D.G. Baley parecía una persona distinta entre sus oficiales. La amplia sonrisa no existía, ni la tranquila indiferencia ante el peligro. Estaba sentado, estudiando los mapas, con una expresión de gran concentración en su rostro.
Les dijo:
–Si la mujer está en lo cierto, tenemos la propiedad señalada por sus límites aproximados, y si nos movemos volando raso, dentro de poco la tendremos exactamente delimitada.
–Pero malgastaremos energía, capitán –objetó Jamin Oser, segundo de a bordo. Era alto y, como D.G., barbudo. La barba era rojiza, como sus cejas, arqueadas sobre los ojos azules. Parecía algo viejo, pero uno sacaba la impresión de que era debido más a la experiencia que a los años.
–No puedo evitarlo –dijo D.G..–Si dispusiéramos de la antigravedad que los técnicos no dejan de prometernos, todo sería distinto.
Volvió a mirar el mapa y prosiguió:
–Dice que debe encontrarse a lo largo de este río, a unos setenta kilómetros arriba de la desembocadura en ese otro río mayor. Si no se equivoca.
–Parece dudar –dijo Chandrus Nadirhaba, cuya insignia indicaba que era el piloto y responsable del aterrizaje en el punto correcto o, en todo caso, en el punto elegido. Su tez oscura y el cuidado bigote acentuaban la hermosa fuerza de su rostro.
–Recuerda la situación; han pasado veinte décadas. ¿Qué detalles recordarían de un lugar que no han visto hace tres décadas? –insistió D.G.–. No es un robot. Puede haberlo olvidado.
–Entonces, ¿para qué traerla? –masculló Oser. –¿Y el otro y el robot? Inquietan a la tripulación y a mí tampoco acaban de gustarme.
Nadirhaba dijo fríamente:
–Si morimos, morimos. No seríamos mercaderes si ignoráramos que la muerte inesperada es la otra cara del negocio. Y para esta misión somos todos voluntarios. De todos modos, no nos hará daño saber por dónde puede venimos la muerte, capitán. Si lo imagina, ¿debe ser un secreto?
–En absoluto. Los solarios supuestamente se han ido. Pero supongamos que un par de centenares se han quedado disimuladamente atrás para guardar la tienda, por decirlo de algún modo.
– ¿Y qué pueden hacerle a una nave armada capitán? ¿Poseen acaso alguna arma secreta?
–No tan secreta. Solaria está abarrotada de robots. Ésta es la razón por la que las naves colonizadoras aterrizaron en este mundo en primer lugar. Cada solario podía tener un millón de robots a su disposición. Un ejército enorme.
Eban Kalaya se ocupaba de las comunicaciones. Hasta aquel momento no había dicho nada, consciente de su inferioridad, que parecía ser más evidente por ser el único entre los cuatro oficiales presentes sin vello en la cara. Ahora se atrevió a comentar:
–Los robots no pueden hacer daño a los seres humanos.
–Así se nos ha dicho –dijo D.G. tajante–, pero, ¿qué sabemos nosotros de robots? Lo que sabemos es que dos naves fueron destruidas y unos cien seres humanos también, todos ellos buenos colonos, y que han muerto en dos puntos muy distantes de un mundo abarrotado de robots.
¿Cómo pudo hacerse, si no fue por los robots? Ignoramos la clase de órdenes que un solariano puede haberles dado o por qué trucos han podido saltarse la llamada primera ley de la Robótica. Así que –prosiguió, –tenemos que servirnos de alguna estratagema. Por lo que sabemos, por los informes llegados de las naves antes de que fueran destruidas, todos los hombres de a bordo bajaron a tierra al llegar. Al fin y al cabo, era un mundo vacío y todos querían estirar las piernas, respirar aire puro y contemplar los robots que habían venido a buscar. Sus naves estaban desprotegidas y ellos indefensos cuando llegó el ataque. Pero esta vez no ocurrirá así. Bajaré a tierra y el resto de ustedes se quedará a bordo o muy cerca de la nave.
Los ojos oscuros de Nadirhaba reflejaron desaprobación.
