—Muy bien —respondió él en un tono de voz que daba a entender lo contrario, que de «muy bien» nada.
Al salir del almacén la sorprendió el sol de muy entrada la mañana. No estaba permitiéndose pensar, imaginar ni procesar información. Un paso, dos, se dijo a sí misma. Durante un breve instante se sintió como si estuviera ganando. No pensó en su sobrina, no asoció con la escena del crimen aquella caja polvorienta ni la cartulina amarilla envuelta en plástico; por el contrario, fijó la mirada en el lejano fluir del tráfico por la autopista. El sol arrancaba destellos a aquellos cuerpos de acero y causaba la impresión de que cada uno de ellos había sido bendecido de algún modo. El movimiento de los vehículos que iban y venían a toda velocidad la absorbió, y se sumió en una serie de pensamientos acerca del comercio, la vida y el progreso. Su mirada divagó hacia arriba y se detuvo en un mirlo grande y solitario que aleteaba con fruición contra la brisa matinal. Observó la determinación de aquella ave recortada contra el perfecto azul del cielo tropical. El mirlo lanzó un graznido estridente y después pareció meter el pico en el viento y, con calma y decisión, abrirse paso a través del aire. La detective Barren sonrió y luego se apresuró a regresar a su coche para incorporarse al flujo del tráfico y dirigirse hacia el centro de la ciudad.
En las oficinas del equipo de los Dolphins de Miami ubicada en el Biscayne Boulevard, una secretaria hizo esperar a la detective Barren.
—Tiene mucha suerte de que el señor Stark disponga de tiempo para usted —le aseguró la secretaria. Era una mujer joven, equipada con todas las lindezas esenciales que por lo visto deben poseer todas las recepcionistas: una sonrisa dulce, una voz suave y una apariencia ligeramente coqueta.
—¿Por qué?
—¿No ha leído los periódicos? —replicó la joven.
—Esta mañana, no.
—Oh. ¿No está enterada de lo del nuevo contrato?
La detective negó con la cabeza, y al mismo tiempo oyó una fuerte carcajada proveniente de uno de los despachos.
—No estoy enterada.
—Eso es la rueda de prensa —informó la recepcionista.
—¿Puedo echar un vistazo? —pidió ella.
La secretaria dudó. Miró alrededor rápidamente; no había nadie a la vista.
—¿Es usted una admiradora?
La detective Barren sonrió.
—Nunca me pierdo un partido.
La joven mostró una ancha sonrisa.
—Entonces, venga. Vamos a asomar la cabeza un poco.
La detective Barren siguió la falda ondeante de la recepcionista. Esta abrió con cautela la puerta de un despacho y ambas se deslizaron por la abertura. La detective Barren reconoció la escena al instante, gracias a un centenar de informativos deportivos vistos al final del día cuando la eludía el sueño. El centro de la sala estaba dominado por media docena de cámaras de televisión, montadas sobre trípodes. Estaban todas colocadas frente a una mesa elevada sobre un pequeño estrado. Por todas partes había periodistas de prensa y televisión, unos sentados en sillas, otros apoyados contra la pared, garabateando en sus cuadernos. Bajo la altura de las cámaras de televisión había técnicos de sonido y fotógrafos agachados. En la mesa, hablando a una maraña de micrófonos, se encontraba el famoso entrenador de mandíbula prominente, el propietario y el quarterback, alto y de cabello rizado. Todos sonreían. Ocasionalmente se estrechaban la mano, y eso daba pie a un frenesí de fotos, todas las cámaras accionando el motor al mismo tiempo. La detective Barren se quedó hipnotizada al momento. Se sintió igual que una niña que sorprende a Papá Noel en el acto de colocar los regalos alrededor del árbol.
—Es más grande de lo que yo creía —le susurró a la recepcionista con voz de jovencita profundamente impresionada.
—Sí —contestó la otra—. Y también más rico. Va a ganar más de un millón al año.
La joven guardó silencio durante unos instantes. Luego agregó con melancolía:
—Es una lástima que haya tenido que casarse con su novia de la universidad.
Esto último lo dijo con unos celos tan poco disimulados y un fruncimiento de labios tan repentino que la detective Barren estuvo a punto de echarse a reír. Volvió a fijarse en las figuras sentadas detrás de la mesa del estrado. Alguien había hecho una broma, y los tres estaban riendo. Eso provocó otra explosión de fotografías. Los motores de las cámaras zumbaron de nuevo. En aquel momento el sonido pareció invadir su corazón. «¡Dios mío! —pensó mirando a su alrededor con nerviosismo—; él podría estar aquí.» En un instante de pánico llevó la mano a su bolso para agarrar la pistola que llevaba allí dentro, pero se detuvo justo cuando sus dedos se cerraron en torno a la fría culata. Pero ¿quién podía ser?
Sus ojos buscaron con desesperación.
