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Authors: Donald Kingsbury

Tags: #Ciencia-Ficción

Rito de Cortejo (39 page)

BOOK: Rito de Cortejo
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—¡Dios! —exclamó Hoemei, azorado.

Para la Reina de la Vida antes de la Muerte, el momento fue puro dolor. Nunca antes había odiado a una mujer, ¿y qué podía ser más doloroso que eso? Lentamente, se fue inclinando hasta que sus senos se posaron sobre el pecho velludo de Hoemei. Entonces le dio un último beso, un beso rápido mientras guardaba el recuerdo de su cuerpo en la memoria.

—Es una antigua amante tuya, ¿verdad? Déjala entrar. Yo me ocultaré. Ella estará fascinada contigo, y mientras la sujetas de espaldas a mí, me marcharé. —Humildad lo desmontó, recogió sus ropas rápidamente y se ocultó detrás de los tapices.

—Kathein, no estoy vestido —dijo él.

—¡Así es como quiero verte!

—Iré en un momento.

Hoemei se levantó y palmeó el tapiz, y de todas las cosas que podía haber hecho, eso fue lo que más agradó a la Liethe.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hoemei mientras Kathein entraba en la habitación.

—¡Tonto, te has vestido! —lo regañó ella.

—Estoy totalmente pasmado. ¿Qué haces aquí? ¡Aesoe nos pateará como si fuésemos alfombras!

Detrás de los tapices oz'Numae, Humildad hizo una mueca de fastidio.

¡Todavía no ha aprendido a manejar a Aesoe! ¿Aprenderá alguna vez?,
se preguntó la Liethe.

—Estoy cansada de hacer el amor con Aesoe —dijo Kathein con un mohín—. Le gusta dormir con la cabeza en mi pecho... ¡y ronca!

Una sonrisa irrumpió en la oscuridad del escondite. Humildad se preguntó por qué sonreía si se sentía tan angustiada, y por qué toleraba la agonía cuando tranquilamente podía sumirse en la Mente Blanca para controlar cualquier tipo de respuesta que desease expresar su cuerpo. Era amor. Le habían dicho que podía ocurrirle algún día, que les sucedía al menos una vez a todas las Liethe, y que si tenía suerte, para entonces ya sería vieja.

Humildad se sintió invadida por la exasperación.

¡Quieren que sepa por qué mato! ¡Y justo ahora me he enamorado!,
se reprochó. No le gustaba esto de crecer.

—¿Cómo va el clan? —preguntó Hoemei.

—¡Siempre tan intelectual! ¿Cómo va mi clan? —se burló Kathein—. Estoy rodeada de niños que deben aprenderlo todo de mí. ¡Me sorprende tanto su velocidad! Pero quiero estar con personas que ya han vivido. Os extraño a todos. ¡Odio a Aesoe por enviar a la muerte a Joesai! Dios del Cielo, ¡hubiese sido tan buen astrónomo! —Estaba llorando, y Hoemei la rodeó con sus brazos.

Humildad asomó la cabeza y le indicó que la llevase hasta los cojines. Él obedeció y la estrechó en un abrazo que despertó la pasión de Kathein. Humildad se marchó de puntillas con las ropas colgadas del brazo. Al pasar a su lado le sacó la lengua con insolencia y se detuvo lo justo para asustarlo, mirándolo con una expresión nostálgica en el rostro. De haber sido la esposa de Hoemei, se habría unido a ellos en la cama.

¡La moral!,
pensó con expresión sombría, y se marchó llorando en silencio, angustiada ante el desastre en que había acabado su último encuentro con Hoemei. Desde que tenía memoria, era la primera vez que no fingía que lloraba.

Humildad tomó el camino de la costa atravesando el Valle de los Diez Mil Sepulcros, una ardua travesía que nadie realizaba sin un propósito definido. Descubrió una gran proliferación de los extraños skrei rodantes, y consiguió que la transportasen algunos tramos a cambio de echarles una mano en las pendientes difíciles. Por todas partes había evidencias de los trabajos recientes. Un conquistador construye caminos. Eso decía el axioma.

