—Entonces debes llevarnos exactamente a cien siglos en el futuro, de modo que cuando Luid Shug despierte a la Edad de Oro estemos allí para poder reclamar nuestra propiedad.
Osherl quería discutir las cláusulas de rescate de su compromiso, pero Rhialto no le escuchó.
—¡Todo a su debido tiempo, cuando estemos de nuevo en Boumergarth, con el Perciplex en la mano!
—¿El Perciplex? ¿Eso es todo lo que deseas? —preguntó Osherl con evidentemente falsa cordialidad—. ¿Por qué no lo dijiste desde un principio? ¿Estás preparado?
—Por supuesto. Actúa con precisión.
El montículo y el solitario árbol habían desaparecido. Rhialto estaba de pie en la ladera de un valle pedregoso, en cuyo fondo ondulaba perezosamente un río.
Parecía ser por la mañana, aunque el cielo estaba cubierto. El aire parecía pegarse, húmedo, a su piel; hacia el oeste se veía la oscura cortina de la lluvia caer sobre un negro bosque.
Rhialto contempló el paisaje a su alrededor, pero no halló pruebas de que el lugar estuviera habitado: ningún muro, verja, granja, carretera, camino o sendero. Rhialto parecía estar solo. ¿Dónde estaba Osherl? Rhialto miró a uno y otro lado, irritado, luego llamó:
—¡Osherl! ¡Déjate ver!
Osherl avanzó unos pasos, aún con su aspecto de enano de piel azul.
—Aquí estoy.
Rhialto señaló el deprimente paisaje.
—Esto no parece la Edad de Oro. ¿Hemos avanzado exactamente cien siglos? ¿Dónde está Luid Shug?
Osherl señaló hacia el norte.
—Luid Shug está allá, en el lindero del bosque.
Rhialto extrajo el pleurmalión, pero el punto azul no podía verse en el cubierto cielo.
Acerquémonos un poco más.
Los dos avanzaron hacia el norte hasta el emplazamiento de la ciudad sagrada, para descubrir solamente un montón de ruinas.
—¡Ése es un terrible espectáculo! —dijo Rhialto, perplejo—. ¿Adónde han ido los dioses?
—Me dirigiré a Dene Gris y haré averiguaciones —indicó Osherl—. Aguarda aquí; regresaré con toda la información.
—¡Alto! —exclamó Rhialto—. Mi pregunta era meramente casual. Primero encuentra el Perciplex; luego puedes averiguar todo lo que quieras respecto a los dioses.
Osherl gruñó para sí mismo:
—Tú has haraganeado durante cien siglos sin que nadie te dijera nada, pero si yo paso un solo año en Dene Gris sólo oiré amenazas y recriminaciones a mi vuelta. Eso coarta cualquier iniciativa.
—¡Ya basta! —dijo Rhialto—. Sólo estoy interesado en el Perciplex.
Los dos se acercaron a las ruinas. Viento y lluvia habían actuado sobre las paredes del viejo cráter hasta que sólo quedaban unas pobres huellas. Los templos no eran más que escombros; los veinte dioses, tallados en mármol, se habían visto a todas luces erosionados hasta no ser más que unos pocos fragmentos caídos, con toda su fuerza perdida en el barro.
Rhialto y Osherl caminaron lentamente siguiendo los límites de la vieja ciudad, comprobando el pleurmalión de tanto en tanto, sin resultado.
Al norte el bosque estaba muy cerca de los antiguos parapetos, y en aquel punto captaron el olor a madera ardiendo. Miraron a uno y otro lado y descubrieron un tosco poblado de una veintena de chozas justo en el linde del bosque.
—Voy a hacer algunas averiguaciones —dijo Rhialto—; Sugiero que cambies tu apariencia; de otro modo pensarán que somos una pareja realmente extraña.
—Tú también deberás hacer alteraciones. Tu sombrero, por ejemplo, tiene la forma de una sopera puesta del revés, y púrpura además. Dudo que ésta sea la moda actual.
