—¿Cómo te va, Fred? —le dijo.
—Bien, Merce. ¿Y a ti?
—Bien, supongo.
—Siento mucho la razón por la que estás aquí.
—Gracias, Fred. Te agradezco que me lo digas.
—Este es el cabrón, Merce. Frío como una piedra. No tienes más que entrar, y lo notarás.
—Eso espero.
Él le sostuvo la puerta abierta para que pasara. Hacía fresco dentro de la pequeña vivienda. Se oía el fuerte ruido del aire acondicionado; probablemente lo habían encendido los policías, se dijo. Aun así, sintió un escalofrío y dudó que se debiera al súbito cambio de temperatura.
A primera vista la casa parecía la típica de un estudiante. Las estanterías para libros estaban hechas de ladrillos de ceniza y tableros de pino, y soportaban filas y filas de volúmenes en rústica que pugnaban por hacerse sitio. El mobiliario se veía modesto y austero: un sofá cubierto con una descolorida manta india para ocultar un desgarrón en la tela, un par de sillones tapados con un plástico, una gastada mesa de madera marrón llena de quemaduras de cigarrillos. En las paredes había carteles turísticos de Suiza, Irlanda y Canadá, todos con fotos de bucólicos paisajes de un verde exuberante. La detective Barren lo registró todo en su cerebro, pero hasta el momento pensó que no aportaba nada.
—Bastante corriente, ¿no crees?
Se giró hacia la voz.
—Fred, enséñame algo que sea interesante.
—Es que tienes que fijarte un poco más. Observa la máquina de escribir.
Sobre la mesa marrón había una máquina de escribir con una hoja de papel en el carro. La detective se acercó y leyó lo que había escrito:
impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro
impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro
Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios
Dios Dios
Matar
He de lavar el mundo
—También hemos encontrado su caja de trofeos.
—¿Su qué?
—Su caja de trofeos.
—No ent…
—Perdóname, Merce, se me había olvidado de dónde vienes. —El detective hizo una pausa—. Por lo visto, este tipo guardaba cosas de sus víctimas, o por lo menos de algunas de ellas. En el armario había una caja de zapatos con un manojo de recortes de periódico acerca de todos los asesinatos, hasta el de tu sobrina. También había varios pendientes y una o dos sortijas. Vamos a ver, un zapato de mujer y unas bragas con manchas de sangre.
Pensó un instante.
—Es la típica caja que nosotros siempre rezamos para encontrar en estos casos. No sé si ahí dentro habrá algo que relacione a ese tipo sin duda alguna con todos los asesinatos, pero hay objetos suficientes para relacionarlo con alguno. Y eso quiere decir que está pillado por los cojones.
Ella lo miró.
—Eso espero.
—Créetelo. No hay ninguna duda. Lo jodido es que estoy seguro de que hay un par de delitos que ha cometido este cabrón de los que nosotros no tenemos noticia siquiera.
La rodeó con el brazo y echó a andar hacia la salida.
—No te preocupes. Este registro es legal. Y ahí están las pruebas. Lo más probable es que este tipo esté ya eludiendo toda responsabilidad. Lo único que debe preocuparnos es esa nota tan rara. Seguro que es un pirado. ¿Por qué no vas a verlo por ti misma?
—Gracias, Fred.
—No pienses en ello. No dudes en llamarme, a la hora que sea, si necesitas saber cualquier cosa.
—Te lo agradezco. Ya me siento mejor.
—Genial.
Pero no era verdad.
Se volvió hacia el teniente Burns, que la estaba aguardando fuera.
—Quiero ver a ese individuo. En persona.
Y se alejó de la casa sin mirar atrás.
En la oficina de Homicidios del condado, ella y el teniente Burns fueron acompañados a una estancia tenuemente iluminada en la que había un espejo bidireccional que daba a otra habitación. Estrechó la mano a varios policías más que estaban reunidos observando el interrogatorio en la estancia contigua. En un rincón había un hombre manejando una grabadora. Nadie dijo nada. Por un momento aquella escena le recordó los cientos de películas y series de televisión que había visto. Alguien le ofreció una silla y le dijo en voz baja:
—Sigue negándolo todo, y parece fuerte. Llevan ya dos horas con él. Yo le doy tal vez cinco minutos más, o cinco horas más. Resulta difícil de saber.
—¿Ha pedido un abogado? —inquirió ella.
—Todavía no. De momento, todo bien.
La detective Barren pensó en la nota escrita a máquina.
—¿Tiene antecedentes?
Hizo la pregunta al tiempo que miraba al sospechoso por primera vez. Era un hombre de baja estatura, musculoso, dotado de una constitución muy fuerte, como un boxeador o un luchador de peso ligero. Tenía el cabello negro y ondulado y unos ojos azul brillante, una combinación que a la detective Barren le resultó extrañamente inquietante. Le parecía que estaba en tensión; se fijó en cómo se le contraían los músculos del brazo. Pensó lo potente que debía de ser aquel brazo, y de repente visualizó el golpe corto y tajante del martillo, un instantáneo estallido blanco de dolor en medio de la nada oscura.