Antes de llegar a Congoja, Humildad se desvió hacia el norte a través de las montañas. Iba en busca de un vigía de una torre de rayófono perteneciente al clan Moera, aunque no era un legítimo Moera, que trabajaba en la gran torre que se alzaba sobre la Cumbre de la Tristeza. Nadie le había ordenado ir por él, pero el hombre
vivía
en la ruta a Soebo y sobre él
pendía
una orden de ejecución.

Humildad encontró a Anid toi-Moera en la posada donde solía comer, la cual se asomaba sobre los altos riscos frente al mar. Ella aguardó y, después de cenar, lo siguió entre la bruma. Pero en el lugar perfecto para el asesinato, un sendero curvo entre enormes árboles que doblaban la altura de un hombre, Humildad vaciló.

¿Por
qué
tenía que morir? El maldito Enrejado de Evidencia daba vueltas en su mente.

La madre había dicho que había colaborado en la distribución de los escarabajos abominables y que aceptaba dinero por escuchar todos los mensajes que pasaban por su torre. Humildad no sabía nada más, ni quién lo acusaba ni cómo habían sido catalogados sus actos, sólo que estaba marcado para morir.

Y durante su reflexión, él desapareció.

Humildad durmió en el bosque, con el sonido de las olas que rompían más abajo, aturdida por lo ocurrido. ¡Claro! ¡Era
cierto
que una asesina no debía tratar de comprender los motivos de su misión! Bastaba una orden. La cacería y la muerte eran suficientes. Mostrar curiosidad provocaba una indecisión fatal.

Vestida con una túnica modesta y un velo, dedicó el siguiente día pleno a buscar nuevamente a Anid. En su mente, el Enrejado de Evidencia vacío era como sentir una mata espinosa bajo la piel. Antes de que un hombre fuese condenado, cada rama del Enrejado debía llenarse. ¿Quién lo había hecho por Anid? ¿Alguna anciana madre, muy lejos de allí, habría cumplido con las severas exigencias? ¿Qué distorsiones y engaños habrían afectado la decisión?

Encontró a Anid en el camino. Apenas lo vio, se acercó a él y le preguntó dónde podía llevar a remendar sus zapatos. El mostró curiosidad ante el hecho de que viajara sola. Ella le dijo que hacía mucho que ansiaba conocer el mar, y que estaba maravillada con el espectáculo. Él le sonrió. Trabajaba en una torre, le explicó, y conocía los mejores lugares para apreciar la belleza del océano. Por ejemplo, había un risco donde la luna tendía un sendero de luz sobre las aguas nocturnas. Ella le pidió por favor que la llevase allí haciéndole sentir que había pasado mucho tiempo sin compañía masculina, y que a pesar de ser recatada podía dejarse seducir por su gentileza.

Así que él la condujo hasta un escondrijo sobre los riscos, donde podrían estar a solas. Una vez allí se sentaron a conversar. Ella trató de sondear su parecer sobre los Stgal, los Kaiel y los Mnankrei, pero no logró averiguar nada. En lo que se refería a la hambruna, sus opiniones eran similares a las de miles de personas. No se mostraba ávido de poder o de recompensas. Parecía un hombre común, a quien le agradaba seducir a mujeres vagabundas. El Enrejado seguía estando vacío.

El lugar que él había escogido estaba cubierto de hierba, oculto tras un promontorio rocoso a sus espaldas y asomado bien alto sobre la playa. La pizarra estaba agrietada y desgastada por el tiempo, pero al igual que un bisabuelo que vigila su clan, era lo bastante dura para resistir los ataques mortales de las olas.

—Debes quedarte aquí conmigo. Entonces podrás ser hechizada por la luna que ilumina la noche —le dijo él.

—No dispongo de tiempo. —Humildad tiñó su voz de pesar, como pensando en los misterios que podían sobrevenir con la caída de la noche.

