Jeffers reparó en que Wasserman había perdido momentáneamente el tartamudeo que era habitual en él. «Mi hermano siempre ha sido directo a la vez que críptico, pensó. Me decía sólo lo que yo necesitaba saber. ¡Lo que él pensaba que debía saber! Y ahora que necesito saber algo, se va y me deja en blanco. ¡Sin nada! ¡Cero!»
Sin embargo, luego se dijo a sí mismo que ya lo sabía.
Negó con la cabeza. «¿Qué es lo que sabes?», se preguntó.
A su alrededor los hombres silbaban y lanzaban bufidos.
—A… a… a veces me daba la sensación de que mi… mi… mi madre estaba más lo… lo… loca que yo.
Los hombres confirmaron que eran de la misma opinión. Jeffers percibió que había vuelto el tartamudeo.
A continuación intervino Pope con su tono característico:
—Nunca quieren creer la verdad. No quieren creer que uno es capaz de sisar una chocolatina de una tienda. Cuando las cosas van a peor, simplemente lo niegan todavía más. Y cuando por fin te detienen por violar a alguien, como todos los que estamos aquí, se niegan en redondo a aceptarlo. Les resulta más fácil creerse otra cosa. Más simple.
—No siempre —intervino Miller. Los hombres se giraron hacia el duro delincuente profesional. Miller los recorrió a todos con la mirada como si estuviera evaluando una joya robada—. Pensadlo. Todos tenemos a alguien, probablemente un padre, quizás una madre, que sabía lo que éramos y nos odiaba por ello. Alguien a quien no podíamos dar el pego. Alguien que nos zurraba, quizás, o que nos abandonó porque no podía zurrarnos. Alguien que se largaba cuando las cosas iban bien… —Aquel comentario lo hizo reír, pero los demás se habían ido quedando callados, absortos en sus pensamientos—. Tal vez alguien de quien queríamos librarnos. O alguien de quien conseguimos librarnos, pero —esto lo dijo con una sonrisa burlona— del que no tienen ni idea aquí, el médico, ni las autoridades competentes…
Hizo una pausa, y Jeffers vio que estaba regodeándose en aquella opinión y en el efecto que había causado ésta en sus compañeros de grupo.
—Continúa —dijo alguien.
—Siempre hay una persona capaz de ver exactamente cómo somos por dentro. En el fondo no es para tanto. Lo único que hay que hacer es manejar a esa persona de forma un poco distinta, y ya está. Pero esas personas existen, eso lo sabemos todos.
La sala se llenó de murmullos y después se sumió en el silencio.
En aquel momento de silencio, Jeffers intentó abstenerse de formular la pregunta que le quemaba el cerebro, pero no fue capaz. Sus palabras eran como sus pensamientos: fugitivas, incontrolables, impulsadas por un motor propio. En aquel momento lo aterrorizaban profundamente, pero no tenía fuerzas para nada. Así que lo preguntó:
—Bien, vamos a darle la vuelta al asunto un momento. ¿Qué haríais si os enterarais de que una persona a la que amáis, un familiar vuestro, está cometiendo delitos? ¿Cómo actuaríais?
Hubo unos momentos de reflexión, como si todos los «niños perdidos» hubieran tomado aire al mismo tiempo. Y a continuación se vio rodeado por una cacofonía de opiniones diversas.
La detective Mercedes Barren condujo en dirección norte y pasó de largo la salida de la autopista de peaje Nueva Jersey que llevaba al túnel Holland, lo cual habría sido una ruta más directa. Enfiló hacia el puente George Washington, que tendía su enorme corpachón de color gris sobre el río Hudson. Tomó conscientemente la decisión de evitar el túnel, a pesar de la presión que ejercían sobre ella la emoción y la furiosa sensación de que el tiempo se iba acortando, que se iba comprimiendo en torno a ella. Siempre evitaba los túneles en la medida de lo posible; desde que era pequeña, la preocupaba el peso del agua que presionaba contra las baldosas y sobre el cemento por encima de ella. Todavía le parecía ver, con aquellos mismos ojos de niña imaginativa, cómo el túnel se agrietaba y se combaba y cómo se desplomaban sobre ella aquellas aguas oscuras. El confinamiento del túnel hacía que se le entrecortara la respiración y que le sudaran de modo desagradable las palmas de las manos.
«Es como un poco de claustrofobia. No es tan terrible. Disfrútalo.»
Mientras aceleraba cruzando el puente, lanzó una mirada fugaz por encima del hombro para contemplar los acantilados. Vio cómo las caras de aquellos precipicios se hundían tumultuosamente en el agua. El sol arrancaba destellos a la superficie del río, y captó un breve vislumbre de unos veleros de rulot blanco que se bamboleaban adelante y atrás. Siempre había entendido, sobre todo en los días claros y diáfanos, por qué el bueno de Henry Hudson se quedó convencido, la primera vez que remontó el gran río, de que había descubierto el paso hacia el noroeste. Le resultaba razonable, si se eliminaban los edificios y los barcos y se miraba el río y los acantilados sin los estorbos del progreso, que cualquiera creyera que en la siguiente curva sin duda iba a encontrarse en China.
