—¿Quieres conferenciar conmigo, Rhialto?
—Me siento disgustado con tu trabajo —dijo Rhialto—. Erraste la época en algo más de treinta años.
—¿Sólo treinta años en cinco eones? ¡Es una exactitud más que aceptable!
—No para mis propósitos. El Perciplex no está en la caverna. Unos mercaderes de Canopus lo echaron a la basura. Se te exigió que guardases el Perciplex, y ahora se ha perdido.
Sarsem meditó unos instantes, luego dijo:
—Fracasé en mi deber. No es necesario decir más.
—Excepto esto: a causa de tu fracaso, ahora tienes que ayudarme a localizar el Perciplex.
Sarsem se puso a discutir.
—¡Rhialto, eres ilógico! Fracasé en mi deber, es cierto. De todos modos, no hay ninguna relación entre esta idea y la idea no relacionada de que deba intentar localizar el artículo perdido. Espero que comprendas tu error, cuya naturaleza es fundamental.
—La relación es indirecta, pero real. Al fracasar en el cumplimiento de tu deber, has incurrido en una severa penalización. Esta penalización puede ser parcialmente expiada a través de tu ayuda en recuperar el prisma.
Sarsem reflexionó un momento, luego dijo:
—No me siento convencido; huelo sofistería en alguna parte. Por ejemplo: ¿quién aplicará la penalización? Estás desplazado cinco eones y ni siquiera eres real.
—Ildefonse es mi leal aliado; protegerá mis intereses.
Sarsem lanzó aquel curioso croar que, entre las criaturas de su raza, señalaba regocijo.
—Rhialto, tu inocencia es cómica. ¿No te has dado cuenta de que Ildefonse es el líder de la cábala contra ti?
—¡No es cierto! —exclamó Rhialto—. Te refieres a la ocasión en que, para disimular, se apoderó de mis piedras IOUN.
Sarsem miró a Osherl.
—¿Qué hay de verdad en eso?
Osherl meditó unos instantes.
—En estos momentos, Ildefonse echa fuego contra Hache-Moncour.
Sarsem se rascó su nariz violeta con una uña plateada.
—Oh, bueno, considerando la pequeña posibilidad de que Rhialto esté en lo cierto, no quiero que me acuse de falsedad. Rhialto, toma este pleurmalión; señalará un punto azul en el cielo directamente encima del Perciplex. Recuerda: en caso de cualquier investigación, por parte de Hache-Moncour por ejemplo, fue Osherl quien te lo proporcionó, no yo. ¿Queda esto claro?
—Completamente. Hache-Moncour ha llenado tu mente con tonterías. Si decides compartir su destino con la esperanza de conseguir puntos en tu compromiso, vas a tener que tratar con el Wiih.
Sarsem lanzó un pequeño croar consternado, luego exclamó con hueca jactancia.
—¡Te has sobrestimado! No me molestes más; el Perciplex me aburre; la versión actual servirá hasta que el sol se apague. En cuanto a ti, Ildefonse nunca se dará cuenta de ello cuando tú no regreses. Hache-Moncour lo está eclipsando ya en el poder.
—Y cuando yo regrese realmente con el Perciplex, ¿qué le pasará a Hache-Moncour?
Sarsem dejó escapar una risita.
—Rhialto, ¿no me he expresado con la suficiente claridad? Encuentra como quieras el Perciplex, consigue la gloria con tu hazaña, luego aposéntate como mejor puedas para gozar de los esplendores del decimosexto eón, porque nunca vas a poder vengarte de tus enemigos.
—¿Y qué hay de Osherl? —preguntó Rhialto fútilmente—. ¿No va a devolverme a Boumergarth?
—Pregúntale tú mismo.
—¿Y bien, Osherl? ¿Eres realmente tan propenso al desafío y la traición?
—Rhialto, creo que disfrutarás de tu vida en este eón escogido. Y al mismo tiempo que empiezas una nueva vida libre de preocupantes obligaciones y detalles insignificantes, puedes liquidar mi compromiso.
Rhialto sonrió con aquella sonrisa distante, casi siniestra, que tan a menudo había irritado a sus adversarios. Sacó de su mochila un objeto a rayas negras y rojas parecido a una larga y delgada serpiente.
