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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (44 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Sacudió la cabeza en un gesto negativo.

«Doug no», pensó.

Entonces se le ocurrió una idea peor y se lo preguntó en voz alta:

—¿Por qué no?

Pero no pudo contestar a aquella pregunta.

Martin Jeffers se levantó y paseó un poco por su apartamento. Vivía en la planta baja de una casa antigua de Pennington, Nueva Jersey, una diminuta localidad situada entre las ciudades dormitorio de Hopewell y Trenton. Hopewell se encontraba justo al oeste de Princeton, y Martin Jeffers recordó con contrariedad que cada vez que alguien mencionaba Hopewell, aunque fuera el lugar donde se habían criado, su hermano siempre recordaba a cualquiera que lo escuchara que aquella localidad pequeña y soñolienta era famosa por una cosa: por ser el lugar en que habían raptado al hijo de Lindbergh.

El crimen del siglo, según creía Martin Jeffers.

Sintió frío y se acercó a la ventana. Apoyó la mano en la persiana y notó el calor de finales del verano. Aun así lo recorrió un escalofrío, de modo que bajó la ventana bruscamente y dejó tan sólo una rendija abierta.

Recordó que hallaron al niño en el bosque. El pequeño cuerpo en estado de descomposición.

Por un instante se preguntó si todos los estados marcarían su propia historia mediante crímenes. Se quedó perplejo al darse cuenta de lo mucho que sabía su hermano. Recordó a Doug hablar acerca del «asesino de Camden», que salió a la calle un caluroso día de principios de septiembre de 1949 y mató con toda calma a trece personas con una Luger que tenía de recuerdo de la guerra. Unos años atrás, Doug se sintió fascinado al enterarse de que su hermano solía ver con frecuencia a una persona que los periódicos describieron en una ocasión como un perro rabioso. Paseaba pacíficamente por los pasillos del hospital psiquiátrico de Trenton y llevaba más de veinticinco años siendo un paciente modelo, jamás discutía cuando llegaban los celadores con la dosis diaria de Thorazina, Mellaril o Haldol. Vitamina H, la llamaban los pacientes. El «asesino de Camden» siempre se tomaba la suya sin protestar. Sin proferir una sola queja.

A Doug siempre lo interesaron esa clase de cosas.

Martin Jeffers meneó la cabeza.

Sí, pero también al periodista de temas policiales del periódico de Filadelfia que acudió con objeto de escribir un reportaje sobre el hospital. Y luego vas y lo sueltas en todos los putos seminarios y convenciones a los que vayas. Mucha gente recuerda ese crimen.

Ahí radicaba el problema, pensó. A la gente siempre le fascinan los crímenes. Y era lógico que a su hermano lo intrigaran. Caramba, llevaba tanto tiempo persiguiendo policías y ladrones con su cámara, que era natural que sintiera interés.

Hizo una pausa en sus reflexiones. Pero las preguntas acudían.

Pero ¿hasta qué punto?

Volvió a negar con la cabeza.

Era absurdo.

«Conoces perfectamente a tu hermano», pensó.

Hundió la cabeza entre las manos.

No pudo llorar. No pudo sentir nada excepto una confusión inconexa.

«¿De verdad lo conoces?», se preguntó ahora.

Pensó en los hombres que formaban su grupo de terapia. De pronto se imaginó a su hermano sentado entre ellos. Después, también de repente, se vio a sí mismo en el mismo círculo.

Se apartó de la ventana, como si el hecho de pasear por la habitación pudiera cambiar la imagen que se había formado en su cerebro.

—¡Maldición! —exclamó en voz alta—. ¡Maldita sea!

Pensó en su padre y en su madre.

«¿Cómo pudiste quererlos?», pensó.

Recordó a su terapeuta. Tenía un cuadro abstracto en una pared del despacho, una reproducción de un Kandinsky, todo colores vivos, ángulos y formas con puntitos flotantes sobre un fondo blanco como la nieve. En la pared de enfrente colgaba un grabado de Wyeth, una imagen muda de un granero captado en tonos marrones y grises a la luz mortecina de últimas horas de la tarde. Realismo estadounidense. Siempre lo había desconcertado la yuxtaposición de aquellos dos cuadros, pero nunca consiguió preguntarle a la terapeuta por qué los había escogido y los había colocado en aquel sitio.

—Bien —le preguntó ella—, ¿quería usted a sus verdaderos padres?

—¡Trabajaban en un circo! ¡Eran un borracho y una puta! —explotó él, furibundo—. ¡Se abandonaron el uno al otro y después nos abandonaron a nosotros! Yo no tenía más de tres o cuatro años…, no los conocía. ¿Cómo se puede querer a algo o a alguien a quien no se conoce?

Ella no respondió, naturalmente.

Aunque él conocía la respuesta de todos modos.

«Es fácil. El cerebro fabrica algo para amar sirviéndose del más mínimo recuerdo de un contacto, un sonido, una sensación.» Luego pensó en el corolario.

«El cerebro también puede fabricar algo que odiar.»

