Taimera explicó a Oelita que, según indicaba una tradición oral, debía contarse con la promesa de veinte votos a favor y un análisis estadístico de la oposición para que fuese aprobado un proyecto. Como cada Kaiel se enorgullecía de su capacidad para profetizar, eran pocos los casos en que la presentación de una ley no era aprobada.
El ataque sobre los Stgal sería de una naturaleza muy simple. En forma clandestina, se distribuirían copias del documento de alianza entre los partidarios de Oelita. De ese modo sabrían que ella pedía su apoyo para un juego similar al Kol.
Algunos jóvenes Kaiel comenzarían a infiltrarse en la costa, reclutando distritos electorales. Al incorporar a un miembro de un clan costero, un Kaiel asumiría la responsabilidad de proteger a esa persona y, si llegaba a escasear la comida, de llevarle alimento o ubicarlo en los campos de refugiados, que ya se erigían a lo largo del camino, en el Valle de los Diez Mil Sepulcros. A cambio, el representado transfería su nombre de los registros de kalothi en el Templo de Congoja a los de Kaiel-hontokae, y juraba atenerse a las leyes de los Kaiel.
Oelita se sentía culpable de que los primeros en ser protegidos fuesen los suyos, pero Hoemei sólo se reía y decía que el primer deber de un Kaiel era el que afectaba a su propio distrito electoral. Era esa obligación lo que otorgaba vigor a los territorios gobernados por Kaiel. Cuando la gente de Congoja descubriese que los de bajo kalothi protegidos por los Kaiel estaban mejor que los de alto kalothi protegidos por los Stgal, estos últimos perderían su poder.
—¿Crees que mi gente estará dispuesta a realizar Contribuciones en vuestro templo? —Oelita no había logrado obtener ninguna concesión en lo que se refería al Suicidio Ritual.
—Estamos mejor organizados de lo que imaginas. Los primeros Kaiel que lleguen a la costa llevarán consigo un medio para exterminar a los escarabajos aberrantes. Para comenzar, se distribuirá entre las granjas que establezcan lazos con los Kaiel, y de ese modo también protegerán a sus vecinos. Taimera ha decidido trabajar con tu amigo Nonoep, procesando los alimentos profanos a gran escala. No será mucho en un principio, pero ayudará a mitigar la hambruna y tu gente será la primera en recibir la producción. No puedo garantizarte nada, sólo que estarán mejor con nosotros que con los Stgal.
—¿Qué hay de los Mnankrei? —preguntó Oelita. Hoemei sonrió.
—Tiene sus ventajas ser hermano de un asesino.
—¿Enviarás a Joesai a Soebo?
—Es Aesoe quien lo envía. —Hoemei mostró una sonrisa más amplia—. Hasta Aesoe comete errores, y yo estoy siempre atento para aprovecharme de ellos.
—Todavía temo a Joesai.
—Tiene su parte amable. Tú no le desagradas. Es un hijo de las guarderías y todos nosotros hemos sido desafiados por alguna forma de Rito Mortal. Eso marca tu alma. Él quisiera que tú fueras como él.
—¿No preferiríais abolir una crueldad semejante?
—Algún día... cuando la tierra se convierta en agua y el agua en tierra. —Lo cual significaba nunca—. El Rito Mortal es justo; brinda una oportunidad a tu kalothi y de ese modo te prepara para la Vida, que raras veces es justa.
Aesoe pasó por la mansión de los maran-Kaiel e invitó a Oelita a dar un paseo. La llevó a los jardines botánicos donde se cultivaban hermosas plantas profanas. Muchas de ellas tenían extrañas relaciones simbióticas con los insectos. Las flores que los atraían por su forma, su color y su perfume tenían un efecto similar sobre los humanos, quienes las cultivaban por su exotismo.