Contempló la ciudad, con su masiva falange de rascacielos erguidos y tiesos, como un gran ejército en posición de firmes. Aferró con fuerza el papel de la dirección y se abrió paso por entre el tráfico con actitud agresiva. Al penetrar en Manhattan mantuvo la vista al frente en todo momento, negándose incluso a mirar por el espejo retrovisor, centrada únicamente en llegar a su destino.
Para su sorpresa, descubrió una plaza de aparcamiento autorizado en la calle situada escasamente a una manzana del apartamento. Pero antes de aproximarse a éste hizo una parada en una delicatessen local para comprar unos cuantos comestibles. Después de eso, cargando con la bolsa y sosteniendo la llave en la mano, se encaminó hacia al hogar de Douglas Jeffers.
Jeffers vivía en un edificio antiguo de ladrillo, de tamaño mediano, ubicado en West End Avenue. Tenía un anciano portero que le sostuvo la puerta a la detective Barren para que pasara.
—¿A quién viene a ver? —le preguntó con una voz áspera de fumador.
—Me quedo en casa de mi primo mientras hago un poco de turismo. Él está fuera —repuso ella en tono jovial—. Es Doug Jeffers. El mejor fotógrafo que hay…
El portero sonrió.
—Cuarto F —dijo.
—Ya lo sé —replicó ella sonriendo a su vez—. Hasta luego.
Se subió a un ascensor viejo, cerró la puerta firmemente y pulsó el cuarto piso. Vio que el portero ya se había dado la vuelta. La cabina subió lentamente dejando escapar más de un crujido, y al final, con un rebote, pareció quedar emplazada en su sitio. La detective Barren salió de ella con cuidado.
Para gran alivio suyo, el pasillo se hallaba desierto.
Enseguida encontró la puerta F, y depositó la bolsa de la compra en el suelo. Cambió la llave a la mano izquierda para sacar del bolso la nueve milímetros. Escuchó unos momentos, pero no percibió ningún ruido al otro lado de la gruesa puerta negra.
Así que respiró hondo y dijo:
—¡Vamos allá!
Introdujo la llave en la cerradura y giró. Oyó cómo se soltaba el pestillo, y entonces empujó con fuerza.
La puerta se abrió de par en par. Ella se agachó y se metió dentro de un salto.
Movió la pistola hacia arriba, todavía agachada, apuntando, dejando que el cañón del arma la guiara. Giró a la derecha, a la izquierda, al centro, y no vio a nadie. Aguardó. No se oía nada. Entonces se irguió y bajó la pistola. Acto seguido recuperó la bolsa de comestibles y la depositó en el suelo, dentro del apartamento. Luego cerró la puerta y echó la llave, y también puso la cadena.
Entonces se volvió y, todavía empuñando la pistola, examinó de verdad el apartamento de Douglas Jeffers.
—Lo noto —dijo en voz alta.
De pronto la invadieron un sinfín de imágenes de un centenar de escenas de crímenes y de cadáveres ensangrentados y en estado de descomposición que había visto a lo largo de los años. Le vinieron a la memoria igual que un gran desfile de carnaval. Aquellas visiones macabras y aquellos olores pegajosos inundaron su cerebro, y por un instante llegó a pensar que allí dentro había un cadáver.
Sacudió la cabeza como para aclararse la mente y dijo:
—Bueno, vamos a echar un vistazo.
Fue entrando en todas las habitaciones de una en una, con precaución, sin soltar la pistola. Cuando por fin quedó convencida de que estaba sola, comenzó a estudiar lo que tenía alrededor. Lo primero que le chocó fue que el apartamento estaba limpio y ordenado. Todo parecía estar en su sitio. No organizado hasta el punto de resultar opresivo, sino recogido y colocado. El contraste con la vivienda de Martin Jeffers era muy llamativo.
No era un piso grande. Tenía sólo un dormitorio y un cuarto de baño, una cocina pequeña provista de un espacio que servía de comedor, y un salón amplio y de forma rectangular. Una parte de dicho salón había sido transformada en un cuarto oscuro fotográfico.
El mobiliario era cómodo y bastante refinado, pero no hasta el punto de que un decorador hubiera creado un diseño especial. Más bien indicaba que su dueño entendía de calidad y ocasionalmente compraba una que otra pieza. Había algunas antigüedades, y en todas las estancias se veían chucherías en las estanterías y en las mesas. La detective Barren tomó un casquillo de lo que le pareció que era un cartucho de mortero. Había pequeños objetos curiosos, una estatuilla de Centroamérica, una figura de la fertilidad de África. Vio un enorme diente de tiburón metido en un envase de plástico y una piedra antigua, también dentro de un estuche. Esta última tenía una leyenda: «Garganta de olduvai, 1977. Dos millones de años.»
Vio que Jeffers tenía una mesa de trabajo, un banco de artesano más bien, situado junto a la hilera de ventanas que llenaban de luz la habitación. Observó la parafernalia típica de un fotógrafo: negativos, ampliadoras, papel; todo pulcramente colocado al lado de la mesa.
Había también una gran estantería para libros que cubría una pared entera del salón.