—Tienes algo de razón en lo que dices —admitió Rhialto.
Utilizando el aspecto de los temibles lavrentinos, con resplandecientes armaduras llenas de púas y rodelas y con cascos crestados con lenguas de fuego azul, Rhialto y Osherl se acercaron al poblado, que carecía de todo encanto y olía horriblemente.
Rhialto buscó la ayuda de su glosolario y llamó en voz alta:
—¡Los del poblado, atención! ¡Dos grandes lavrentinos se acercan; acudir a rendirles las debidas ceremonias de bienvenida!
Uno a uno, los habitantes del poblado fueron saliendo de sus chozas, bostezando y rascándose; pertenecían a una raza rechoncha y de largos brazos, con piel amarillenta y largo pelo lacio. Sus ropas estaban hechas de piel de ave, y el poblado evidenciaba pocas comodidades; de todos modos, en general parecían bien alimentados. A la vista de Rhialto y Osherl, algunos hombres lanzaron gritos de alegría y, tomando redes fijadas al extremo de. largas pértigas, avanzaron hacia ellos con siniestros propósitos.
—¡Retroceded! —gritó Rhialto—. ¡Somos magos! ¡Os advertimos: al primer signo de amenaza arrojaremos sobre vosotros un conjuro de gran aflicción!
Los hombres se negaron a escuchar y alzaron sus redes. Rhialto hizo una seña a Osherl. Las redes se doblaron hacia atrás, envolviendo y sujetando en apretadas bolas a aquellos que pensaban utilizarlas. Osherl agitó un dedo para arrojar lejos aquellas bolas, hacia el norte, hasta que desaparecieron de la vista en el cubierto cielo.
Rhialto miró al grupo que les rodeaba y se dirigió a una mujer de rostro plano.
—¿Quién es el jefe de este grupo repulsivo?
—Ése es Doulka, el carnicero y transportista —señaló la mujer—. No necesitamos jefe; esa gente come más de lo que le corresponde.
Un viejo de oronda panza y grises carnosidades que colgaban de su cuello avanzó unos pasos.
—¿Tiene que ser tan flagrante vuestro disgusto? —dijo con voz nasal—. Cierto: somos antropófagos. Cierto: hacemos un suculento uso de los extraños. ¿Es eso causa de tanta hostilidad? El mundo es como es, y cada uno de nosotros espera servir de algún modo a los demás, aunque sólo sea en forma de sopa.
—Nuestros talentos van hacia otro lado —dijo Rhialto —Si veo alguna otra red, tú serás el primero en volar por los cielos.
—No temas, ahora que conocemos tus preferencias —declaró Doulka—. ¿Cuáles son vuestras necesidades? ¿Tenéis hambre?
—Sentimos curiosidad respecto a Luid Shug, que en esta época hubiera debido despertar a una Edad de Oro. En vez de ello sólo vemos ruinas, barro y el hedor de vuestro poblado. ¿Por qué las cosas han ocurrido de esta forma tan lamentable?
Doulka había recobrado la confianza, e hizo un guiño a sus visitantes con aletargada complacencia. Empezó a entrelazar los dedos de sus manos, como por la fuerza de la costumbre, con una habilidad que Rhialto consideró interesante, incluso fascinante. Con un monótono tono nasal, dijo:
—El misterio que rodea las ruinas es más aparente que real. —Mientras hablaba, Doulka siguió tejiendo y destejiendo los dedos—. Los siglos pasaron, uno tras otro, y los dioses siguieron firmes en su sitio, de día y de noche. Pero finalmente sucumbieron a la mordedura del viento y de la lluvia. Se convirtieron en polvo, y su poder desapareció.
Doulka continuó haciendo trabajar sus dedos.
—La región estaba despoblada y las ruinas reposaron tranquilas. Los Dechados dormían su largo sueño en huevos de alabastro. ¡Jóvenes y doncellas de primera calidad madurando en sus sedosos capullos, ignorados por todos!
