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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (46 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Pero el mundo continuaba sumido en un profundo silencio.

No quería permitirse respirar, hasta que por fin no pudo aguantar más y dejó salir el aire retenido en un largo suspiro.

Bajó lentamente el arma.

—Ahí no hay nadie —susurró en voz alta. Le resultó tranquilizador oír su propia voz—. Has perdido completamente la cabeza —continuó diciendo en voz baja—. Venga, deja de hacer el tonto, encuentra algo y sal de aquí de una vez.

Echó un vistazo somero al cuarto de baño y luego registró el dormitorio a toda prisa. Se dio cuenta de que no estaba siendo especialmente sistemática, pero también sabía que lo que tuviera Martin Jeffers que pudiera ayudarla a encontrar a su hermano no tenía por qué encontrarse precisamente escondido. Debajo de la cama halló dos cajas de cartón llenas de objetos personales. Las sacó, se sentó en el suelo y se puso a examinarlas lo más rápidamente que pudo. Se trataba en su mayoría de impresos de declaración de la renta, solicitudes de préstamos, documentos universitarios. Vio que en la facultad de medicina sus calificaciones fueron medianas, mientras que en los cursos preparatorios de la universidad habían sido de sobresaliente. Era como si una vez que llegó a su futuro hubiera dejado de aplicarse con la misma intensidad. Ello podía explicar por qué estaba en un hospital psiquiátrico estatal en vez de en uno privado y más lujoso. Pero eso sólo planteaba toda una nueva serie de preguntas, de modo que volvió a guardar los papeles en la caja y examinó algunos más. Se topó con una carta certificada del organismo estatal denominado Catholic Charities, que databa de seis años antes. La abrió con gesto distraído y leyó:

… Nos es imposible proporcionarle información acerca de su madre biológica. Si bien la adopción se llevó a cabo entre miembros de la familia, nosotros nos hicimos cargo de los trámites. Por desgracia, cuando en 1972 se quemó la parroquia de St. Stephen, muchos de los antiguos archivos que no habían sido trasladados a microfilme quedaron destruidos de forma irremediable.

La detective Barren miró fijamente aquella carta, pensando que constituía una información muy interesante pero sin saber exactamente por qué. Volvió a ponerla donde estaba y hojeó los demás papeles. Había una carta escrita con inconfundible letra femenina. «Querido Marty —decía—, lo siento mucho, pero lo nuestro no va a funcionar…» Y el resto eran sensibleras críticas a sí misma de una mujer llamada Joanne. La detective Barren reconoció el estilo: echarse la culpa a uno mismo cuando se sabe que lo cierto es justo lo contrario. Durante los años de la adolescencia había ayudado a una docena de amigas a escribir cartas iguales que aquélla. I ,e dio un vuelco el corazón al acordarse de aquella ocasión en que su sobrina, a la edad de dieciséis años, la llamó para pedirle el mismo favor.

Dejó la carta en la caja y extrajo una copia amarillenta y quebradiza de un periódico. Era el Vineyard Gazette, de Martha's Vineyard, y llevaba fecha del mes de agosto de veinte años antes. Recorrió rápidamente con la mirada la primera plana; el titular principal rezaba: LAS AUTORIDADES PORTUARIAS ALCANZAN UN ACUERDO SOBRE EL NUEVO MUELLE PARA EL TRANSBORDADOR. En la otra cara, por encima del pliegue, había una fotografía y un texto: FLOTA DEDICADA A LA PESCA DEL PEZ ESPADA BATE EL RÉCORD DE CAPTURA EN UNA SOLA JORNADA CON 21 EJEMPLARES. Y al lado, en letras más pequeñas, se leía: «Un accidente de natación se cobra la vida de un bañista.»