Vio un individuo musculoso y con barba manipulando un gran angular. Se fijó en las manos, grandes, y de pronto se las imaginó estrujando el cuello de su sobrina. Desvió la mirada y la posó en otro hombre, un tipo corpulento y medio calvo que hacía chistes entre una instantánea y otra. Tenía algo especial en las comisuras de la boca que le provocó un escalofrío. Luego vio otro, delgado, joven, rubio, de aspecto casi ascético, situado en medio de su línea visual. Parecía casi delicado, aunque cobarde, y se lo imaginó mezclándose tranquilamente con la gente en la asociación de alumnos, con sus ojillos brillantes clavados en el cabello rubio de su sobrina.
Cerró los ojos con fuerza en un intento de apartar aquella visión. El ruido de la rueda de prensa pareció aumentar de volumen; las risas y las chanzas le llenaron la cabeza como si se burlasen de sus sentimientos, de su afán de búsqueda. Sintió un ligero vértigo y se preguntó si no estaría a punto de vomitar.
En eso, alguien le susurró al lado:
—¿Detective Barren?
Abrió los ojos. Se trataba de un hombre bajo y con una cazadora de lino. Ella afirmó con la cabeza y repitió:
—Detective Barren, sí.
—Soy Mike Stark. Soy el encargado de este zoo…
Rió, y ella se recobró haciendo un gran esfuerzo y rió también. Stark contempló de nuevo a la multitud de los presentes y después miró de pasada a las figuras bañadas por la luz de los focos.
—Y bien, ¿qué le parece?
Ella respiró hondo y obligó a sus pensamientos de pesadilla a regresar al olvido. Articuló una sonrisa.
—Que un millón de pavos al año es mucho dinero.
—Es un jugador de puta madre.
—No dudo que lo sea…
Stark pensó un instante. A continuación juntó las manos en actitud de súplica.
—Tiene razón. Es una pasta gansa para un tío con las dos rodillas flojas. Espero que, sea cual sea el dios que vela por los futbolistas, esté prestando mucha atención. —Levantó la mirada hacia el techo—. Eh, el de arriba, ¿me estás escuchando?
La sonrisa de la detective Barren fue auténtica.
—Él no hace pases con las rodillas —dijo.
—Teniendo en cuenta lo que le pagamos, debería saber hacerlo —replicó Stark. La risa de ambos se confundió con la algarabía general de la sala. La detective miró alrededor—. Voy a dar esto por terminado. Gracias a Dios que contratamos a ese tipo en agosto, antes de que estuviera empezada la temporada. No quiero ni pensar cuánto nos habría costado si hubiera tenido otra temporada como la pasada. ¿Por qué no me espera en mi despacho?
La detective Barren asintió.
Estaba mirando por el inmenso ventanal, contemplando las lanchas que surcaban las olas blancas de la bahía, cuando entró Stark. Tomó asiento detrás de su mesa, y ella se acomodó en un sillón colocado enfrente de él.
—¿Y bien? —preguntó Stark.
La detective Barren extrajo la cartulina del bolso. La mantuvo unos momentos fuera de la vista, insegura de estar adoptando el enfoque correcto. A continuación, sin pronunciar palabra, la depositó encima de la mesa. Vio que Stark alzaba las cejas en un gesto interrogante al tomar la cartulina guardada en la bolsa de plástico y darle la vuelta despacio. Volvió a dejarla en la mesa.
Stark cogió de nuevo la bolsita de plástico, y a ella le dio un vuelco el corazón.
—¿Y bien?
—Bueno, quizá —dijo Stark. Dejó la cartulina y giró en su sillón para rebuscar en un armario archivador. Al cabo de unos momentos se volvió con una carpeta. La abrió sobre la mesa, y la detective Barren vio un pequeño número de pases de color amarillo—. Es el modelo del año pasado —aventuró Stark—. Este año las hemos fabricado en amarillo y azul, los colores del equipo, para el partido de inauguración en casa. —Puso uno de los pases junto a la muestra de la bolsa.
—¿Qué piensa?
—Podría ser —dijo—. Decididamente, es una posibilidad. —La detective Barren observó las dos cartulinas. Tenían la misma anchura—. El color es correcto —prosiguió Stark. Palpó a través del plástico—. Y también parece tener el mismo grosor. No puedo afirmarlo con seguridad —dijo—, pero es una posibilidad. —Pensó un momento y miró a la detective Barren—. ¿Por qué?
Ella dudó. «¿Por qué no?», pensó.
—Por un asesinato —contestó.
Stark dejó escapar un largo silbido y miró una vez más las dos cartulinas.
—Supongo que tenía que pasar —comentó.
—¿Cómo dice?
—Pues que vivimos en Miami, ¿no? Y éste es el país de los asesinatos, ¿no? Imagino que en Miami todo el mundo termina por rozarse de cerca con un asesinato tarde o temprano.
—Es posible.
—En fin —dijo—, puede que esto sea lo que ha quedado de uno de nuestros pases para entrar en el campo. Claro que podría ser casi cualquier otra cosa, ya puestos. Quiero decir: ¡qué sé yo!
—¿Sabe quién imprime estas cartulinas?
—Claro. Eso es fácil. Biscayne Printing, en la calle Sesenta y ocho. Allí podrán decirle en un minuto si la han hecho ellos o no.