Los dedos de Doulka creaban extraños esquemas. Rhialto empezó a sentir una agradable lasitud, que achacó a los esfuerzos del día.
—¡Mis queridos amigos, veo que estáis cansados! —dijo Doulka—. ¡Me siento culpable por ello! —Fueron traídas tres sillas ceremoniales de caña trenzada, con el respaldo tallado representando contorsionados rostros humanos—. Sentaos —indicó con voz suave—. Descansad un poco.
El propio Doulka encajó sus enormes posaderas en una de las sillas, que crujió bajo el peso. Rhialto se sentó también, para permitir que sus agotadas piernas se relajaran un poco. Se volvió hacia Osherl y le dijo en el idioma del vigesimoprimer eón:
—¿Qué me está haciendo ese taimado y viejo diablo, que siento este torpor?
—Gobierna a cuatro sandestins de tipo inferior —respondió Osherl de forma intrascendente—: el tipo que nosotros llamamos «madlings». Tejen esquemas de cansancio en tus ojos, forzándolos poco a poco a cerrarse. Doulka les ha dado ya órdenes de que vayan preparando el festín.
—¿Por qué no has impedido esta traición? —exclamó Rhialto, indignado—. ¿Dónde está tu lealtad?
Osherl se limitó a toser, desconcertado. Rhialto le dijo:
—Ordena a los madlings que tiren de la nariz de Doulka hasta que alcance una longitud de medio metro o más, le instalen un doloroso divieso en la punta, y al mismo tiempo le pongan un buen forúnculo en cada una de sus nalgas.
—Como desees.
El trabajo fue realizado a su satisfacción.
—Ahora —señaló Rhialto—, y eso no tendría que decírtelo siquiera, ordena a los madlings que desistan de cualquier otro intento contra mi persona.
—Sí, muy bien. No queremos que Doulka tome represalias del mismo tipo.
—Luego les concederás a los madlings la libertad, y los enviarás a que sigan su camino, con instrucciones explícitas de no volver a servir nunca a Doulka.
—¡Un pensamiento generoso! —declaró Osherl—. ¿La misma instrucción se aplica a mí?
—Osherl, no me distraigas. Debo interrogar a Doulka, pese a sus nuevas preocupaciones. —Rhialto se volvió al agitado carnicero y habló en el idioma del poblado—: Acabas de recibir tu castigo por tu mala fe. En su conjunto, me considero generoso, así que dame las gracias y alégrate de ese hecho. Ahora: ¿seguimos con nuestra conversación?
—¡Eres un hombre irritable! —dijo Doulka con voz lúgubre—. ¡No pretendía hacerte ningún daño! ¿Qué más puedo decirte?
—¿Habéis explorado a fondo las ruinas?
—No estamos interesados en las ruinas, excepto en lo que se refiere a los huevos de alabastro que contienen para nuestro deleite.
—Entiendo. ¿Cuántos huevos habéis devorado?
—A lo largo de los años ascienden a cinco mil seiscientos cuarenta y uno. Ya quedan pocos.
—¿«Pocos»? —exclamó Rhialto—. A menos que yo haya contado mal, sólo queda un Dechado para instituir la Edad de Oro. Os habéis comido a todos los demás.
Doulka olvidó momentáneamente su nariz y sus posaderas.
—¿Sólo queda uno? Esa es una mala noticia. ¡Nuestros festines llegan a su fin!
—¿Qué hay del tesoro? —preguntó Rhialto—. ¿Habéis tomado gemas y cristales de las bóvedas de la ciudad?
—Por supuesto que lo hemos hecho, ya que nos gustan esas cosas: principalmente todas las gemas rojas, rosadas y amarillas. Las azules y las verdes traen mala suerte, así que las usamos para nuestros entretenimientos.
—¿Cómo es eso?
—Las atamos a las colas de los bogadils, de los saltarines ursiales o incluso de los manks, lo cual les impulsa a actos absolutamente cómicos de preocupación y vergüenza, haciendo que corran durante días por el bosque sin rumbo ni sentido.