—Es un tipo extraño. Hace un minuto citó el Corán. Escucha.
La detective Barren se concentró en los tres hombres que se encontraban en la sala de interrogatorios. El detective Moore se encargaba de hacer las preguntas mientras que el detective Perry permanecía sentado y tomaba notas, pero la mayor parte del tiempo taladraba al sospechoso con una mirada dura e imperturbable, siguiendo con los ojos cada uno de los movimientos que realizaba éste, entornándolos mientras el interrogado pontificaba, se evadía o se salía por la tangente, entrecerrándolos con una expresión de amenaza y de maldad como si la falta de sinceridad lo estuviera poniendo furioso hasta el punto de llegar a la violencia. Cada vez que el detective se revolvía en su silla, el sospechoso se movía con inquietud. La detective Barren opinaba que era una actuación magistral.
—Dígame por qué compró las medias.
—Eran un regalo.
—¿Para quién?
—Para alguien de casa.
—¿Dónde está su casa?
—En el Líbano.
—¿Y el martillo?
—Para arreglar el coche.
—¿Dónde estuvo usted el ocho de septiembre?
—En casa.
—¿Lo vio alguien?
—Vivo solo.
—¿Por qué mató a todas esas chicas?
—Yo no he matado a nadie.
—Entonces, ¿cómo es que hemos encontrado en su casa un pendiente que pertenece a una joven llamada Lisa Williams? ¿Y qué me dice de unas bragas de color rosa manchadas de sangre, iguales que las que llevaba puestas Andrea Thomas cuando un cabrón la raptó del campus de Miami-Dade? ¿También eran para un regalo? Además, ha estado muy entretenido sacando recortes de los periódicos, ¿eh? Le gusta guardar artículos de periódicos, ¿no?
—¡Esas cosas son mías! ¡Son especiales! ¡No tenían derecho a tocarlas! ¡Exijo que me las devuelvan!
—Mira, hijo de puta, tú no puedes exigir nada.
—Usted es un demonio.
—Sí, puede ser, así que te veré a ti en el infierno.
—¡Jamás! Yo soy un verdadero creyente.
—¿Qué? ¿Uno que cree en el asesinato?
—En el mundo hay personas impuras.
—¿Las chicas jóvenes?
—Sobre todo las chicas jóvenes.
—¿Por qué son impuras las chicas jóvenes?
—¡Ja! Lo sabe de sobra.
—Dímelo de todas formas.
—No. Usted también es impuro. ¡Infiel!
—¿Sólo yo, o todos los policías?
—Los policías, todos los policías.
—Te gustaría pegarme un tiro, ¿verdad?
—Usted es un infiel. El Libro me dice que es santo matar a un infiel. El Profeta dice que es el camino que lleva al paraíso.
—Ya, bueno, pues el sitio al que vas a ir tú, amigo, no se parece mucho al paraíso.
—No significa nada. Es tan sólo la carne.
—Háblame de la carne.
—La carne es el mal. La pureza proviene del pensamiento.
—¿Y qué hay que hacer con la malvada carne?
—Destruirla.
—¿Cuántas veces has hecho eso?
—En mi corazón, muchas.
—¿Y con las manos?
—Esto es entre mi maestro y yo.
—¿Quién es tu maestro?
—Tenemos un único maestro, que reside en el jardín.
—¿Cómo lo sabes?
—Él habla conmigo.
—¿Con frecuencia?
—Cuando él lo ordena, yo le escucho.
—¿Y qué dice?
—Instrúyete en el estilo de vida del infiel. Aprende sus costumbres. Prepárate para la guerra santa.
—¿Cuándo empieza la guerra santa?
El sospechoso lanzó una sonora carcajada; se echó hacia atrás en su silla y abrió mucho la boca, dejando que sus gruñidos y sus resoplidos llenaran toda la estancia. Comenzaron a rodarle lágrimas por las mejillas. Siguió riendo por espacio de varios minutos sin que lo interrumpieran los detectives. La detective Barren escuchó las risotadas y tuvo la sensación de que le acuchillaban el corazón. Por fin el sospechoso se fue calmando poco a poco, hasta terminar por emitir alguna que otra risita ocasional. Entonces miró directamente al detective Perry y dijo en un tono de voz sereno, terrorífico:
—Ya ha empezado.
De repente Perry se levantó de la silla, se echó hacia delante y descargó ambos puños sobre la mesa que lo separaba del sospechoso. El ruido que hizo fue igual que un disparo, y la detective Barren vio que los hombres que la acompañaban se ponían rígidos.
—Una guerra contra las chicas jóvenes, ¿no es eso? ¿Y follarlas formaba parte del plan de batalla?
El sospechoso se quedó petrificado, mirando al detective.
Se hizo el silencio.
Cuando habló, lo hizo muy despacio, amenazante.
—Yo no sé nada de esas mujeres impuras.
Señaló al detective con un dedo.
—No pienso hablar más con usted.
De pronto el dedo cayó sobre un papel que el sospechoso tenía frente a sí. La detective Barren sabía que era un impreso de derechos constitucionales. El sospechoso comenzó a tamborilear con los dedos encima de él.