Echó un vistazo al párrafo: «Robert Allen, que se encontraba de turismo en la zona, perdió la vida el pasado martes al verse atrapado por una súbita resaca mientras nadaba frente a South Beach a últimas horas de la tarde. La policía y el servicio de guardacostas supusieron que este comerciante de Nueva Jersey quedó físicamente agotado tras luchar contra la corriente y no logró alcanzar la orilla después de haber sido arrastrado a ochocientos metros de la playa.» A la detective le llamó la atención el dato de que el protagonista del suceso fuera de Nueva Jersey, pero su nombre era otro, de modo que pasó al siguiente. A continuación de esa noticia venía otra: EL CANDIDATO ELECTO DE TISBURY RECHAZA LA PROPUESTA DE MODIFICACIÓN DEL PROYECTO DE LEY.

Contempló la hoja por espacio de unos instantes y pensó: «a lo mejor hay algo en el interior», así que empezó a pasar rápidamente las páginas. Pero no halló nada que llamara su atención. Era el surtido habitual de noticias propias de la temporada estival; ya estaba familiarizada con el estilo de los periódicos de las localidades veraniegas de pequeño tamaño. Unas cuantas bodas, temas agrícolas, quién ha visitado a quién, prudentes cálculos acerca de cuántas garrapatas había entre la vegetación. Advertencias sobre la contaminación de los moluscos. Texto y fotos de la tarta de manzana que había ganado el concurso en la feria de Tisbury. La mezcla habitual de temas cotidianos.

Regresó a la primera plana y estudió la fotografía que acompañaba al artículo sobre la captura de peces espada. No tenía pie de foto. Se fijó en la composición y se preguntó: «¿será éste?». Los ojos de los pescadores parecían arder sobre el papel, mientras que el ojo muerto de uno de los ejemplares capturados destacaba creando un vivo contraste por lo apagado. «Es su estilo», pensó. Pero ella era impaciente, lo cual admitió que era una característica horrorosa para una persona que está realizando una búsqueda no específica. Pero hizo caso omiso de ello y volvió a dejar el periódico en la caja. Metió otra vez ambas cajas debajo de la cama y las dejó donde estaban antes.

Hasta el momento, nada.

Fue al cuarto de estar y vio el edredón tirado sobre un sillón. «Ahí es donde ha dormido esta noche —pensó—. Si es que ha llegado a dormir algo.» Advirtió que había un manojo de revistas en el suelo, alrededor del sillón. De modo que había intentado desconectar de las preocupaciones. «Bueno, pues estoy segura de que no le ha funcionado.» Se disponía ya a pasar a otra habitación cuando de pronto atrajo su atención algo que vio en la pila de revistas. Se volvió y las miró otra vez.

—¿Qué ocurre? —susurró—. ¿Qué pasa?

Se concentró en la única revista que estaba orientada hacia ella.

La miró atentamente, y a continuación se reprendió a sí misma:

—Está pasada de fecha. ¡Maldita sea, pon atención!

Se arrodilló junto al fajo de revistas y tomó un ejemplar de Life con fecha de seis meses atrás. Pareció quemarle las manos. Ya sabía lo que iba a encontrar dentro. Dejó que la revista se abriera sola y al instante vio de qué se trataba. El renglón le saltó a la vista: FOTOGRAFÍAS DE DOUGLAS JEFFERS. Observó la página y vio el gris granulado de una fotografía. Mostraba a un médico de urgencias mirando de frente a la cámara con gesto de agotamiento. La palpable sensación de cercanía entre la cámara y el objeto le produjo una fuerte impresión, y tuvo que alejar el papel.

«Ya sé lo que buscaba el fotógrafo.» Se imaginó al hermano médico sentado en el sillón, mirando aquellas páginas, intentando ver qué podían decirle aquellas fotos.

Esparció las revistas a su alrededor y buscó las fotografías que pudieran contener. Se le echó encima una explosión de rostros y formas que surgieron de aquellas páginas, pero ninguna de ellas le dijo nada que no supiera ya.