—Hummm. ¿Y qué hay de un cristal luminoso azul con forma de prisma, más o menos de estas características? —intentó definirlo con las manos—. ¿Ha llamado tu atención un objeto así?
Doulka palpó melancólicamente su larga nariz.
—Creo recordar un objeto así, en un pasado no demasiado lejano.
Rhialto, todo amabilidad, preguntó:
—¿Te causa algún tipo de molestia tu nueva nariz?
—¡Oh, por supuesto, por supuesto!
—¿Y tus posaderas?
—Me duelen exquisitamente.
—Cuando me traigas el cristal azul que busco, tus aflicciones cesarán por completo.
Doulka lanzó un hosco gruñido.
—No es tarea fácil.
Rhialto no tenía nada más que decir, y se alejó con Osherl a una cierta distancia del poblado, donde Osherl estableció un confortable pabellón de seda azul oscuro. Sobre una gruesa alfombra roja y azul de intrincado diseño, Osherl preparó una enorme mesa de madera oscura tallada rodeada por cuatro sillas bajas con almohadones de terciopelo rojo oscuro. Fuera de la estructura preparó una alfombra similar y una segunda mesa, para las ocasiones en que el día fuera espléndido. Encima dispuso un dosel, y a cada lado situó un alto pedestal de hierro negro con una multifacetada lámpara.
Dejando a Osherl sentado en la mesa interior, Rhialto ascendió por los aires, más allá de la capa de nubes que cubrían el cielo y a una luz bermellón cargada con ásperos tonos azules.
Era mediada la tarde; el sol colgaba a medio camino en su descenso hacia el horizonte. La capa de nubes se extendía sin interrupción en todas direcciones hasta tan lejos como Rhialto podía ver. Miró por el pleurmalión, y descubrió con intensa alegría un punto oscuro colgando en el cielo en algún lugar al nordeste de donde se hallaba.
Rhialto corrió a toda velocidad por encima de las nubes y se situó inmediatamente debajo del punto, luego se dejó caer en vertical a través de la capa nubosa hacia el bosque de abajo. Finalmente alcanzó el suelo del bosque, donde efectuó una búsqueda rápida y superficial, sin hallar nada.
Al regresar al pabellón, Rhialto encontró a Osherl sentado en la misma posición que antes. Le describió sus actividades.
—Definitivamente, mi búsqueda carecía de precisión. Mañana ascenderás tanto como te sea posible con el pleurmalión y te situarás exactamente debajo del punto. Desde aquel lugar dejarás caer una cuerda con un peso atado a su extremo hasta que cuelgue sobre el bosque, y así espero encontrar el Perciplex… ¿Qué es ese salvaje gritar y ulular que se oye?
Osherl miró a través del faldón de seda de la parte delantera del pabellón.
—Los habitantes del poblado están excitados; gritan de entusiasmo.
—Curioso —dijo Rhialto—. Quizá Doulka, en vez de cooperar, haya considerado más sencillo cortarse la nariz… De otro modo no parece que tengan excesivos motivos para regocijarse. Espera, acaba de ocurrírseme otro pensamiento: ¿por qué el punto azul se halla tan arriba en el aire?
—No hay ningún misterio en ello: por simples razones de visibilidad a gran distancia.
—Oh, bien; pero seguramente algún otro tipo de señal hubiera sido mucho más efectiva: por ejemplo, una varilla de luz azul, visible desde muy lejos también, pero al mismo tiempo exacta en su emplazamiento en el extremo inferior.
—Con toda sinceridad, no comprendo los motivos de Sarsem, a menos que se haya tomado realmente las instrucciones de Hache-Moncour al pie de la letra.
—¿Oh? ¿Qué instrucciones son ésas?
—Mera broma, supongo. Hache-Moncour ordenó que el punto en el cielo se reflejara de una forma tan imprecisa que nunca pudieras dar realmente con el emplazamiento exacto del cristal, sino que fueras persiguiéndolo eternamente de un lado a otro como un estúpido loco intentando atrapar un fuego de San Telmo.