«Los forenses también», pensó ella a toda prisa.
—¿Y tiene una lista de las personas para las que se fabricaron?
—Sí. ¿Para qué partido?
—Para el del ocho de septiembre.
—La tengo aquí mismo. —Giró de nuevo hacia el archivador, rebuscó una vez más y emergió con otro expediente. A ella le entraron ganas de quitárselo de las manos, pero se contuvo—. En realidad el partido se jugó el día nueve. El ocho fue sábado.
A la detective Barren se le ocurrió una idea. Sintió que le temblaba la garganta; la tenía muy seca, y tuvo que toser antes de formular la pregunta siguiente. Otra vez experimentó una sensación de vértigo.
—¿Alguien solicitó dos pases? Me refiero a si llamó alguien para pedir otro pase por haber extraviado el primero.
Stark puso cara de sorpresa, y después asintió.
—Ya entiendo —dijo, bajando la vista al expediente—. La federación nos exige que llevemos un listado estricto de quién hace fotos de los partidos. En parte, por razones de seguridad. Pero principalmente porque les gusta controlar a los fotógrafos, controlar la publicidad. A veces tengo la sensación de estar trabajando para el Gran Hermano. —Tomó una hoja impresa a máquina—. Para ese partido se dieron un montón de pases, todo el inundo quería fotos del individuo que ha firmado hoy ese importante contrato. En aquel entonces era un novato y querían algo artístico.
—¿Algo artístico?
—Así es como lo llaman ellos. Dios sabe por qué. Una foto buena es algo artístico. Rembrandt se revolvería en su tumba si oyera decir eso a uno de esos animales.
Estudió la lista.
—Tres tíos —dijo—. Hubo tres tíos que perdieron el pase. Oh, perdón, dos tíos y una tía. Quiero decir una mujer. La reportera de la AP local, un tipo del News de Miami y un fotógrafo que trabajaba para el SI. Estaba contratado por Back Star. Por lo general, Sports Illustrated envía a su propia gente, pero supongo que esa vez andaban escasos de personal. Béisbol, fútbol universitario, los profesionales, ya sabe. —Le entregó un papel—. ¿Le vale con una copia? Necesito quedarme con el original.
La detective Barren asintió. La cabeza le daba vueltas, pero se le ocurrió otra pregunta:
—¿Le dieron alguna explicación de por qué necesitaban otro pase?
—Pues sí —contestó Stark—. A la federación le preocupa mucho quién obtiene estos pases; no quieren que todo el mundo se traiga a su primo a las bandas del campo. —Estudió otro papel—. A ver… Ah, sí. La chica de la AP tenía el suyo en la maleta. Había venido en un vuelo de la Eastern y le habían perdido la maleta. Eso no podía ser mentira. El tío del News dijo que su pase se lo había mordisqueado su hijo de diez meses, y el tipo de fuera, a ver, perdió el suyo en una pelea… —Stark se recostó en el sillón—. Me parece recordar que cuando vino aquella mañana a recoger un pase nuevo, traía un hematoma bastante grande encima del ojo. Todo el mundo le gastaba bromas. Pero él se lo tomaba todo muy bien.
La detective Barren sintió que se le hundía el estómago. «Lo sabía —pensó—. Sabía que ella se defendió con todas sus fuerzas. Susan no habría permitido que alguien le robara la vida con tanta facilidad.» Recogió la lista de la mesa y leyó los nombres que llevaba impresos.
Procuró calmarse pensando que no podía estar segura hasta que acudiera a la imprenta. Y después iba a tener que llevarlo a analizar por los forenses para asegurarse doblemente. «El proceso podría tardar un tiempo —se advirtió a sí misma—. Muévete despacio, muévete con cuidado. Asegúrate.» Pero para sus adentros, dudó de su capacidad para hacer caso de sus propios consejos.
Escrutó de nuevo los nombres impresos en el folio, pero las letras parecieron juntarse unas con otras, como si se burlaran de ella. «Está aquí, pensó. Está aquí.»
—¿Detective Barren?
El anciano caballero cubano que salió de detrás del mostrador de Biscayne Printing para atenderla se mostró elegante y respetuoso.
Ella le enseñó la placa, lo cual logró que levantase la vista con cierto asombro, evidentemente, pensó la detective Barren, un poco molesto por la idea de que se tratara de un policía mujer. Aun así, sacó suavemente la cartulina amarilla de su bolsita de plástico, le dio la vuelta y la frotó entre los dedos.
—Esto —dijo con marcado acento— desde luego se parece mucho a los pases que imprimimos para los Dolphins. Pero este año, por supuesto, el color ha cambiado.
—¿Podría ser…? —empezó ella, pero el viejo alzó una mano.
—Es del año pasado —afirmó—. Si me permite quedarme esto ¿podría enseñarle el lote completo que adquirimos, tal vez buscarle uno que coincida perfectamente?
Era una afirmación planteada como una pregunta. La detective Barren sabía que el departamento forense de la policía del condado podía encontrar fácilmente dicha coincidencia.