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Authors: Donald Kingsbury

Tags: #Ciencia-Ficción

Rito de Cortejo (54 page)

BOOK: Rito de Cortejo
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Aesoe sacó a relucir varias túnicas que había ordenado para Kathein, algunas de un gusto bastante dudoso. Las reglas de la buena educación exigían ofrecer a sus invitados el privilegio de vestirla, y después de muchas reverencias entre los tres hombres se les pidió que la adornasen del modo en que más les agradara. Kathein se mostró divertida. Suesar no quiso participar en el ritual y dio un paso atrás... lo bastante largo para dejar la tarea a Kaesim, pero suficientemente corto para no insultar a Kathein.

Kaesim examinó las prendas, adoptando con absoluta tranquilidad otra de las extrañas costumbres Kaiel. Cada inspección iba acompañada de una mirada discreta a Kathein. De ese modo pudo vestirla con el atuendo que más le agradaba
a ella.
Kathein hubiese apostado una pieza de oro a que Kaesim era el mejor diplomático de los kembri-Itraiel.

Por un instante lo vio viajando en la torreta de un tanque de la Segunda Guerra Mundial, atravesando la noche Norteafricana con cinco gurkas en la parte trasera, y se le heló el alma.

Kathein cogió a este sacerdote del desierto de la mano y lo condujo por el laberinto del Palacio, siguiendo el aroma del comedor personal de Aesoe. Suesar y Aesoe fueron tras ellos en busca del festín que les aguardaba desde hacía un buen rato. Kathein les indicó dónde sentarse y sirvió primero a Kaesim en reconocimiento por sus servicios. Por último trinchó el pequeño cadáver y colmó sus platos con carne y salsa. Los sacerdotes extranjeros efectuaron alguna clase de ademán sobre los alimentos, y luego se dedicaron a comer mientras Kathein comenzaba a narrarles sus historias de guerra, poniendo énfasis en las atrocidades para tratar de que reconsiderasen la idea de convertirse en un clan guerrero.

Les habló del exterminio total de los judíos en Gran Bretaña, ordenado por el Papa, de tal modo que los británicos nunca tuvieran que volver a afrontar un problema judío. Les contó la masacre de los persas en Termópilas. Les habló sobre la montaña de calaveras en la India. Les narró la historia de los turcos, enemistados eternamente con la sangre de los armenios. Les contó la incompetencia de Belsen y la competencia de Hiroshima. Les habló de la invasión rusa de Polonia después de la Primera Guerra Mundial, y de la represalia polaca sobre Rusia, y de la solución final al problema polaco cuando los rusos, una generación después y aliados con los nazis, invadieron Polonia y ejecutaron a quince mil miembros de su clan militar, enterrándolos en una fosa común en Katyn.

Les habló del gran Movimiento de Paz Norteamericano, cuya teoría de la justicia se basaba en que el brutal Ejército Norteamericano debía salir del sudeste de Asia para que los camboyanos pudiesen fertilizar sus tierras con los cuerpos de sus compatriotas, para que los vietnamitas pudiesen rapiñar los cuerpos de una nación diezmada, para que los chinos pudiesen castigar a los vietnamitas y los vietnamitas pudiesen ahogar a sus propios chinos en el mar. Les habló del saqueo de Roma.

Los sacerdotes de Itraiel la escucharon como si ella fuese un Ivieth que contara historias de lugares lejanos. Luego le formularon preguntas sobre estrategia, objetivo, beneficios. Kathein respondió lo mejor que pudo a los difíciles problemas que ellos le planteaban. Los sacerdotes trataron de comprender el propósito de Hitler en Stalingrado, y la complejidad de la cuestión fue tal que, por unos momentos, les hizo olvidar la carne que tenían en el plato. Al fin llegaron a la conclusión provisional de que los Riethe no eran dementes, sino sólo estúpidos.

—Ellos entendían de armas —dijo Kaesim.

—Pero no entendían de estrategia —añadió Suesar.