—Es muy bueno. Pero eso ya lo sabíamos. Ya sabíamos que era uno de los mejores.

«Pero ¿qué más hay que ver aquí?»

Por un momento experimentó la misma frustración que sabía que había sentido el hermano horas antes. «Hay mucho que ver, pero lo que revela es muy poco.» Cerró las revistas y las ordenó aproximadamente en la misma posición en que las había encontrado.

Se quejó amargamente:

—¡Encuentra algo!

Fue hasta el escritorio, a examinarlo, y encontró escrito: «Llave del apartamento de Doug.» Era tan obvio, que por un instante le costó entender lo que estaba viendo. Entonces su mano salió disparada, como si la manejara otra cosa que no era su mente consciente, y cogió el sobre. Palpó la llave que tenía dentro. Echó la cabeza atrás y reprimió a duras penas la exclamación de euforia que pugnaba por salirle del pecho. Se guardó el sobre en el bolsillo y acto seguido levantó las manos cerradas en dos puños por encima de la cabeza, como haría un atleta en el momento de la victoria. Pero la alegría se disipó al momento ante la necesidad de exigirse disciplina. «Domínate», pensó enfadada. Después, casi presa del pánico, se puso a mirar en derredor. «La dirección, necesito la dirección.» Buscó por toda la habitación y descubrió una agenda negra junto al teléfono. Se abalanzó sobre ella y la abrió de golpe. La dirección del hermano, el Upper West Side de Manhattan, destacó en tinta negra. Buscó un bolígrafo y un trozo de papel, pero no vio ninguno. Así que arrancó la hoja de la agenda.

Seguidamente, sintiéndose acalorada, se dirigió a la puerta principal de la casa, la abrió y, después de mirar atrás brevemente, salió del edificio. No podía pensar en nada más que la sensación de electricidad que irradiaba la llave robada que llevaba en el bolsillo.

Ya en la calle, frente al apartamento, se cruzó con una anciana que paseaba a un perrito protegiéndose del sol cada vez más alto con una sombrilla pasada de moda.

—Buenos días —la saludó la mujer en tono jovial.

—Un día precioso —contestó la detective Barren.

—Pero caluroso —dijo la anciana. Bajó la vista hacia el sheltie que jadeaba al extremo de la correa—. Días de perros —añadió—. Demasiado calor en verano y demasiado frío en invierno. Así es la vida.

Aquello era un chiste, y las dos mujeres sonrieron. La detective Barren se despidió de ella con un gesto de cabeza y cruzó la calle. Por un instante se sintió abrumada por la claridad del sol estival y por la conversación de rutina que había tenido con la anciana. Todo era normal. Todo era simple, ordinario; todo está en su sitio cuando los pájaros cantan, los niños juegan, la brisa sopla suavemente, la temperatura sube, una mujer pasea al perro. La normal Norteamérica de Norman Rockwell. Los sencillos ritmos y melodías de siempre.

Movió la cabeza en un gesto negativo y pensó en la disonancia que representaba lo que llevaba en el bolsillo. Se estaba acercando.

Pennington se difuminó poco a poco a su alrededor, y vio mentalmente las duras calles urbanas de su próximo destino.

Entró de nuevo en su coche, y pocos segundos después estaba en la carretera de camino a Nueva York.

La marea de discusiones que rodeaba a Martin Jeffers comenzó a menguar.

Había iniciado la sesión formulando a los «niños perdidos» una pregunta sencilla:

—Todos vosotros tenéis parientes; ¿qué pensáis que opinan ellos de vuestra conducta? ¿Tienen alguna relación con los delitos que habéis cometido?