—No tengo por qué hablar con usted…
El dedo que tamborileaba sonaba igual que el tiroteo de una pistola de pequeño calibre.
—Quiero que esté presente un abogado.
El repiqueteo cobró intensidad.
—Nómbreme uno…
Los dedos se curvaron en un puño y golpearon la mesa.
—Conozco mis derechos. Conozco mis derechos. Conozco mis derechos. Conozco mis derechos. Conozco mis derechos.
Los dos detectives se pusieron en pie mirando malévolamente al preso.
—No me dan miedo —dijo él—. Dios está conmigo, y no temo en absoluto la justicia de ustedes, infieles. ¡Tráiganme a un abogado para que pueda hacer uso de mis derechos! ¡Para que pueda disfrutar de mis derechos! ¿Es que no me oyen? ¡Sadegh Rhotzbadegh requiere un abogado!
Los dos detectives salieron de la sala.
—¡Soy un verdadero creyente! —gritó él—. ¡Un verdadero creyente!
El sospechoso vio cómo se iban. A continuación se volvió hacia el espejo y levantó el dedo medio. La grabadora que funcionaba en silencio en el rincón captó otra carcajada, larga y estridente, antes de que la desconectara un policía que juró para sus adentros. La detective Barren se levantó y suspiró.
«Por lo menos —se dijo—, el hombre que había matado a Susan resultaba fácil de odiar.»
Y aquel pensamiento la consoló.
El tiempo transcurría alrededor de los sentimientos de la detective Barren.
Reanudó sus actividades cotidianas y desterró la detención del estudiante libanés a un lugar de prominencia disminuida. Lo pasó mal el día en que fue a la habitación de Susan en el campus a recoger todos los libros, los papeles y la ropa para enviárselos a su hermana. Se encontró con una carta de amor a medio terminar, dirigida a un muchacho llamado Jimmy, al cual no había conocido nunca, que estaba llena de la mezcla de efusiones típica de una jovencita que está dejando rápidamente atrás su infancia. Leyó la carta y la relacionó con un chico alto y desgarbado al que había visto en la iglesia durante el funeral, de pie al fondo, con actitud tímida, y después en el entierro, apartado a un lado, inseguro de cuál era su posición en medio de aquel dolor; sintiéndose violento, pensó la detective, igual que se había sentido ella en otra ocasión, ante la idea de estar viva, y horrorizada por la incómoda sensación de alivio que inunda a los jóvenes en los momentos de la muerte, como diciendo: Por lo menos mi vida continúa. La detective Barren leyó: «… No puedo esperar a que pase el año. A mitad del trimestre vamos a ir a las Bahamas a realizar un trabajo de laboratorio de una semana, tomaremos el barco de investigación y pasaremos una semana bajo el agua. Ojalá pudieras estar aquí para compartirlo conmigo. Pienso en esas últimas noches y en lo que hemos compartido…» La detective Barren sonrió. ¿Qué habrían compartido? Durante unos insumes de perplejidad abrigó la esperanza de que su sobrina hubiera llegado a conocer la pasión y el abandono auténticos, que se hubiera entregado plenamente al deseo. Ello mitigaría en cierto grado la violación que vivió en sus últimos momentos.
Después apartó la carta a un lado. Por alguna razón, le pareció que el hecho de leerla era injusto. Pero experimentó un placer momentáneo, como si durante el más breve de los instantes Susan hubiera sido, si no resucitada, al menos restaurada. Aquello le provocó un profundo sentimiento de culpa, de modo que se dedicó a empaquetar y dejó a un lado la carta y otras pocas cosas parecidas para entregárselas al muchacho desgarbado.
«Mantente ocupada», se dijo a sí misma.
Diez días después de la detención de Sadegh Rhotzbadegh llamó al detective Perry, de Homicidios del condado. Era la tarde de un martes, el día en que solía reunirse el gran jurado. Él se puso al teléfono enseguida y habló en tono de disculpa.
—Merce, perdona que no te haya llamado, es que he estado de lo más liado…
—No tiene importancia —repuso ella—. ¿Has ido hoy al gran jurado?
—Pues sí y no.
—Explícame eso.
—Pues sí, hemos ido al gran jurado y sí, esperamos tener hoy mismo la acusación de asesinato en primer grado. Pero no en el caso de Susan ni en otro más.
—No lo entiendo.
—Verás, el
modus operandi
es el mismo en los cinco homicidios de Dade y en uno del condado de Broward, en el centro de educación superior. El acusado estuvo haciendo allí un curso de técnico electricista. Sea como sea, en su casa tenía recortes de periódico de los seis asesinatos. Su grupo sanguíneo coincide con el de una de las muestras de semen halladas cerca del cadáver de Susan, pero con la otra no. Y luego está la cuestión de la edad en la muestra que sí coincide. El grupo sanguíneo de ese tipo es muy común, y no ha sido posible concretarlo mucho más. Lo más que ha podido hacer el laboratorio ha sido clasificarlo en una categoría del percentil veinticinco.