Ambos comenzaron a interrogar a Kathein sobre armas. Ella les habló del hacha, la espada, la ballesta, el rifle, el cañón, el tanque, las aeronaves de combate, los helicópteros, los bombarderos de largo alcance, los proyectiles balísticos intercontinentales y los satélites espía.

Kaesim sonrió entre las cicatrices con forma de flor fei que adornaban su rostro.

—Tal vez Dios sea un satélite espía de los Riethe. —Se echó a reír y todos le acompañaron con sonoras carcajadas hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas, ya que aquélla era una broma demasiado aterradora para tomarla seriamente.

Kathein les habló de los ciclos sufridos por las armas Riethe. Primero los arcos y flechas, los garrotes y las hondas que otorgaron superioridad al individuo. Luego la invención de la carreta de dos ruedas, empleada por nómadas que la perfeccionaron para lograr un mejor control sobre sus manadas. (Manadas, les explicó Kathein, eran pequeños clanes de personas a quienes se criaba para obtener su carne, su cuero y su leche.) La carroza era tirada por un Caballo.

—¿La pieza de ajedrez?

—¿El Caballo es histórico? ¿No
mítico?

—El Caballo de
La Fragua de la Guerra
—les explicó Aesoe—, es una gran criatura humanoide con el rostro alargado, cuatro piernas y ningún brazo.

Los sacerdotes Itraiel esbozaron amplias sonrisas y chocaron sus copas de whisky ante esta imagen de un Ivieth de cuatro piernas, tratando de arrastrar una carreta.

—Los Caballos eran caros y difíciles de entrenar, y las carrozas eran muy valiosas, por lo que en torno a ellas se desarrolló un clan militar selecto que arrasó la Mesopotamia, India e incluso China, matando a todos los sacerdotes que no les temían. —Kathein le sonrió a Aesoe.

—La confusión de las armas con la estrategia —les comentó Kaesim.

Kathein les habló de las armas que vinieron después: largos puñales de hierro barato, empuñados como varas, que volvían a otorgar supremacía al soldado individual. Un hombre sin entrenamiento, con una espada de hierro, podía enfrentarse a cualquier aristócrata adiestrado y adinerado con su carroza. Así fue como murieron los aristócratas.

Entonces vino el Caballo ligero montado por un arquero. El soldado a pie con su espada, su lanza y su escudo dejó de resultar efectivo. La única defensa era un Caballo y un jinete con armadura, para lo cual se necesitaban años de entrenamiento y mucho dinero. Los gobiernos centralizados se derrumbaron. El hombre cuya espada ya no servía para defender a su familia perdió poder, y el guerrero con armadura se convirtió en sacerdote hereditario.

Pero luego se descubrió el poder explosivo del carbón, el sulfuro y el nitrato. Un hombre sin instrucción, con un mosquete, se equiparó al caballero de armadura. Los caballeros fueron derrotados en revoluciones que otorgaron el poder al hombre común.

Las armas se tornaron más sofisticadas. Ametralladoras, aeronaves, tanques, artillería, buques de guerra. Los clanes con poder industrial aprendieron a eliminar a los hombres con rifles. Los proyectiles balísticos intercontinentales eran manejados por un cuerpo de elite que suponía enormes costes. El hombre común dejó de ser un soldado. Se negó a ser reclutado. Aparecieron los ejércitos profesionales. Las democracias se desmoronaron. En su lugar aparecieron las aristocracias socialistas, las cuales explotaron al hombre común, ahora impotente.

Entonces, en la eterna búsqueda de armas más sofisticadas, los precios de las mismas bajaron dramáticamente. Con un canasto de trigo cualquier persona podía comprar un misil que derribase un enorme aeroplano, o hacer estallar un tanque o destruir un coche blindado. Los pueblos industriales ya no eran capaces de controlar a los pueblos pobres. Las nuevas aristocracias socialistas, incapaces de atemorizar al hombre común, se marchitaron.