—¡Qué bellas son esas trompañil! —exclamó. Eran de un color violeta oscuro, con enormes trompas. Oelita recordó la estación de la trompañil, cuando las colinas sobre el Njarae se cubrían de un manto violeta. Las flores crecían en todo su esplendor bajo la húmeda brisa del mar.
Aesoe le habló de las infinitas variedades de insectos, un pasatiempo suyo, y ella se alegró de poder conversar con alguien que también era experto en la materia. Él se había especializado en observar al kaiel de ocho patas. Entre risas, Aesoe le contó lo perezosos que eran los kaiel, y cómo convencían siempre al puerco de tierra para que cavase sus madrigueras gracias a un perfume que estimulaba sus reacciones.
Allí, entre las flores, Aesoe la convirtió en Kaiel honoraria. Le confirió un poder electoral arbitrario de doscientos, y le otorgó el derecho de votar en relación con cualquier asunto que tuviera algo que ver con la costa. No le pediría que identificase a los miembros de su distrito electoral hasta que ella estuviese segura de que los Kaiel no habían traicionado su confianza.
Después la acompañó de regreso a la mansión, un camino largo e interesante que discurría entre colinas pobladas por majestuosas residencias. Aesoe coqueteó con ella, palmeándole el trasero y haciendo comentarios sobre su voluptuosidad.
—Tendrá que probar con los perfumes kaiel —dijo ella mientras lo cogía del brazo—. Las lisonjas no me seducen.
El Primer Profeta la dejó ante la puerta y se despidió, excusándose puesto que debía atender un asunto urgente, aunque en realidad recordó que probablemente Joesai se encontraría en casa. Cuando Oelita entró en el patio interior, se sentía más fuerte que nunca. Joesai estaba allí, ataviado con las vestiduras rituales de los sacerdotes. Ni siquiera eso la acobardó.
—Aesoe acaba de convertirme en Kaiel honoraria. Tengo un poder electoral de doscientos.
—¡Vaya! Ya está ese loco otra vez, desafiando la tradición. ¿Tú te consideras merecedora de semejante honor?
—¡Sí! —replicó ella ante el insulto—. ¿Tú votarás por el tratado de la costa?
—Lo haré, sí, pero con algunas reservas.
Teenae se había asomado al balcón y los observaba.
—¿Quieres dejar tranquila a Oelita, grandullón?
—¿Qué dejarás registrado en los Archivos? —insistió Oelita, observando atentamente su expresión.
—Creo que el programa será difícil de aplicar. Requiere que tú estés allí, y yo pronostico que no estarás.
Teenae notó la turbación de Oelita y saltó del balcón para atacar a Joesai con los puños. Él sólo la sujetó por las muñecas y la levantó en el aire. Seguidamente posó una mano sobre sus nalgas y la arrojó, con ropas y todo, a la alberca central. Teenae cayó salpicando agua en todas direcciones, mientras Joesai emitía una risa estruendosa que parecía salirle de los huesos.
De pronto, Oelita volvió a sentir miedo.
Y los que cayeron ese día, tanto hombres como mujeres, sumaron doce mil, toda gente de Ai. Josué no retiró su mano de la jabalina hasta que hubo destruido por completo a todos los habitantes de Ai. Así fue como Josué incendió Ai, convirtiéndola en ruinas, tal como puede verse hoy día. Y colgó al rey de Ai de un árbol hasta que llegó la noche; y al ocultarse el sol, cumpliendo una orden de Josué, bajaron el cuerpo y lo arrojaron ante las puertas de la ciudad. Luego lo cubrieron con una gran pila de rocas que se alza allí hasta el día de hoy.
Fragmento de
La Fragua de la Guerra
Los rumores sobre el cristal de Oelita se esparcieron por Kaiel-hontokae como el fuego por las malezas del desierto.
¡Era una mirada en el Corazón de Dios! ¡Era una mirada en el Infierno! ¡El Dios de los Cielos había roto Su Silencio! Las conversaciones más serias versaban sobre un juego llamado Guerra.