Las paredes eran blancas. Había dos carteles enmarcados: el Arte de la Fotografía, una exposición del Museo de Arte Moderno, y una Muestra de Ansel Adams de la Horn Gallery.
Todo lo demás pertenecía a Douglas Jeffers.
O por lo menos, así le pareció a la detective Barren.
Todas las paredes estaban cubiertas por decenas de fotografías, enmarcadas con diferentes estilos. Las recorrió con la mirada. «Son como las que vi en las revistas —pensó—; lo dicen todo y nada al mismo tiempo.»
Pero lo que llamó su atención fue un marco de pequeño tamaño que había en un rincón. Se acercó a él y lo escrutó atentamente. Mostraba a un hombre que se encontraba al borde de la mediana edad pero que poseía una vitalidad juvenil claramente contradictoria. Iba vestido con un pantalón militar de color verde aceituna y una camisa azul, y estaba cubierto por todas partes de cámaras y objetivos. Al fondo se veía una jungla anónima; se distinguían sarmientos y zarcillos que caían de las ramas retorcidas de un millar de árboles entrelazados unos con otros. Él estaba sentado encima de una pila de cajas marcadas con números de munición, sonriendo a la cámara, con la mano en forma de una pistola de pega e imitando el gesto de disparar. En un ángulo de la foto había un papelito blanco que llevaba escrito a máquina: «Autorretrato 1984, Nicaragua.»
—Hola, señor Jeffers —dijo la detective Barren. Cogió la foto de la pared y la sostuvo en alto—. Soy tu perdición, Jeffers —le aseguró.
Volvió a dejar la foto en su sitio y se ordenó a sí misma ponerse manos a la obra. Se dijo que en el apartamento de este hermano debía proceder de modo cuidadoso y sistemático.
Se volvió hacia el escritorio y vio, esmeradamente colocado en el centro del mismo, un sobre grande de color blanco. En él habían escrito con gruesas mayúsculas: PARA MARTY.
Su mano se lanzó a por él.
Había habido una gran dosis de discrepancia entre los «niños perdidos».
Había habido opiniones de todo tipo, desde la queja de Weingarten: «Joder, ¿y qué iba a hacer uno? ¿Decirles que dejasen de hacerlo? La gente hace lo que le da la gana, no se la puede obligar a hacer nada. Quiero decir, yo nunca he podido, y nadie ha podido impedirme nada a mí…», hasta la imperturbable actitud de Pope: «Si yo me enterase de que alguien de mi familia estaba haciendo lo que hago yo, le pegaría un tiro a ese cabrón, ya lo creo, rápidamente le libraría de su desgracia», a lo cual respondió Steele: «¿Tan mal lo estás pasando tú? Pues no lo parece, tío…» Y Pope replicó: «Ándate con ojo, maricón, porque podría acabar contigo sin despeinarme.» Esto último, a pesar de constituir una amenaza real, hizo reír a todos los presentes. Matar a un hombre como Steele les parecía a la mayoría de ellos una gran pérdida de tiempo. Esta opinión era compartida con gran entusiasmo por todos los miembros del grupo.
Al parecer, ellos, que deberían ser los expertos, estaban tan desorientados respecto a qué hacer como podía estarlo cualquier otra persona.
«Como puedo estarlo yo», se dijo Martin Jeffers.
Se sintió inundado por la desesperación.
Estaba sentado a solas en su despacho, a oscuras. Fuera, había caído la noche sobre el terreno del hospital, arrojando sombras sobre el césped. De vez en cuando se oía un grito, un quejido aislado, lo cual era la norma cuando el hospital dormía. La noche despierta nuestros miedos, reflexionó, de igual manera que el día los apacigua.
Pensó en todas las cosas que habían dicho los «niños perdidos».
—Veréis —había interrumpido impulsivamente Parker a mitad de la discusión—, hay que hacer lo que es correcto. Pero ¿qué es lo correcto? Lo que es correcto para unos polis puede que no lo sea tanto para tu familia. Si uno va a la policía, ésta quiere enterarse de todo, y desde luego no van a hacerse amigos tuyos. Lo único que quieren es detener a quien sea. ¿Y qué, vas a entregarles a tu madre, tu padre, un hermano, hasta un primo si hace falta? La familia es más importante, tíos…
A lo cual contestó Knight:
—¿Entonces te conviertes en cómplice? Pues sí. Si no dices nada, ¿no eres igual de malo que la persona que comete el delito?
La sala se llenó de exclamaciones a favor y en contra.
Alguien dijo:
—Si tú sabes algo y no lo dices, eres igual de culpable. ¡Debería haber una cárcel especial para esa gente!
«Ya la hay», pensó Martin Jeffers con amargura.
Consentir en el conocimiento de un delito es casi tan malo como el propio delito en sí. Pensó en el Holocausto y recordó en particular los problemas que hubo en Núremberg a la hora de decidir qué hacer con las personas que se habían limitado a guardar silencio frente a la depravación del régimen nazi. A los perpetradores resultó fácil localizarlos y castigarlos, pero ¿y las personas que se habían vuelto de espaldas? Políticos, abogados, médicos, hombres de negocios…