—¡Un chug! —exclamó horrorizado Sarsem. El chug se enrolló en torno a Osherl, metió su cabeza en una de las orejas de zorro, emergió por la otra, y se ató en un apretado nudo en torno a la cabeza de Osherl. Luego, Osherl fue arrastrado hasta un árbol cercano y suspendido por la cuerda pasada por sus orejas, para quedar allí colgando y balanceándose a un metro del suelo.
Rhialto se volvió a Sarsem.
—A su debido tiempo me ocuparé de Osherl como se merece. Mientras tanto, me ayudará con lo mejor de sus capacidades. Osherl, ¿estoy en lo cierto en eso? ¿O debo emprender otras acciones?
La máscara de zorro de Osherl se lamió nerviosamente las fauces.
—Rhialto, te has tomado demasiado en serio mis bromas, y ahora flotan en el aire amenazas que no me merezco.
—Yo nunca amenazo —dijo Rhialto—. Con toda sinceridad, me siento asombrado por la temeridad de Sarsem. Ha juzgado muy mal la ira de Ildefonse y la mía. Su traición va a costarle un precio terrible. Eso no es una amenaza: es la afirmación de una realidad.
Sarsem, con una helada e insincera sonrisa, desapareció de la vista. Osherl pateó y agitó sus piernas sin conseguir otra cosa más que balancearse más intensamente. Exclamó:
—¡Tus palabras han sido demasiado para el pobre Sarsem! Hubiera sido mucho más considerado si…
—¡Silencio! —Rhialto tomó el pleurmalión—. ¡Sólo estoy interesado en el Perciplex! —Miró al cielo a través del tubo, pero las montañas que les rodeaban bloqueaban la mayor parte de la visión.
Rhialto lanzó a sus botas el conjuro del Andar Ligero que le permitía caminar por el aire, muy arriba o a ras de suelo, a voluntad. Osherl contempló todas sus operaciones con creciente inquietud. Finalmente exclamó:
—¿Y qué hay conmigo? ¿Cuánto tiempo debo colgar aquí para que los pájaros se posen en mí?
Rhialto fingió sorpresa.
—Oh, te había olvidado… Te diré solamente esto: no es agradable ser traicionado por uno de tus asociados.
—¡Por supuesto que no! —exclamó Osherl con entusiasmo—. ¿Cómo puedes haber interpretado tan mal una pequeña broma?
—Muy bien, Osherl; acepto tu explicación. Quizá puedas ayudarme un poco, después de todo, como facilitándome el regreso a Boumergarth.
—¡Naturalmente! ¡No hace falta decirlo!
—Entonces seguiremos como antes. —El chug dejó caer a Osherl al suelo y regresó a la mochila de Rhialto. Osherl hizo una mueca, pero volvió a la cáscara de nuez sin ningún comentario.
Rhialto saltó al aire; trepó a una altitud de seis metros, emprendió el camino hacia el valle a grandes saltos regulares, y el Hálito del Fader quedó atrás.
El valle se abría a una enorme llanura, que se distinguía sobre todo por grandes nubes de polvo y humo aposentadas sobre el horizonte septentrional. Mas cerca, allá donde las primeras colinas empezaban a brotar de la Llanura, Rhialto vio un cierto número de pequeñas granjas, cada una con su pequeño silo blanco, su redondo establo blanco y su huerto de árboles azules globulares. A un par de kilómetros al Oeste, un poblado de redondas casas color rosa gozaba de la sombra de un centenar de altas palmeras parasol. Los detalles del paisaje más allá eran como manchas de delicado color, hasta el horizonte, donde las cortinas de polvo y humo se alzaban ominosamente altas.
Rhialto se posó sobre un reborde rocoso y, tomando el pleurmalión, escrutó el cielo. Descubrió con alegría un punto azul oscuro sobre la bóveda zafiro del cielo septentrional, en la dirección general del humo y el polvo.