Oelita había escuchado a Teenae susurrándole a Hoemei algo acerca de ciudades consumidas por la violencia, en estallidos de luz y retemblores de trueno. En las calles oía voces apasionadas que hablaban de clanes asesinos, enfrentados a otros en miles de disciplinadas filas, que mutilaban brazos, piernas, cabezas y cuerpos con largos cuchillos, mientras se protegían detrás de sus escudos.
Por más que trataba de no prestar atención, los rumores se filtraban hasta ella como el agua pasa por una grieta en un muro de contención. Oelita se encogió de hombros. A pesar de ser tan mundanos, los Kaiel seguían siendo un clan supersticioso.
Con actitud desafiante, aceptó el reto de Joesai en las vísperas de la gran fiesta. Estaba cansada de que la tratase como a una niña que todavía creía que los asaltantes gruñones de las flores fei eran capaces de comerse un pulgar. Por lo tanto, llegó al taller de física de Kathein vestida con ropas de etiqueta. Teenae, que había insistido en ser su guardaespaldas, llevaba puesto un pantalón confeccionado con radiantes vientres de salóptera, y un ancho cinturón hecho con el cuero de su abuelo. La franja rasurada de su cabeza estaba adornada con joyas. Detrás de ella, asomaba Joesai vestido de ébano, plata y cuero.
Entraron. Joesai las condujo hasta una cámara abovedada que parecía la misteriosa guarida de un mago, atendida por tres sudorosos hechiceros. Oelita observó los anaqueles. Unos insectos, atrapados en jaulas de vidrio, la miraron con sus diminutos ojos rojos. Un ventilador giraba como las alas de los escarabajos en migración. Con movimientos delicados para no alterar la quietud del lugar, Kathein llevó a Oelita hasta donde estaba la Voz Congelada de Dios, sujeta por unos dedos metálicos de los cuales brotaban tentáculos de alambre. Había luces y lentes, y el cristal estaba montado frente a los grandes fuelles que creaban la imagen en argentógrafos.
Kathein pidió silencio mientras maniobraba con movimientos rápidos. Después de esperar unos momentos, extrajo una placa de vidrio envuelta en un papel negro.
—Partes de tu cristal contienen imágenes además de palabras —le dijo a Oelita—. ¡Koienta! —llamó a un criado—. Revela este argentógrafo. Pronto tendré que partir. Debo vestirme para la fiesta.
Koienta se inclinó ante Oelita.
—Gracias de parte de todos por preservar el cristal —dijo mientras pasaba junto a ella, rozando los anaqueles de ojos rojos embotellados. Su mirada estaba fija en la placa que llevaba en las manos. Era de aquellos que creían en cada detalle del dogma que les habían enseñado. Oelita se sintió incómoda.
Mientras Kathein manipulaba el artefacto preparando una nueva placa de vidrio, explicó amablemente sus súplicas a Dios. Oelita la escuchó sin tratar de comprender algo que carecía de toda lógica. Joesai sonrió, convencido de que estaba impresionada. ¡Los ignorantes siempre creían tener la razón!
Mucho después, cuando Koienta trajo el argentógrafo impreso, Kathein observó el papel con destellos de consternación en el rostro. En silencio, se lo pasó a Oelita mientras Teenae estiraba el cuello para ver y Joesai las observaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó Teenae.
—¡Dios nos ha estado hablando en el día de hoy! —exclamó Kathein.
Oelita vio la imagen fija de dos cadáveres descompuestos, colgados con alambre de púas sobre el lodo. Debajo había una inscripción que con números claros y palabras casi legibles, rezaba:
Dos de los 150.000 que murieron en el Cerro Vimy, 1916.
¿De dónde podía haber venido una imagen semejante? Oelita escudriñó su mente, sus recuerdos, su lógica... pero no encontró nada. Era como pisar un sitio conocido en la oscuridad, esperando hallar la dureza de la piedra, y no encontrar nada. La caída era vertiginosa.
