Cuando Oelita mostró cierta curiosidad por las «máquinas», Noé la llevó a que conociera otro lugar. Esta esposa de sus amantes era incansable. Juntas recorrieron media ciudad a pie hasta llegar a una pequeña sacristía, que estaba oculta tras unos pórticos de hierro. Finalmente, un amigo de Gaet aceptó llevarlas al subsuelo.
A Oelita le pareció que el objeto sagrado, protegido entre cojines, no era más que otra superstición. Su estructura estaba doblada y cubierta de sarro. Parecía que hubiese dado cobijo a una colonia de criaturas marinas, y que luego hubiese sido pescado entre las olas, aplastado y quemado.
—Otra piedra sagrada —dijo Oelita con cierto tono de ironía en la voz.
—¿Has oído hablar de la herejía Arant? —le preguntó Noé.
—No conozco la versión de los Arant.
—Aseguran que fuimos creados por máquinas.
—Un origen tan lógico como caer de una estrella.
—Ésta es una de esas máquinas. Es muy, muy antigua. Un útero no biológico.
Oelita sólo sonrió.
Noé no pareció ofenderse. Era consciente de que el objeto no era nada impresionante.
—¿Quién sabe cómo era realmente? Fue recuperado muchas generaciones después, de un edificio incendiado durante el Juicio. Joesai quería que la vieses. Piensa que tu educación es deficiente.
—Joesai es un hombre supersticioso.
—Acepta la palabra de muchos grandes sacerdotes. ¿Has oído hablar de Zenei?
—No.
—Zenei dedujo las funciones de esta máquina con la única ayuda de sus restos; una tarea nada fácil. Los componentes de carbono han desaparecido hace mucho.
—Afortunadamente para Zenei. —Oelita no ocultaba su escepticismo.
—Aprendimos a reproducir la función de esta máquina.
—No es verdad. Tu máquina no es más que una mujer genéticamente modificada.
—El resultado final es el mismo —replicó Noé con frialdad.
—¿Entonces eres partidaria de los Arant? ¿No crees en el Dios de los Cielos?
Su aguijón tuvo éxito.
—¡Los Arant se equivocaban! —exclamó Noé furiosa—. Negaban la Concepción Original. Incluso con una máquina como ésta, la concepción es necesaria. Sabemos que Dios
existe justamente
porque esta máquina formaba parte de Él.
—¿Ella ha muerto y Sus partes están esparcidas? ¿Un Dedo aquí, un Útero allí? —preguntó Oelita con sarcasmo.
Noé suspiró. ¿No existía algún método rápido para tratar con la ignorancia?
Regresaron al ajetreo de Kaiel-hontokae, limitando su conversación a los hombres y el sexo. A medida que se apagaba el crepúsculo rojo comenzaban a encenderse las antorchas, y tanto Noé como sus amigos decidieron que era hora de ir a escuchar los Salmos. Llevaron a Oelita a través de unos puestos donde podía comprarse cualquier cosa. Eran artistas que exhibían sus trabajos y que se ofrecían a grabar cualquier diseño en la piel. Un ebanista cepillaba y lustraba la madera mientras vendía objetos, un alfarero bromeaba con el tejedor de alfombras, y los og'Sieth confeccionaban ornamentos o instrumentos de metal. Oelita se apartó de los demás para observar a un hombre que fabricaba cubas de electrones, iluminado por una lámpara eléctrica que proyectaba un reflejo amarillento desagradable. Noé y su amigo tuvieron que sacarla de allí.
Llegaron al anfiteatro antes de que se iniciaran los Salmos, y se sentaron bajo las estrellas en unos bancos tallados en la roca. La muchedumbre parecía de muy buen humor. Los hombres galanteaban con mujeres a las que nunca antes habían visto, y éstas coqueteaban con ellos. Los niños estaban callados. La gente llegaba exhibiendo sus galas.
—Mira. ¡Allí está Saeb! —Saeb se quitó el yelmo y sonrió a aquellos que lo habían reconocido.