Fue hasta una pequeña mesa ubicada en un rincón de lo que pasaba por ser el cuarto de estar y que en realidad era una habitación atestada de papeles, trastos, novelas en rústica, novelas clásicas, textos e informes médicos, revistas, un par de sillones y un sofá, un televisor y un teléfono. Recorrió sus cosas con la mirada. Son baratas, las magras pertenencias de una persona que lleva una vida magra. Echó un vistazo a la mesa de escritorio y vio un sobre metido bajo una esquina del secante. Llevaba escrito de su puño y letra: «Llave del piso de Doug.»

Se acordó de cómo su hermano le lanzó la llave con un gesto espontáneo. «Un viaje sentimental», dijo.

«Nada es accidental.»

Todo forma parte de un plan. De manera consciente o inconsciente. Cogió el sobre con la llave y lo sostuvo en la mano. Pero negó con la cabeza.

«Todavía no —dijo—. No estoy convencido. No estoy persuadido. No quiero entrometerme. Todavía no.»

—No.

Se dio cuenta de que aquel pensamiento era una mentira.

Entonces dejó el sobre de nuevo sobre el escritorio y se dio la vuelta para ir a sentarse en un sillón. Miró el reloj. Ya eran bastante más de las doce.

—Vete a la cama.

Se dejó caer en el sillón, sabiendo que no podría dormir.

Pensó en la detective.

Martin Jeffers intentó imaginarse las fuerzas que impulsaban a esa mujer. Pensó por un instante que era una persona pura, que su única motivación auténtica era hacer justicia. Aunque dicho empeño tomara la forma de la guerra, la venganza o la rabia, seguiría siendo un empeño honesto. ¿Incluso un asesinato?, se preguntó para sus adentros. No formuló una respuesta, pero la sabía: no se fiaría de nadie que ofreciera la otra mejilla. La psiquiatría moderna no reconoce ese altruismo carente de todo egoísmo.

Una vez más la detective se abrió paso hasta su conciencia. Vio su rostro serio, grave, irradiando una decisión que daba miedo, su cabello severamente recogido hacia atrás. Lo que resulta aterrador era el hecho de que no se comportaba como un hombre. Era una mujer. Debería estar tallada en granito, una persona de mediana edad, burocrática, con unas manos de campesina y una visión monocular del mundo. Pero la detective Barren vestía de seda y no calzaba zapatos sensatos, lo cual le daba todavía más miedo. Por regla general, las mujeres no persiguen a su presa por todo Estados Unidos; no se sienten motivadas por los absurdos y estúpidos egos del insulto y el ultraje, como les sucede a los hombres. Ellas tienen más mundo, son más comprensivas.

Sonrió y pensó que estaba siendo un tonto.

Lección primera del primer día en la facultad de medicina: No generalizar. No caracterizar.

Las palabras obsesión y compulsión saltaron a la vez al interior de su cerebro, pero se sintió momentáneamente confuso. Reflexionó sobre su hermano, sobre la detective, sobre sí mismo.

No era de extrañar, pensó entonces, que los antiguos griegos hubieran inventado a las Furias y que éstas fueran mujeres. Su recuerdo fue rodando por el mito y la fantasía. «Aunque quisiera ponerme una venda en los ojos, aún seguiría viendo.»

Martin Jeffers dejó la mirada perdida en la habitación, contemplando el reloj, asustado de la noche, aguardando la mañana, deseando con desesperación volver a la rutina de su vida: la ducha matinal, el café rápido, el viaje en coche hasta el hospital, la primera serie de rondas del día, las sesiones habituales con su grupo y después sus pacientes, que llamaban con timidez a la puerta de su despacho. Deseaba que todo volviera a la normalidad, a ser como era antes de lo que había sucedido aquel día. Se dio cuenta de lo infantil que era aquel deseo y sonrió para sí. Ojalá se encontrara otra vez en Kansas, en Kansas, en Kansas… Cerró los ojos y rió a medias ante aquella broma de la memoria, pero sabía que no iba a cambiar nada cuando volviera a abrirlos. «No existen las zapatillas mágicas, pensó; no sirve dar tres golpes con los talones.» De repente recordó la descripción que había hecho su hermano de su trabajo: Voy pisándole los talones al mal.

Se levantó, fue hasta un armario y extrajo de él un edredón de invierno. Se lo echó sobre los hombros y volvió a sentarse en el sillón. Apagó la brillante luz de la mesa auxiliar que tenía al lado y se quedó a oscuras, en silencio, deseando estar despierto, deseando estar dormido, atrapado entre ambas cosas, y cada una de ellas suponía una perspectiva igual de aterradora.