Se hizo un silencio incómodo, y Jeffers se dio cuenta de que había tocado una fibra sensible. Y también se dio cuenta de que aquella pregunta, formulada de manera no del todo inocente, le había salido del corazón. Al instante se imaginó a su hermano, y entonces expulsó aquella imagen de su cerebro mientras escuchaba cómo iban desplegando sus recuerdos los miembros del grupo. Se produjo una oleada de negaciones, casi en masa, lo cual, como siempre, él consideró que quería decir justamente lo contrario. Se trataba de una fórmula muy simple: lo que los «niños perdidos» negasen con más vehemencia sería lo que más se acercara a la verdad.

Acto seguido esperó a que las voces fueran apagándose para poder interponer algún comentario que les sirviera a ellos como pie para continuar la discusión. Pero su atención iba y venía, y le costó trabajo concentrarse en cómo iba avanzando el grupo. Por suerte, los «niños perdidos» estaban muy activos y por lo tanto necesitaban pocos estímulos por parte de él. Jeffers se sorprendió a sí mismo lanzando miradas nerviosas a su reloj, anhelando que finalizara la sesión. Se preguntaba dónde estaría la detective.

—¿Sabéis algo muy curioso? —El que hablaba era Meriwether, con su vocecilla aflautada—. Cuando me detuvieron y me trajeron a este club de campo, mi mujer se cabreó más que yo. Quiero decir —expulsó el aire por las fosas nasales en una risa ruidosa—, estuve a punto de creer que iba a divorciarse de mí. Mierda, hasta me entró miedo de que me pegara un tiro. Claro que es el doble de corpulenta que yo; con que me hubiera arreado un par de…

Todos los hombres rompieron a reír al oírlo.

«¿Qué querrá? —se preguntó Jeffers—. ¿Arrestarlo?» Recordó su mirada glacial.

—Sigue —dijo por oficio.

—… Pero no me hizo nada. Lloraba y se retorcía las manos. E incluso cuando me llevaron los guardias, ella todavía lo negaba. Era como si creyera que la vecina a la que violé, no sé, me hubiera seducido ella a mí. Debió de creer eso. —Meriwether hizo una pausa y añadió—: Diablos, esa niña tenía sólo once años…

En aquella pausa momentánea, el cerebro de Jeffers trabajó a toda máquina. «¡ Él siempre me ha involucrado a mí! —pensó—. Yo siempre he formado parte de todo lo que ha hecho él. Siempre al borde, sin participar casi, pero conectado de todas formas. El siempre lo ha querido así. Y siempre se ha salido con la suya. Ésa es la prerrogativa de ser el hermano mayor. ¿Qué hermano pequeño se atreve a negarle algo al mayor?» —Era una tía de lo más raro. Ahora viene a verme dos veces por semana y pide para mí la condicional.

Recorrió el grupo con la mirada.

—¿Lo pide? —dijo una voz nada ingenua.

—Que alguien me lo explique —pidió Meriwether.

Jeffers pensaba sólo en unas palabras concretas: «un viaje sentimental». De repente se sintió invadido por un acceso de ira de lo más frustrante.

«¿Qué demonios había querido decir Doug con eso?, se preguntó a sí mismo, furioso. ¿Adónde habrá ido? ¿Qué sentimiento es el que hay en nuestras vidas? ¿Habrá ido a hacer una visita a la antigua casa familiar? Está justo en la puta carretera de Princeton. A lo mejor ha ido a ver la farmacia del viejo. Ahora es propiedad de una cadena comercial. ¡Pero para eso no tenía necesidad de salir corriendo! Entonces, ¿adónde se ha ido? ¿Qué quiere visitar? ¡Nunca me cuenta nada!»

Un millar de negros pensamientos inundaron el cerebro del doctor Jeffers.

Wasserman habló a toda prisa contestando a la pregunta de Meriwether:

—Mi madre es igual. Todas las semanas recibo un paquete de ella. No se creyó nada. Podría haber liquidado a cualquier tía debajo de sus narices, que ella se me habría quedado mirando y me habría dicho: «En fin, cariño, por lo visto te la has follado con demasiado ímpetu, porque le ha dado un infarto y se ha ido al cielo…»

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