Un grupo entró por abajo y ocupó los asientos reservados. Se escucharon unos acordes a modo de bienvenida.
—El grupo de Aesoe —susurró Noé a Oelita—. Tu protector. ¡No podrías tener un aliado más poderoso! Se me ha ordenado que te presente ante él esta noche.
Oelita estiró el cuello. A tanta distancia no se lo veía muy imponente.
—¿Quiénes son esas mujeres que están con él?
—¿Cuáles?
—Las que llevan velo.
—Son sus rameras Liethe. Una de ellas ha clavado los colmillos en nuestro Hoemei.
La música se inició como el silbido lejano de una tormenta producida por instrumentos de viento. Se hizo el silencio en la multitud. Lentamente, ocho varones y ocho mujeres Kaiel, que portaban antorchas y emitían un sonido similar al del viento que sopla sobre las planicies, emergieron de dos túneles subterráneos.
Avanzaban lentamente, paso a paso. Sólo estaban vestidos con una capa y un yelmo con plumas, pero los dibujos de sus cuerpos los cubrían completamente a la luz del fuego. Simultáneamente, los dieciséis arrojaron sus antorchas al foso central, causando una explosión de llamas inflamadas. Como movidos por una señal, ochenta niños salieron al escenario con los cuerpos cubiertos para ocultar su desnudez sin grabados. Llevaban máscaras con cámaras de resonancia y picos acampanados para distorsionar y amplificar las voces.
De forma inexorable, se iniciaron los Salmos del Decálogo con su declamación de las leyes genéticas... pero de una manera sorprendente que Oelita nunca antes había escuchado en un teatro. Las gargantas arremetían, tronaban y danzaban en una extraña armonía, por momentos en un efecto delicado, luego elevando el timbre hasta sacudir el anfiteatro con un sonido inhumano.
—Por todos los Cielos, ¿qué es esto? —preguntó Oelita tan pasmada que no se preocupó por ocultar su ignorancia.
—Saeb ha puesto la Voz de Dios en los niños.
—¿Pero cómo lo hace?
—¡No preguntes! ¡Sólo escucha!
La celebración se prolongó durante toda la breve noche. Noé llevó a su grupo hasta un templo que no era nada comparado con el del Destino Humano. Su tamaño era apenas un tercio del Templo Stgal de Congoja, pero el lugar era tranquilo y acogedor. Noé le explicó a Oelita que allí era donde se encontraría con Aesoe.
Él ya estaba allí. Agitando las manos, hizo que su gente se apartase para permitir que Oelita pudiera acercarse a su mesa, e inmediatamente la desafió a una partida de ajedrez. Como era el mayor de los dos se ubicó del lado de Dios, con las piezas blancas, y abrió el juego con una clásica jugada Granjero a Niño cuatro. Aesoe sonrió y esperó. Ella movió. Él respondió a su movida de inmediato.
Noé se acomodó en unos cojines junto a Oelita. Su cortesano amigo estaba acompañado por una mujer del templo que lucía franjas rasuradas a ambos lados de la cabeza y argollas de platino en el brazo derecho. Los ojos de Noé no se apartaban de Aesoe. Una de las Liethe se acercó con un zumo para Oelita y luego desapareció en silencio. El grupo de Aesoe los observaba. De todos ellos, Oelita sólo conocía a Kathein.
Cada movida levantaba gran expectación. Se escucharon comentarios horrorizados cuando Oelita dejó que su Niño avanzara solo, sin la protección de la Reina Negra ni del Caballo. Comió a los dos Sacerdotes de Aesoe y le cortó el camino con un movimiento de su Herrero. Él replicó hábilmente. Oelita tuvo que ocultar a su Niño. Era el Dios Blanco contra la Reina Negra. Ella esperaba perder. ¿No era éste el Primer Profeta, el que tenía fama de vaticinar cien movidas por anticipado? Pero Oelita lo atrapó.
—Jaque —dijo, y fue la primera palabra que dirigió a Aesoe.