—Vamos, quédate un rato.

—¿Realmente quieres...?

—Me muero de deseo.

—Si de veras me quieres, es posible que me deje convencer.

—Seré dulce contigo.

—Soy muy inexperta —dijo ella dejando caer los párpados sobre el velo.

—No hay ninguna prisa. Después del atardecer la noche es larga.

—No. Debemos hacerlo ahora. Colócate de espaldas a mí. No hay nada más ridículo que una mujer desvistiéndose.

Él obedeció rápidamente, antes de que ella cambiase de idea.

—¿Prometes cerrar los ojos?

—Están cerrados.

La piedra se estrelló sobre su cráneo, aplastándolo. Humildad le tomó el pulso para ver si estaba muerto, y se sorprendió de ver cómo se aferraba a la vida. Entonces le torció la cabeza bruscamente y le rompió el cuello. La minuciosidad era la marca de una asesina superior. Al fin lo empujó por el borde del risco. Al subir había tenido cuidado de ir tras él pisando sobre sus huellas, de modo que pareciese que había venido solo. No dejó ningún rastro al marcharse, sólo los de su mente perturbada porque necesitaba algo más que fe. Humildad se sintió algo decepcionada al descubrir que, al final, no era más que un animal de costumbres.

Al volverse para observar el mar, vio que a cierta distancia había una nave con las velas desplegadas. A juzgar por su tamaño debía de pertenecer a los Mnankrei. Probablemente, si se ofrecía como compañera de un Amo de las Tormentas Mnankrei, podría abordar un barco que la llevase hasta el norte. Ya no quería caminar ni viajar en esas horribles carretas. Los barcos veloces la fascinaban, y allí tenía todo un nuevo océano para explorar.

Capítulo 41

La excelencia suprema en la guerra consiste en quebrar la resistencia del enemigo sin luchar.

Sun Tzu en
La fragua de la Guerra

Los Goei, un clan de carpinteros cuyos miembros solían dedicarse a la navegación, fletaron seis pequeños barcos. Sus naves de doble mástil eran fuertes, con hiladas de tingladillo que recorrían los costados para luego elevarse en una roda redondeada que sostenía un bauprés alto. Las embarcaciones eran de escaso calado para facilitar el acceso a los puertos menos importantes, ya que tenían prohibido atracar en los puertos Mnankrei. Los Goei conocían la costa brumosa de la isla de Mnank, así como un solapado ladrón conoce las ventanas de la comunidad más adinerada. Se encontraba a una semana de distancia con las mejores condiciones meteorológicas, a dos con las peores, y el viento no dejaba de soplar. En aquellas aguas septentrionales, dominadas por los Mnankrei, ellos hacían contrabando o se dedicaban a la ebanistería.

La costa de Mnank se retorcía en un bullicio cacofónico de tantas bahías que las flotas mercantes sólo empleaban las mejores. Era imposible patrullarlas todas. Los contrabandistas abundaban. Por lo tanto, la pequeña escuadra de Joesai atracó en una pequeña ensenada sin problemas, y el grupo se desplazó hacia Soebo atravesando unos paisajes de hermosa frondosidad. ¡En algunas partes el suelo estaba húmedo y cubierto de juncos en flor! Recorrieron los bosques de donde los Mnankrei extraían la madera para sus grandes barcos, hasta que al fin llegaron a las planicies donde comenzaron a encontrarse con los primeros granjeros.

Joesai avanzaba con cautela. En ocasiones sacaba el libro que Kathein le había entregado y reflexionaba sobre las dificultades de Aníbal, o volvía a leer los oscuros detalles de la marcha de Sherman a través de Georgia. Éste nunca maniobraba en una dirección que pudiese revelar su destino. A Joesai le agradó la estrategia, y la adoptó internándose por el Valle del Anhelo hacia Ciern en lugar de ir directamente hacia Soebo. Cuando acampaba ordenaba la construcción de un perímetro defensivo, a la manera de una legión romana cuando avanzaba por un territorio hostil. En todo momento establecía discretos contactos con la gente del lugar.

