Retrato en sangre (2 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Viró para entrar en la calle Old Cutler y supo que la distancia que la separaba de la entrada del parque era de tan sólo unos cientos de metros. La noche parecía impregnar el follaje; las grandes melaleucas y los sauces escondían negrura en sus hojas y en sus ramas estirándose sobre la calle a modo de brazos envolventes. Experimentó la sobrecogedora sensación de que se encontraba completamente sola en el mundo, de que ella era una única superviviente que se dirigía a ninguna parte en mitad de una noche sin fin. Apenas distinguió las letras blancas y descoloridas del pequeño letrero que había a la entrada del parque. Se sobresaltó cuando pasó corriendo una zarigüeya por delante de las ruedas del coche y clavó los frenos, temblando de miedo por unos instantes, hasta que respiró aliviada al ver que el animal había esquivado los neumáticos. Bajó la ventanilla y olió el aire salado; los árboles que la rodeaban habían encogido de estatura, las palmeras gigantes que bordeaban la autopista habían sido sustituidas por el ramaje enmarañado y nudoso de los manglares junto al agua. La calle se curvó bruscamente, y supo que cuando emergiera por el otro lado podría ver la amplia extensión de la bahía de Biscayne.

Al principio creyó que era el brillo de la luna, que se reflejaba en las aguas de la bahía.

Pero no era eso.

Detuvo el coche de repente y contempló la escena que tenía ante sí. Lo primero que advirtió fue el ruido mecánico de unos potentes generadores. Un golpeteo rítmico y regular alimentaba tres bancadas de luces de gran intensidad. Los reflectores delineaban un trozo de escenario recortado en la penumbra, al borde del aparcamiento del jardín, poblado por decenas de policías uniformados y detectives que se movían con cautela por aquella luminosidad antinatural. En la orilla del escenario se alineaban varios coches patrulla, una ambulancia y unas cuantas camionetas blancas y verdes de investigación de la escena del crimen, con sus luces de emergencia azules y rojas que proyectaban repentinos destellos estroboscópicos de color sobre las personas que estaban trabajando dentro de los parámetros de los reflectores.

La detective Barren respiró hondo y se encaminó hacia la luz.

Estacionó el coche al borde de la actividad y echó a andar en dirección al centro, donde descubrió un grupo de hombres. Estaban mirando algo que quedaba fuera del campo visual de ella. Sabía lo que era, pero se trataba de una apreciación nacida de la experiencia, no de la emoción. Toda la zona había sido rodeada con una cinta amarilla de siete centímetros de ancho. Cada tres metros más o menos se había colgado de la cinta un pequeño cartel blanco que decía: «Escena del crimen — no pasar.» Alzó la barrera y se coló por debajo. Ese movimiento captó la atención de un agente de uniforme que acudió enseguida a cortarle el paso con las manos en alto.

—Eh —le dijo—, señora, no puede entrar aquí.

Ella lo miró fijamente, y él se detuvo. Bajó las manos.

Exagerando sus movimientos y caminando muy despacio, la detective abrió el bolso y extrajo su placa dorada. El agente le echó una rápida ojeada y se apresuró a apartarse murmurando una excusa. Pero su llegada había sido advertida por los hombres que ocupaban el centro de la escena, y uno de ellos se separó del resto y se acercó para interceptarla.

—Merce, por el amor de Dios. ¿No te ha dicho Wills que no vinieras?

—Sí —contestó ella.

—Aquí no hay nada que debas ver.

—¿Cómo diablos vas a saberlo tú?

—Merce, lo siento. Esto va a ser…

Ella lo interrumpió furiosa.

—¿Qué va a ser? ¿Duro? ¿Triste? ¿Trágico? ¡Qué crees que va a ser!

—Cálmate. Mira, ya sabes lo que ocurre aquí; ¿te importaría esperar unos minutos? Ven, vamos a tomar un café. —Intentó tomarla por el codo y llevársela, pero ella se zafó rápidamente.

—¡Suéltame, maldita sea!

—Sólo un par de minutos, y luego te daré un informe completo…

—No quiero un informe completo. Quiero verlo yo misma.

—Merce… —El detective extendió los brazos para no dejarle ver nada—. Por favor.

Ella respiró hondo y cerró los ojos. Luego habló en un tono tajante, sucinto.

—Peter. Teniente Burns. Dos cosas. Una: la que está ahí tumbada es mi sobrina. Dos: soy policía profesional. Quiero ver la escena yo misma. ¡Yo misma!

El teniente se detuvo y la miró.

—Está bien. No quedan más que unos minutos para que el forense termine la exploración inicial. Cuando la pongan en una camilla podrás pasar. Incluso podrás llevar a cabo la identificación personal, si quieres.

—No quiero hacerlo dentro de unos minutos, ni cuando la pongan en una camilla. Quiero ver lo que le ha sucedido.

—Merce. Por el amor de Dios…

—Quiero verlo —dijo Barren con autoridad.

—¿Por qué? Vas a hacer que resulte más duro.

—¿Y qué diablos sabes tú? ¿Cómo diablos va a resultar más duro de lo que ya es?