Él se echó a reír. Era jaque mate. Esperó a que Oelita comiera al Niño Blanco tal como era la costumbre, pero ella no lo hizo. Ésa era su costumbre.
—Ven —le dijo él—. Quiero hablar contigo.
Estaba a punto de amanecer, y Aesoe insistió en llevarla a la Sala del Suicidio Ritual para observar cómo el enorme disco rojo de Getasol transformaba los ovoides del Palacio Kaiel en hierro fundido. Oelita aguardó. No era correcto que hablase primero, pero se sentía satisfecha de observar.
—Tú negociarás con Hoemei. Ése es mi deseo. Cierra un buen trato con él, un trato implacable, y yo te respaldaré.
—Quiero a Luna Adusta, bruñida como el bronce, para mirarme al espejo por las mañanas.
Aesoe rió.
—No la tendrás.
—¿Sólo puede ofrecer una ciudad con maravillas arquitectónicas, riquezas y tierras?
—Muy poco de todo ello me pertenece. No puedo cambiar la religión de mi gente, por ejemplo.
—¿Y si su riqueza no es lo suficientemente grande para comprarme?
—Entonces deberás acudir a los Mnankrei y preguntarles cuánta riqueza poseen.
Buena respuesta. Oelita cambió de tema.
—Me parece que usted me mandó llamar.
—No. Tú viniste.
—Pero estaba interesado antes de mi llegada.
—¡Y escogí el camino equivocado para contactar contigo! ¡Que Joesai muera sin que nadie honre su carne!
—Lo primero que le pediré es que Joesai no sufra daño alguno.
—Así que es cierto lo que dicen sobre ti: ¡que recoges a los infelices del mundo! —Se echó a reír—: Te entregaré a Joesai, completo o en pedazos. Es algo que puedo hacer. Joesai no es la luna. ¿Qué más?
—Podría empezar por decirme qué debo negociar con Hoemei.
—Pues... los términos de la rendición de Congoja al gobierno de los Kaiel.
—No estoy autorizada para hacerlo. —¡Ese hombre era un demente!
—Entonces, dime, ¿con quién debo hablar?
—Los Stgal son los sacerdotes de Congoja.
—Ah, los Stgal. He hecho un estudio sobre a quién representan. Sólo a ellos mismos. ¿Y quién representa al pueblo de Congoja? Sólo estás tú, y aunque es cierto que no eres sacerdotisa, los pequeños detalles nunca me han preocupado demasiado. Te convertiré en sacerdotisa honoraria. ¡Cásate con una de mis familias y yo te transformaré en una verdadera sacerdotisa! En tu alma eres una Kaiel, y no lo sabes. —Aesoe sonrió con suavidad.
—¿Qué me convierte en una Kaiel?
—¿Dudas de mi palabra?
—¿Si!
—¡Vaya! ¿Entonces es cierto que veo algunas cosas que vosotros no veis? ¡Después de nuestra partida de ajedrez temí haber perdido la facultad!
—¡Se burla de mí! ¿En qué forma me parezco a los Kaiel?
—Tal vez en tu necesidad de recibir halagos —bromeó él.
—Me agradaría saber en qué me parezco a los Kaiel para poder purificar mi alma —replicó ella de inmediato.
—Entonces debes abandonar esa faceta tuya que te convierte en una fuerza política —rió Aesoe—. La principal característica de un Kaiel es que no es un gobernante hereditario, es un
representante hereditario.
¿Quién sabe cómo se produjo esto? Es así. Tae ran-Kaiel lo comprendió y formalizó nuestra tradición, de modo que ahora todos comprendemos por qué los Kaiel han triunfado donde todos los demás han fracasado. Dime, si alguien de tu pueblo tuviese un problema, ¿tú lo sabrías?
—Lo he convertido en mi obligación.
—Eso han observado mis espías. En Congoja, una conducta semejante es algo inaudito. Tu misión es buscar soluciones a los problemas colectivos de aquellas personas que te han jurado lealtad. Exceptuando a los Kaiel, ¿quién más piensa de ese modo? En nuestros concejos, un Kaiel no es nadie hasta que representa a alguien. No importa de dónde provienen sus genes, quién fue su padre o su madre, ni la estirpe de sus maestros. Tienes seguidores.