Fuera, en su coche, la detective Mercedes Barren vio apagarse la luz. Esperó quince minutos para asegurarse de que Martin Jeffers no salía del apartamento y después reclinó el asiento todo lo que dio de sí y se extendió por encima una delgada manta que se había apropiado de la habitación del hotel. Comprobó dos veces que las puertas estaban bloqueadas, pero dejó una ventanilla abierta para que penetrase el aire fresco de la noche. «Pennington —pensó—, es un lugar que goza de una seguridad absoluta, un lugar de familias, vecinos y barbacoas en el jardín.» Recordó la época del instituto en que visitaba aquellas calles bordeadas de árboles los fines de semana de fútbol. «El no lo sabe —pensó—; no sabe que yo también estoy en casa.» Se aflojó el cinturón y, tras una última mirada cautelosa al oscuro apartamento, se relajó y permitió que sus dedos jugaran con la culata de la nueve milímetros que descansaba sobre su vientre, debajo de la manta. Como siempre, el peso del arma le procuraba tranquilidad. Se sentía segura. Desechó el pensamiento que llevaba preocupándola durante buena parte de la noche. Sabía que era un miembro de la policía y que era algo muy malo que se convirtiera en una delincuente.

«Pero sólo será brevemente. Algo expeditivo.» Apartó aquella idea de su cerebro.

Entonces cerró los ojos a la noche.

Sin embargo, tuvo un sueño inquietante, repleto de incoherentes combinaciones de personas: su marido y Sadehg Rhotzbadegh, los hermanos Jeffers, sus jefes y su padre. Cuando, justo antes de que amaneciera, la despertaron los faros de un automóvil que pasaba, se sintió aliviada. Observó cómo se perdían en la luz gris los pilotos traseros del coche. Sólo consiguió distinguir la barra de luces azules y rojas en el techo, y por un instante se preguntó qué policía adormilado podía pasar sin ver a una persona sola que estaba dentro de un coche aparcado en una calle residencial. ¿Qué sentido tiene patrullar si uno no es capaz de ver cosas que se salen de lo común? Pero se alegró de que no la hubieran descubierto, aunque sabía que su placa y sus modales decididos habrían sido suficiente explicación.

Observo cómo desaparecían las luces rojas por una esquina a lo lejos. Destellaron un momento con mayor intensidad cuando el conductor pisó el freno y luego se perdieron de vista. La detective Barren se estiró y miró en derredor. Giró el espejo hacia ella y arregló su aspecto físico lo mejor que pudo. A continuación se agachó y buscó a tientas los termos de café y el bollo a medio comer que se había traído. El café estaba templado, pero era mejor que nada, de modo que se lo bebió lentamente intentando fingir que estaba ardiendo y era sabroso.

Vio que las ramas de los árboles iban dibujándose poco a poco en contraste con la claridad de la mañana. Primero un pájaro gorjeó sonoramente, luego otro. Las formas de las casas parecieron destacarse frías y desnudas conforme iba afianzándose el día.

Bajó la mano y se palpó el estómago en el lugar donde se encontraba la gruesa y redondeada cicatriz de la herida de bala, oculta bajo la camisa. El coche patrulla que pasó, el silencio que precedía al amanecer, todo ello desató sus recuerdos. Reflexionó sobre la experiencia de recibir un disparo. Todavía estaba oscuro, pero ocurrió muy cerca del final del cambio de guardia junto a la tumba. Había aspectos de todo aquello que aún seguían siendo un misterio para ella. Todo lo ocurrido parecía haber tenido lugar en otra esfera temporal; había partes que sucedieron muy deprisa, que transcurrieron a una velocidad vertiginosa; en cambio otras parecían ralentizadas, transformadas en un borroso movimiento a cámara lenta.

Ella había descubierto a los dos chicos.

Caminaban a paso rápido por la calle de enfrente, con una prisa y una decisión que resultaban eléctricas para cualquier agente de policía que tuviera más de unos minutos de experiencia.

—Esa pareja de ahí tiene que andar metida en algo raro —le dijo a su compañero. Los adolescentes iban calzados con unas zapatillas de plataforma elevada—. Llevan unas zapatillas que son lo más de lo más —agregó—, y a no ser que vaya a haber un partido ahora, a las cinco de la madrugada, del que nosotros no tenemos noticia…

Su compañero observó a los chicos durante unos segundos y asintió con un gesto.

—¿No hueles el B y E? —dijo, riendo—. Venga. Vamos a pararlos y entrar a saco.

Ella llamó por la radio:

—Central, aquí unidad catorce, cero, uno. Nos encontramos en el cincuenta y seis en la esquina de Flagler y la Veintiuno noroeste. Tenemos a la vista dos sospechosos en un dos-trece. Solicitamos refuerzos.

Siempre le había gustado la autoridad que adoptaba su voz cuando transmitía códigos al agente de patrulla. Por la radio no se oyó de momento nada más que estática, debido a que su compañero había efectuado un giro de ciento ochenta grados y había acelerado en pos de los dos chicos. Después la central respondió a su llamada y les dijo que los refuerzos ya estaban en camino.

Se encontraban sólo a unos metros de la pareja de adolescentes, que se habían girado al reparar en su presencia, cuando su compañero encendió las luces giratorias.

—Esto los despertará —dijo.

Y así fue. Ambos dieron un respingo y se quedaron parados en seco. La detective se fijó en que eran poco más que unos críos.

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