En cada aldea por la que pasaban, efectuaban una demostración del rifle perforando un saco de agua desde lejos. Joesai exigía deferencia hacia los sacerdotes, pero a cambio ofrecía respeto. Él y los diez hombres-dedos de su Concejo de las Manos explicaban que eran sacerdotes de un Concilio y que habían venido a investigar el origen del escarabajo aberrante. Los granjeros se alarmaban al escuchar que el extraño insecto portaba genes humanos. Era evidente que esto sólo podía haberse producido con la intervención de algún sacerdote, aunque pocos de ellos creían que los Mnankrei fuesen capaces de hacer de algo semejante. No obstante, la historia aflojaba las lenguas y Joesai pudo saber hasta qué punto eran impopulares los Mnankrei.

Aparte de su fascinación por
La Fragua de la Guerra,
libro que llevaba en un saco impermeable hecho con piel de bebé, Joesai también estaba leyendo el libro de Oelita en la edición publicada por Teenae en Kaiel-hontokae. Las incursiones biológicas de la Dulce Hereje lo enfurecían, pero ella no estaba tan equivocada cuando acusaba a los sacerdotes de no mantener un contacto directo con los clanes inferiores. La lectura le resultaba interesante porque ahora su vida dependía de la buena voluntad de estos clanes. Los campesinos que encontraban en el camino se mostraban favorables y respetuosos ante la disciplina Kaiel... pero si se enfadaban podían tornarse fatales.

La expedición de Joesai cogía lo que necesitaba de aquellas tierras, pero el grupo tenía órdenes estrictas de velar por que los granjeros fuesen compensados con trabajo. Por esto su marcha se detenía cada tanto para blanquear una granja, cavar un huerto, reparar un puente o colaborar en la recolección de una cosecha. Estos intercambios causaban cierta sorpresa, ya que para los campesinos era toda una novedad ver a los sacerdotes realizando trabajos manuales. A Joesai le agradaba trabajar con los techos de paja y cavar zanjas. No tenía ninguna prisa por llegar a Soebo, donde los Mnankrei superaban sus fuerzas en una proporción de varios cientos por cada uno de ellos.

Lo que aprendían durante las faenas estaba definiendo toda su estrategia. El descontento expresado por los clanes surgía de la Selección continua efectuada por los Mnankrei, lo cual era considerado un ataque a los derechos de procreación de los clanes establecidos. Cada vez que se abordaba el tema, Joesai avivaba el descontento utilizando uno de los argumentos de Oelita, aunque lo modificaba un poco debido a sus propios prejuicios. Durante las épocas de abundancia, la Selección era un sacrilegio y no podía justificarse con la consecución del kalothi porque éste no exigía la muerte de un hombre inferior, sino sólo que esparciese su semilla sobre suelos áridos.

Joesai se rió cuando se encontró reclutando conversos seguidores de la herejía de Oelita junto al fogón del campamento. No le parecía nada contradictorio que los Kaiel empleasen la Selección continua dentro de sus guarderías. Eso era diferente. Se basaba en una decisión interna del clan. El derecho consuetudinario sólo se aplicaba a los asuntos entre distintos clanes.

En una ocasión, para fomentar la rebelión, encabezó el ataque contra un templo local para liberar a una mujer que estaba siendo preparada para el Suicidio Ritual. En el templo sólo había cinco sacerdotes Mnankrei, y el único que fue lo bastante tonto para mostrar un cuchillo recibió un disparo certero en la pierna. Mientras Eiemeni vendaba la herida del viejo sacerdote, que se hallaba tendido en el suelo gritando de dolor, Joesai pronunció un discurso moralista ante los perplejos granjeros. En realidad, ni siquiera escuchaba sus propias palabras. Ya podía repetir de memoria los argumentos de Oelita. Disfrutaba al ver la impresión que causaba en aquella gente e imaginaba la mirada de Oelita si hubiese estado allí para presenciar su representación.

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