Eso es un Kaiel. ¿Por qué habría de hablar con un Stgal, que gobierna porque su padre construyó una casa en alguna colina? Si los Stgal hicieran un trato conmigo, ¿contaría yo con la lealtad de la gente de Congoja? No. Si hiciera un trato contigo, ¿contaría con la lealtad de tu gente? Creo que sí.
—Yo no represento al sector más poderoso de Congoja. La mayor parte de mi gente es de bajo kalothi.
—Te equivocas al estimar el nivel de kalothi. Un hombre que se une a otro en pos de un objetivo común, ¿no tiene mayor kalothi que el tonto que trata de acarrear por sí solo con una casa sobre su propia espalda?
—Es un embaucador. Si le vendo nuestra tierra, nuestra herencia y a toda la gente que vive en ella, ¡usted empleará ese trozo de papel para quitárnoslo todo!
Aesoe lanzó una gran risotada.
—¡Tu lapso de atención es muy breve! ¿No acabo de decirte que negocies un trato con Hoemei? Me refiero a un trato con el que estés satisfecha... hoy y mañana. Puedo negociar contigo porque representas a alguien aparte de ti misma.
Yo
no conozco a tu gente. ¿Cómo podría saber qué desean? Tú sí lo sabes. Y Hoemei sabe lo que podemos ofrecer.
—La costa no está en venta.
—¡Vómito de Dios! Una vez hubo un tonto que encontró un lingote de oro en el desierto. Era tan pesado que no pudo cargarlo, ¡así que permaneció custodiándolo y allí se quedaron sus huesos! ¿Eso es lo que quieres hacer?
—En la mitología getanesa, siempre que hay un tonto hay un hombre sabio. —Le pedía que continuase con su historia.
—El hombre sabio encontró el lingote y tampoco pudo llevarlo. Buscó a un amigo en quien podía confiar y le ofreció la mitad del oro por ayudarlo a trasladarlo a la ciudad. ¿La moraleja no es evidente? Con
todo
un lingote de oro no puedes comprar nada. ¡Con
la mitad
hasta puedes comprar la inmortalidad para tus genes! ¿Es tan malo buscar ayuda? Un hombre que te la ofrece porque necesita la tuya, ¿debe ser considerado un enemigo que habrá de estafarte? ¡Haz un trato conmigo!
—Soy muy escéptica respecto a los tratos. Ya antes los he hecho.
—¡Pide todas las garantías que desees! Por supuesto que parte del convenio fracasará. Un contrato es un papel que se redacta en el presente. Tiene sus defectos, puesto que no podemos pronosticar el futuro. Acude a los Archivos y verás cuántas veces me he equivocado. Pero cuando el trato se desvía de su propósito original, no es necesario llorar, ni sentirte estafada y enfurecerte por la deshonestidad de la otra parte. Sólo tienes que sentarte y volver a negociar hasta que te sientas satisfecha. Modificas las condiciones para que éstas se adapten a la situación presente. ¿Qué ganaría estafándote? ¿Posición? ¿Unas piezas más en el tablero? ¿De qué me serviría si tus niños sienten la necesidad de estafar a los míos porque tú has sido estafada? ¡En ese caso morirían Kaiel! ¡En esa situación
yo
mismo moriría! Mi esperma se encuentra congelado hasta el día en que mis tratos hayan rendido sus frutos a largo plazo. ¿Cuántos clanes sacerdotales se han extinguido por no aprender a vivir más allá de la ganancia inmediata? Los Stgal sobreviven por sus pactos encubiertos: una sonrisa en tu rostro, una gota de veneno en tu taza. ¿Cuánto tiempo durarán? ¿Cuántas gotas de kalothi hay en la deshonestidad más perfecta? Todo lo que pido es que hagamos un trato que te satisfaga.