Y el mensaje era siempre el mismo. Cuando gobernaban los clanes sacerdotales de Riethe con sus costosos armamentos, el mundo estaba regido por la masacre. Cuando gobernaban los clanes inferiores con sus armas baratas, Riethe quedaba cubierta de sangre.

Kathein finalizó su análisis con una mirada acusadora a Aesoe.
¿Serías capaz de hacernos algo semejante?,
pareció decirle.

—Los señores militares de los Riethe nos alimentarán en nuestro Banquete de Esparcimiento —alardeó Kaesim.

—Los Riethe no representan ninguna amenaza —reflexionó Suesar—. No tienen sentido de la estrategia. Pero nosotros necesitaremos las armas. Hasta un genio puede ser aplastado por la roca sin cerebro que rueda de la montaña.

Ella estaba furiosa por la indiferencia con que habían tomado sus historias.

—¿Aceptaríais la responsabilidad de manejar una máquina capaz de devorar una ciudad entera?

—Nos agradaría tenerla.

Aesoe consideró que había llegado el momento de distraerse. Ante una orden suya entraron las Liethe. Miel tocó su instrumento mientras Cairnem y Sieen bailaban. Los oscuros invitados gritaron palabras de aliento y batieron las palmas al ritmo ligero de la música. Entonces ellos mismos pidieron permiso para ofrecer una muestra de sus propias habilidades.

Los sacerdotes se quedaron vestidos solamente con sus cinturones de bronce y sus protectores genitales. Unos gritos surgieron de sus labios mientras comenzaban a dar vueltas uno en torno al otro, en la pista de baile.

Suesar gruñó y lanzó su ataque, pero como por arte de magia fue lanzado por el aire y pareció a punto de estrellarse contra el suelo. No obstante, en su caída realizó un giro complicado y aterrizó sobre sus pies.

De las tres Liethe, sólo la Reina de la Vida antes de la Muerte, en el personaje de Cairnem, permaneció extasiada observando el combate.

La representación de los kembri continuó. Uno estuvo a punto de destrozarse el cráneo pero se salvó en el último instante; el otro lanzó un ataque que pareció pasar a través de su oponente. Los dos hombres se inclinaron ante Aesoe, que golpeaba el suelo con los pies. Cairnem sonrió.

Antes de que hubiesen finalizado con sus reverencias, ella les susurró su desafío. Los sacerdotes se volvieron con asombro, porque había empleado una forma kembri de insulto grave. Mientras la miraban, ella repitió su insulto y se desnudó dejándose sólo un pequeño cinturón con hebilla de madera, apropiado para su pequeño tamaño. Los sacerdotes se echaron a reír.

La joven se abalanzó como un rayo sobre ellos y ambos tuvieron que reaccionar rápidamente para detenerla. Emitieron unos sonidos kembri y ella les respondió. Hubo un rápido intercambio de palabras y entonces ella volvió a atacar, primero a uno y luego al otro. Kathein se aferró a su silla. Temía que la joven resultase muerta ya que los sacerdotes la derribaban con violencia, pero ella siempre lograba rodar y girar hasta quedar de pie.

Al fin se detuvo, exhausta, con su cuerpo sin cicatrices cubierto de sudor, pero todavía sonreía alegremente. Los hombres también sonreían.

—Cairnem emplea el estilo kembri «otaimi» —les explicó Suesar—, que puede ser ejecutado por una mujer pequeña, pero no por hombres robustos como nosotros. Es diestra.

—Pero he perdido tres a uno. Y me han dado ventaja.

—Dos contra uno no era muy justo —admitió Kaesim con una reverencia—, pero tu forma de insulto no nos dejó alternativa. —La sonrisa no había abandonado su rostro.

—Mi maestra de danzas fue adiestrada en las artes kembri por Niel, de los kembri-Itraiel.

—¿Ah, sí? ¡Niel!

Cairnem había recuperado toda la gracia de las Liethe, y les ofreció un brazo a cada uno.