Rhialto volvió a meterse el tubo en el bolsillo, y entonces, a un centenar de metros ladera abajo, descubrió a tres muchachas recolectando bayas de unos arbustos. Llevaban chaquetillas negras sobre blusas a rayas, pantalones negros atados a las rodillas con cintas negras, calcetines negros y zapatos negros atados con borlas blancas a los tobillos. Sus rostros eran redondos; llevaban el pelo, muy negro, cortado recto sobre sus frentes. Rhialto pensó que no dejaban de ser atractivas, un poco al estilo de extrañas muñequitas.
Se acercó a ellas con paso digno, y se detuvo a una distancia de diez metros. Dispuesto en cualquier circunstancia a crear una favorable impresión ante los miembros del sexo femenino, siempre que su edad y su grado de vitalidad valiera la pena de ser tenido en cuenta Rhialto apoyó un brazo contra un tocón y colocó su capa de modo que colgara con un estilo casual pero espectacular.
Las muchachas, ocupadas en su charla, no se dieron cuenta de su presencia. Rhialto dijo con tonos melodiosos:
—Jovencitas, permitidme que llame vuestra atención aunque sólo sea por un momento. Me sorprende hallar unas bellezas jóvenes tan frescas dedicadas a un trabajo tan monótono, y entre arbustos tan molestamente recios.
Las muchachas lo miraron con la boca abierta, luego lanzaron pequeños grititos de terror y se quedaron paralizadas, demasiado asustadas para echar a correr.
Rhialto frunció el ceño.
—¿Por qué tembláis? ¿Tanto me parezco a un monstruo de maldad?
Una de las muchachas consiguió tartamudear:
—¡Señor Devoracadáveres, vuestra fealdad es impresionante! ¡Os rogamos que perdonéis nuestras vidas a fin de que podamos asombrar a las demás con nuestro relato!
—No soy un devoracadáveres ni un demonio —dijo Rhialto fríamente—, y vuestro horror no me halaga en absoluto.
La muchacha que había hablado se sintió algo más envalentonada.
—En ese caso, ¿qué clase de cosa extraña sois? —se atrevió a preguntar.
Una segunda muchacha dijo con voz maravillada:
—¡Es un pooner, o quizá un bohul, y podemos considerarnos muertas!
Rhialto controló su irritación.
—¿Qué tonterías son ésas? Sólo soy un viajero de una tierra lejana, no soy ni un pooner ni un bohul, y no pretendo haceros ningún daño. ¿Acaso nunca habíais visto un desconocido?
—Claro que si, pero nunca uno de aspecto tan severo, pese a llevar un sombrero tan cómico.
Rhialto hizo una tajante inclinación de cabeza.
—No tengo intención de modificar mi rostro, pero aceptaré de buen grado vuestro consejo acerca de un sombrero algo más a la moda.
—Este año todo el mundo lleva una graciosa «sopera» de fieltro —dijo la primera de las muchachas—. O al menos así es como lo llaman…, y el único color de moda es el magenta. Para la gente normal basta con unas simples orejeras azules, y un signo de casta en loza fina esmaltada es considerado como lo más atrevido.
Rhialto dio un apretón a la cáscara de nuez.
—Osherl, procúrame un sombrero de esta descripción. También puedes disponer una mesa con una colación de manjares tentadores para los gustos normales de esta época.
El sombrero apareció. Rhialto arrojó el viejo tras unos arbustos y se puso el nuevo y extravagante artículo, y las muchachas aplaudieron su aprobación.
Mientras tanto, Osherl había dispuesto una mesa llena con exquisiteces a un lado.
Rhialto hizo un gesto a las muchachas, señalando el lugar.
—Incluso las personas más desconfiadas se tranquilizan un tanto a la vista de viandas como ésas, y pequeñas cortesías y gestos de favor, de otro modo impensables, son rendidos de forma casi automática…, especialmente en presencia de esas finas pastas, rellenas con cremas y dulces mermeladas. Mis queridas jóvenes, os invito a compartirlas.
—Y luego, ¿qué nos pediréis a cambio? —preguntó la más cautelosa de las muchachas.
—¡Oh, déjalo! —dijo otra, mirando hacia la mesa—. El caballero nos ha invitado libremente a compartir su ágape; ¡tenemos que responder con idéntica libertad!
La tercera lanzó una alegre carcajada.