Detrás del teniente surgió de pronto un destello de luz. El teniente se dio la vuelta, y la detective Barren vio a un fotógrafo de la policía situándose y retirándose de nuevo.

—Merce, yo…

—Ahora —insistió—. Quiero verlo ahora.

—Muy bien —cedió el teniente, haciéndose a un lado—. Para ti la pesadilla.

Ella se apresuró a dejarlo atrás.

Entonces se detuvo.

Aspiró profundamente.

Cerró los ojos una vez para visualizar la sonrisa de su sobrina.

Respiró hondo una vez más y se aproximó con cuidado al cadáver. Pensó: «¡Acuérdate de todo! Grábatelo en el cerebro.» Obligó a sus ojos a escudriñar el suelo que rodeaba la forma que aún no podía mirar. Tierra arenosa y hojas caídas. Nada que pudiera conservar una buena huella de pisada. Con ojo entrenado, calculó la distancia entre el aparcamiento y el lugar donde yacía la forma…, porque aún se le hacía raro llamarlo cadáver. Veinte metros. Demasiada distancia para arrojarlo. Intentó pensar de manera analítica: había un problema. Siempre era más fácil si…, una vez más su pensamiento flaqueó, y vaciló mentalmente. La víctima era descubierta en el punto en que se había cometido el homicidio, porque invariablemente había alguna prueba física. Continuó examinando el suelo, oyendo la voz del teniente a su espalda:

—Merce, ya hemos examinado detenidamente la zona, no es necesario que…

Pero ella lo ignoró, se puso de rodillas y palpó la consistencia del suelo. Y pensó: «Si se le ha pegado a los zapatos algo de este material, podríamos buscar coincidencias.» A continuación, sin volverse a ver si el teniente seguía allí, dijo en voz alta:

—Tomad muestras de tierra de toda la zona.

Tras una pausa instantánea, oyó un gruñido de asentimiento. Prosiguió, pensando: fuerza, fuerza, hasta que llegó a donde estaba la forma. «Muy bien —se dijo a sí misma—; mira a Susan. Memoriza lo que le ha sucedido esta noche. Mírala. Mírale todas las partes del cuerpo. No te dejes nada.»

Y entonces levantó los ojos y los posó en la forma.

—Susan —pronunció en voz alta, pero en tono suave. Era consciente de que había otras personas moviéndose alrededor de ella, pero tan sólo de modo periférico. Se daba cuenta de que tenían caras, de que eran personas que conocía, colegas, amigos, lo sabía, pero sólo de la manera más subliminal. Más tarde intentaría recordar quién había estado allí, en la escena, y no lo conseguiría—. Susan —repitió.

—¿Es tu sobrina, Susan Lewis? —Era la voz del teniente.

—Sí. —Pensó un instante—. Lo era.

De pronto se sintió inundada por un calor intenso, como si uno de los reflectores se hubiera centrado en ella y la hubiera envuelto en un haz compacto de una fuerte luminosidad. Tragó una gran bocanada de aire, después otra, para luchar contra la sensación de vértigo. Le vino a la memoria aquella ocasión, años atrás, en que se dio cuenta de que le habían disparado, recordó que el tibio calor que sintió era la sangre que se le escapaba, y luchó con esa misma intensidad para impedir que los ojos se le pusieran en blanco, como si abandonarse a la negrura de la inconsciencia fuera a ser tan fatal ahora como lo habría sido entonces.

—¿Merce?

Oyó una voz.

—¿Te encuentras bien?

Otra voz.

Ella estaba paralizada.

—¡Que alguien llame a los bomberos!

Entonces consiguió mover la cabeza negando.

—No —contestó—. Pero me recuperaré.

«Qué tontería de respuesta», pensó ella misma.

—¿Estás segura? ¿Quieres sentarte?

No sabía con quién estaba hablando. Volvió a negar con la cabeza.

—Estoy bien. —Alguien la estaba lomando del brazo. Ella se soltó de un tirón—. Examínale las uñas —dijo—. Es posible que se haya defendido peleando. Puede que el sospechoso tenga algún arañazo.

Vio que el forense se inclinaba sobre el cadáver, le levantaba con cuidado una mano y después otra, y acto seguido, con ayuda de un pequeño escalpelo, raspaba suavemente el contenido que halló debajo de cada uña y lo introducía en una bolsa de plástico para pruebas.

—No hay gran cosa —comentó.

—Tiene que haber luchado como un tigre —insistió la detective Barren.

—Quizás el asesino no le dio la oportunidad. Presenta un trauma severo en la nuca. Un instrumento romo. Probablemente ya se hallaba inconsciente cuando le hizo esto. —El médico señaló la media enrollada alrededor del cuello de la joven. La detective Barren contempló durante unos instantes el tono azulado de la piel.

—Examine el nudo —le ordenó.

—Ya lo he mirado —respondió el médico—. Es un nudo cuadrado simple. Página uno del manual del
Boy Scout
.

