Cerró los ojos en el apartamento y sintió cómo la traspasaba aquella familiar ansiedad, como ocurría siempre que le venía a la cabeza aquel recuerdo en particular. Su corazón pareció acelerarse momentáneamente, el sudor de la nuca se volvió ligeramente pegajoso e incómodo, el estómago se le puso en tensión. Pensó un momento en la potencia del miedo, que no había disminuido ni siquiera tras varias décadas de recuerdos. Ella estaba sentada en la arena con su madre, su padre se encontraba en el agua, zambulléndose en las olas y emergiendo de nuevo con aquella vitalidad juvenil de la que siempre hacía gala en la playa. Su madre la miró y le dijo: «Merce, cariño, acércate a tu padre y dile que ya es hora de comer.» Fue una petición de lo más inofensiva; incluso sentada ahora en su apartamento le parecía muy fácil.

La detective Barren cerró los ojos y lo recordó todo paso a paso, con nitidez bañada por el sol. Se levantó de un salto, se dio la vuelta y echó a correr hacia el agua con la vista fija en su padre, que en aquel momento le había dado la espalda para recibir una gigantesca ola que se acercaba a la playa a toda velocidad. Al tiempo que abría la boca para llamarlo, miró hacia arriba y vio que se había metido debajo de una ola muy cerrada. La fuerza del agua al romper por encima de su cabeza la tiró de espaldas e hizo salir todo el aire de sus pulmones de niña. El agua de pronto se tornó verde oscura, después negra, y fue como si el mundo hubiera quedado borrado del todo. Se debatió frenéticamente buscando la superficie, y en eso cayó sobre ella algo grande y pesado que la hizo hundirse aún más y no le permitió ver el resplandor del sol. Todavía recordaba con previsible incomodidad la sensación del roce de la arena en la espalda. La cabeza le dio vueltas, la vista se le nubló, sintió una quemazón en sus pequeños pulmones, el corazón se le encogió al verse rodeada por la oscuridad. La verdad era que no sabía lo que era la muerte, pero en aquel increíble instante tuvo la seguridad de haberla visto de cerca.

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