—¡Comamos primero, luego ya nos preocuparemos! Después de todo, él puede imponernos sus deseos cuando quiera, sin necesidad de darnos de comer primero, de modo que nuestras preocupaciones no conducen a nada.
—Tal vez tengas razón —dijo la primera muchacha—. De hecho, con este nuevo sombrero parece menos feo que antes, y me atrae ese paté de no sé qué cosa, de modo que adelante.
—Podéis disfrutar de vuestra comida sin ningún escrúpulo —dijo Rhialto con dignidad.
Las muchachas se dirigieron a la mesa y, al no descubrir ninguna conducta peculiar en Rhialto, devoraron con celo las viandas.
Rhialto señaló hacia la llanura.
—¿Qué son esas curiosas nubes en el cielo?
Las muchachas se volvieron a mirar como si nunca hubieran reparado en ellas.
—Esa es la dirección de Vasques Tohor. Sin duda el polvo es el resultado de la guerra que está teniendo lugar allí.
Rhialto miró la llanura con el ceño fruncido.
—¿De qué guerra se trata?
Las muchachas se echaron a reír ante la ignorancia de Rhialto.
—Fue originada por los duques Bohulic del Attuck Oriental; lanzaron a sus mercenarios en gran número contra Vasques Tohor, sin la menor piedad, pero nunca podrán vencer al Rey de todos los Reyes y sus Mil Caballeros.
—Es muy probable que no —dijo Rhialto—. De todos modos, por curiosidad, voy a ir hacia el norte y verlo por mí mismo. Ahora debo despedirme de vosotras.
Las muchachas regresaron lentamente a los arbustos, pero su entusiasmo hacia la recolección de bayas había desaparecido, y se pusieron a trabajar con dedos lentos, sin dejar de mirar por encima del hombro a la alta silueta de Rhialto que se alejaba a grandes saltos hacia el norte.
Rhialto avanzó un kilómetro, luego ascendió y siguió su camino por el aire hacia Vasques Tohor.
Cuando llegó al lugar de los hechos, la batalla ya había sido decidida. Los mercenarios de Bohul, con sus memnís y sus estrepitosas máquinas de guerra, habían conseguido lo impensable; en la llanura fineiana al este de Vasques Tohor, las Veinte Potencias del Último Reino habían sido destruidas; Vasques Tohor ya no podía seguir cerrando sus puertas a los duques de Bohul.
La trágica luz rojo melocotón de última hora de la tarde iluminaba una gran masa de humo, polvo, máquinas destruidas y cadáveres rotos. Legiones de rancio abolengo y grandes honores se habían visto diezmadas; sus estandartes y uniformes salpicaban el campo de color. Los Mil Caballeros, a lomos de voladores medio seres vivos, medio máquinas, procedentes de Canopus, se habían lanzado contra las máquinas de guerra de Bohul, pero en su mayor parte habían sido destruidos por rayos de fuego antes de poder causar ningún daño.
Las máquinas de guerra dominaban ahora la llanura: vehículos sucios y deprimentes que flotaban a veinte metros de altura, armados con Ruina Roja y lanzaarpones. Las tropas de asalto de Attuk Oriental se extendían por todas partes. No eran unas tropas dignas de ese nombre; no eran ni hermosas, ni organizadas ni aguerridas. Estaban formadas en su mayor parte por hoscos veteranos de muchos tipos y condición, que sólo tenían en común la suciedad, el sudor y las maldiciones. A primera vista no parecían más que un grupo de soldados de fortuna, carentes tanto de disciplina como de moral. Algunos eran viejos, barbudos y pálidos; otros eran calvos y gordos, o patizambos, o delgados como comadrejas. Todos iban sucios, con rostros más irritados que feroces. Sus uniformes eran improvisados; algunos llevaban casco, otros gorros de batalla con orejeras, otros protecciones empenachadas contra las armas arrojadizas, adornadas con las cabelleras cortadas de las jóvenes cabezas rubias de los Mil Caballeros. Esas eran las tropas que habían derrotado a las Veinte Legiones, agazapándose, ocultándose, luego atacando, fingiéndose muertas, luego atacando de nuevo, gritando de dolor pero nunca de miedo; los duques de hierro se lo habían hecho perder hacía mucho tiempo.