La detective Barren observó la media. Deseaba desesperadamente desanudarla, poner cómoda a su sobrina, como si por el hecho de hacer que pareciera dormida pudiera conseguir que fuera verdad. Se acordó de un día, cuando todavía era pequeña, no tendría más de cinco o seis años. La perra de la familia había sido atropellada por un coche y había muerto. «¿Por qué se ha muerto
Lady
?», preguntó la niña a su padre. «Porque se le han roto los huesos», contestó él. «Pero cuando yo me rompí la muñeca el médico me puso una escayola y se me curó, vamos a escayolar a
Lady
», replicó ella. «Pero es que también ha perdido toda la sangre», explicó su padre. La niña que vivía en su recuerdo insistió con desesperación: «Bueno, pues se la volvemos a poner.» «Ay, pequeña —dijo su padre—, ojalá pudiéramos. Ojalá fuera tan fácil.» Y a continuación la envolvió con unos enormes brazos mientras ella sollozaba. Fue la noche más larga de toda su niñez.

Contempló el cadáver de Susan y anheló de nuevo aquellos brazos.

—¿Y qué me dice de las muñecas? —preguntó—. ¿Hay algún signo de ataduras?

—No —respondió el médico—. Eso nos indica algo.

—Sí —dijo una voz desde un costado. La detective Barren no se giró para ver quién había hablado—. Nos dice que ese cabrón la dejó fuera de combate antes de divertirse con ella. Lo más probable es que no llegara a enterarse de lo que le pasó.

La mirada de la detective Barren se detuvo un poco más abajo del cuello.

—¿Eso que tiene en el hombro es un mordisco?

—Es posible, sí —dijo el forense—. Habrá que mirarlo al microscopio.

Posó los ojos un instante en la blusa desgarrada de su sobrina. Susan tenía los pechos a la vista, y a ella le entraron ganas de cubrírselos.

—Busque trazas de saliva en el cuello —dijo.

—Ya lo he hecho —replicó el médico—. Y también en los genitales. Tomaré más muestras cuando lleguemos al depósito.

La mirada de la detective Barren recorrió todo el cuerpo, centímetro a centímetro. Una pierna estaba colocada encima de la otra, casi en un gesto de pudor, como si su sobrina hubiera mostrado pudor incluso en la muerte.

—¿Había en los genitales algún indicio de laceración?

—Ninguno que sea visible de momento.

La detective Barren hizo una pausa, intentando asimilarlo todo.

—Merce —dijo el médico con suavidad—, se parece mucho a las otras cuatro. La forma de la muerte, la posición del cadáver, el terreno donde lo han abandonado.

La detective Barren levantó la vista de golpe.

—¿Hay otras? ¿Otras cuatro?

—¿No se lo ha dicho el teniente Burns? Opinan que se trata del individuo al que los periódicos denominan «el asesino del campus». Pensaba que ya se lo habían dicho…

—No… —repuso ella—. No me lo ha dicho nadie.

Hizo una inspiración profunda.

—Pues encaja perfectamente. Es exacto… —La detective Barren dejó la frase sin terminar.

En eso, oyó a su lado la voz del teniente.

—Probablemente es la primera del semestre. Quiero decir, no podemos dar nada por seguro, pero la pauta general es la misma. Vamos a asignarle el caso a él, para que el grupo especial pueda trabajar en ello. ¿No te parece que eso es lo mejor, Merce?

—Sí.

—¿Ya has visto bastante? ¿Quieres venir aquí, para que te diga lo que tenemos y lo que no tenemos?

Ella afirmó con la cabeza. Cerró los ojos y se giró de espaldas al cadáver. Esperaba que a Susan la trasladaran pronto, como si el hecho de sacarla de la maleza y la suciedad pudiera devolverle algo de humanidad, aliviara la violación de alguna forma, disminuyera en cierto sentido la totalidad de su muerte.

Aguardó pacientemente junto a los coches que pertenecían a los especialistas en escenas del crimen y a los técnicos de pruebas. Eran todos personas que conocía bien, que hacían el turno de noche en la misma oficina en que trabajaba ella. Uno por uno, todos interrumpieron lo que estaban haciendo detrás de la cinta amarilla y fueron a decirle unas palabras o a palmearle el hombro o a apretarle la mano, antes de regresar a su labor. Al poco volvió el teniente Burns con dos cafés. Merce cerró las manos en torno al vaso de plástico que él le entregó, helada de pronto, aunque aquella noche tropical hacía un calor opresivo. El teniente contempló el cielo, que justo empezaba a clarear y a teñirse de una luz gris, señal del primer asomo de la mañana.

—¿Quieres saberlo? —le preguntó él—. La verdad es que, dadas las circunstancias, quizá fuera mejor que simplemente…

Pero ella se apresuró a interrumpirlo.

—Sí quiero saberlo. Todo.

—Bien.

El teniente comenzó pausadamente. Merce sabía que estaba intentando valorar, para sus adentros, si el hecho de compartir información con ella podría suponer un obstáculo para la investigación. Ella sabía que estaba sopesando si estaba tratando con una policía o con un familiar medio enloquecido. El problema, pensó, era que en realidad estaba tratando con los dos.

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