—En tu cristal hay 250.000 palabras y 1.000 imágenes. Todas como ésta —dijo Kathein mientras se los llevaba de allí. Los tres esperaron mientras ella se vestía. Oelita no pronunció palabra. Complacido consigo mismo, Joesai no necesitaba saber su opinión. Teenae seguía aterrada después de echar aquel primer vistazo a través de los Ojos de Dios. El silencio sólo fue interrumpido por los pasos de Kathein que bajaba la escalera. Apareció engalanada con azules brillantes y sedosos, los senos al descubierto y la filigrana de una máscara incrustada en las nobles cicatrices de su rostro.
Juntos se dirigieron al Palacio. El salón de baile estaba lleno de alegres Kaiel, quienes adoraban las fiestas temáticas. Aunque no se supiese mucho al respecto,
La Fragua de la Guerra
era un tema excelente.
Los músicos llevaban atuendos copiados de los argentógrafos, con yelmos de papel maché pintado, uniformes llamativos y petos de bronce. El barón von Richthofen tocaba el oboe vestido con un uniforme rojo, una cruz negra sobre el pecho y gafas rojas que ocultaban casi todo su rostro marcado. Aquiles, adornado con laureles, afinaba las cuerdas de su instrumento elipsoidal. Hitler y Stalin, con pantalones a rayas en negro y amarillo, aporreaban los tambores.
En la entrada principal, unos Guardias del Vaticano vestidos de verde brillante y con alabardas enhiestas protegían la llegada de los toneles de whisky. Entonces, por el otro lado del salón, entró con su armadura el samurai Takeda Shingen, alias Aesoe. Sujeta al cinturón llevaba una daga tan larga que su punta casi se arrastraba por el suelo. En la mano sostenía una vara con un estandarte amarillo y celeste donde, en forma vertical, podía leerse: «rápido como el viento; silencioso como el bosque; impetuoso como el fuego; firme como la montaña».
Muy perturbada, Oelita se acercó a una mesa donde había una pila de argentógrafos, cada uno con lo que se había podido traducir de él. Con gran dificultad, comenzó a leer una página acudiendo a la traducción cada vez que llegaba a un pasaje incomprensible. En una ocasión tuyo que consultar con los lingüistas del lugar para desentrañar las extrañas estructuras gramaticales.
Pensando que sólo había uno (asesino), se acercó con el agua. Cuando se hubo internado entre los matorrales vio que eran unos veinte hombres, y todos mostraban el mismo estado (repulsivo). Sus rostros estaban completamente quemados, tenían las cuencas de los ojos vacías y el líquido de sus ojos deshechos chorreaba por sus mejillas. Debían de haber tenido los rostros vueltos hacia arriba cuando (se encendió el fuego solar); tal vez eran personal de (planeadores a motor). (De
Hiroshima,
John Hersey)
Oelita cogió otra de las hojas.
Les ordenaron que se despojasen de sus (instrumentos para matar) y luego fueron (masacrados sin propósitos alimenticios). Sólo la vida del Califa se preservó como obsequio para Hulagu (sacerdote asesino) quien hizo su entrada en la ciudad y en el palacio en (el quinceavo ciclo de sueño, del segundo ciclo lunar, en el año de Riethe). Cuando el Califa hubo revelado (a fuerza de dolor) a (el ganador del juego de guerra) dónde ocultaba su tesoro, él también fue muerto. Mientras tanto (las masacres sin propósitos alimenticios), continuaban por toda la ciudad. Tanto los que se rendían rápidamente como los que peleaban eran (asesinados). Las mujeres y los niños perecían junto a los hombres. En una calle lateral, un mongol encontró a cuarenta bebés recién nacidos cuyas madres estaban muertas. Movido por la piedad los (mató), sabiendo que de todos modos no lograrían sobrevivir sin la leche de sus madres. En cuarenta días unos ochenta mil ciudadanos de Bagdad habían sido asesinados.