—Yo soy parte de la hospitalidad. Podréis tenerme esta noche. —Se volvió hacia Aesoe—. He perdido con ellos después de insultar sus genitales, y es una obligación que haga algo para complacer sus egos. Por lo tanto, solicito tu permiso. —Miró directamente a los ojos de Aesoe.

—¿Y si hubiesen sido derrotados? —preguntó Aesoe.

—Pues entonces hubieran tenido que complacerme a mí.

—Veo que he perdido a mis guerreros por esta noche. Continuaremos con las negociaciones mañana.

Esta noche se lo diré,
pensó Kathein.

Pero cuando estuvieron a solas en la alcoba de Aesoe, ella vaciló y buscó otros temas de conversación. Él estaba alegre y ocurrente. Parecía haber olvidado su tardanza, y a Kathein le resultó más fácil bromear que enfrentarse a él.

Lo desvestiré,
pensó. Había visto muchas veces cómo lo hacía Sieen.
Cuando lo tenga encendido bajo mis manos, entonces se lo diré,
se repitió. Pero no lograba acercarse a él.

—He tomado una decisión importante —le dijo. Estaba acurrucada junto a la ventana.

—Sí, ¿quieres comenzar a construir ese acelerador de protones o se trata de algo menos grandioso?

—Todos los maran-Kaiel se encuentran en Congoja. —Se detuvo. No podía continuar.

—Les entregué el Valle de los Diez Mil Sepulcros. Congoja es el lugar donde deben estar.

—Yo también iré. —Inspiró profundamente.

—Sé que sientes afecto por ellos. ¿Es necesario que sigas diciéndomelo?

—Iré para... para casarme con ellos.

Él ni siquiera reaccionó. La calma de ese hombre la volvía loca, excepto cuando se trataba de algo trivial. Entonces estallaba de ira.

Aesoe se arrancó un pelo de la nariz.

—Tú ya estás casada.

—Quiero el divorcio.

—Ah. El divorcio —repitió él. Dejó caer el pelo al suelo—. ¿Estás segura de que los maran todavía te quieren?

Kathein comenzó a llorar, porque no estaba segura.

—¿Te marchas a Congoja?

—Sí.

—Te lo impediré.

—No podrás.

—Claro que podré. —Su voz le indicó que no diría nada más. Aesoe apagó la antorcha eléctrica.

Kathein comenzó a imaginar las cosas que era capaz de hacer. Podía hacerlos matar a todos y culparla a ella.

—Aesoe —le suplicó a la oscuridad con sus fantasmas.

—Ven a la cama —dijo él.

Podía dejar de darle dinero, y destruir a su clan inexperto. Kathein se acercó a la cama y deslizó un dedo por su pecho, jugueteando con el vello que lo cubría.

—Quiero que me ames —le dijo.

Aesoe la atrajo hacia sí, interpretando mal sus palabras. Ella lo dejó. De qué serviría. Él la poseyó. ¡Tenía tanto ímpetu a pesar de ser un anciano! Hoemei. Kathein vio a Hoemei con la garganta cortada, tendido allí, con el brazo inerte, chorreando sangre de los dedos. Los embates comenzaron. Ella lo dejó. Joesai. Joesai se había ido a Soebo. Aesoe hubiese querido verlo muerto. Los Mnankrei habían tratado de matarlo, pero entonces el río de electrones había surgido de él incendiando todo Soebo, incluidos los Mnankrei. Si Aesoe trataba de matar a Joesai, ¿ocurriría lo mismo? ¿Los electrones responderían al contacto y quemarían a Aesoe? Kathein soportó sus embestidas. Él estaba
vivo.
Ella soñaba. La vida no tenía finales felices. Vio a Joesai con un guijarro de plomo en la cabeza. Su cuerpo caía al suelo. Teenae. Los ojos vidriosos de Teenae observaron el charco de su propia sangre. Gaet y Noé. Gaet había muerto tratando en vano de proteger a Noé. ¿Aquellas cuchilladas nunca acabarían? Kathein emitió un gemido y las lágrimas se agolparon en sus ojos.

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