–¿Por qué usted, capitán? Si necesita a alguien que sirva de cebo puede servir cualquiera que sea menos necesario que usted.
–Aprecio la intención, piloto. Pero no bajaré solo. Conmigo vendrán la mujer espacial y sus acompañantes. Ella es lo esencial. Puede que conozca a algún robot, o que alguno la reconozca. Tengo la esperanza de que si los robots han recibido órdenes de atacarnos, no la ataquen a ella.
–¿Quiere decir que recordarán a la antigua señorita y caerán de rodillas? –rezongó Nadirhaba.
–Dígalo como quiera. Por eso la traje y por eso hemos aterrizado en sus tierras. Tengo que estar con ella porque soy el único que la conoce algo, y he de ver cómo se comporta. Una vez que hayamos sobrevivido utilizándola como escudo, sabiendo así a qué nos enfrentamos exactamente, podremos proceder por nuestra cuenta. No la necesitaremos más.
–Y después, ¿qué haremos con ella? –preguntó Oser–, ¿echarla al espacio?
D.G. rugió:
–La devolveremos a Aurora.
–Debo decirle, capitán, que la tripulación lo considerará un viaje oneroso e innecesario –observó Oser–. Pensará que bien podemos dejarla en este maldito mundo. Después de todo, es de donde procede.
–Sí –dijo D.G.– y éste es el día en que recibo órdenes de la tripulación.
–Claro que no, pero la tripulación tiene sus opiniones y una tripulación disgustada puede hacer peligroso el viaje.
Segunda parte SOLARIA
Gladia pisaba tierra solariana. Aspiró el aroma de la vegetación no del todo parecido a los aromas de Aurora, y de pronto fue como si no hubieran pasado veinte décadas.
Sabía que nada podía devolverle los momentos pasados, como lo hacían los olores. Ni las vistas, ni los sonidos.
Sólo aquel olor ligero, único, que la devolvía a la infancia, a la libertad de corretear cuidadosamente vigilada por una docena de robots, a la excitación de ver a otros niños, de detenerse a veces, para mirarse tímidamente, acercándose uno a otro, despacio, paso a paso, alargando las manos para tocarse y luego la voz de un robot diciendo le: "Basta, señorita Gladia." Y se la llevaban, mirando por encima del hombro al otro niño, que llevaba también un grupo de robots vigilantes.
Recordó el día en que se le dijo que sólo podría ver a otros seres humanos por holovisión. Ver, le dijeron, no mirar. Los robots decían mirar como si fuera una palabra que no debieran mentar, así que la murmuraban.
A ellos sí podía mirarles, pero ellos no eran seres humanos.
El principio no fue tan malo. Las imágenes con las que podía hablar eran tridimensionales, y se movían libremente. Podían hablar, correr, hacer cabriolas si así lo deseaban, pero no podían tocarse. Y, luego, le dijeron que podría mirar a uno que había visto muchas veces y que le gustaba. Era un hombre hecho y derecho, un poco mayor que ella, pero parecía joven, como ocurría en Solaria. Tendría permiso para seguir viéndole, y, si lo deseaba, siempre que fuera necesario.
Lo deseaba. Recordaba cómo fue... exactamente cómo fue aquel primer día. Ni uno ni otro podían hablar por la emoción. Se acercaron para mirarse, temerosos de tocarse. Se trataba del matrimonio.
Y lo fue, naturalmente. Y volvieron a encontrarse, mirándose sin ver porque estaban casados. Finalmente llegarían a tocarse. Era lo que se esperaba de ellos.
Fue el día más excitante de su vida...
Rabiosamente, Gladia detuvo sus pensamientos. ¿Para qué seguir?
Ella, tan anhelante y cálida, él tan frío y distante. Y siguió siendo frío. Cuando iba a visitarla, a intervalos fijos, para los ritos que pudieran (o no pudieran) lograr fecundarla, le recibía con tan clara repugnancia, que no tardó en desear que se olvidara de ella. Pero él era un hombre cumplidor de su deber y no lo hizo nunca.
Entonces llegó el día, después de años de arrastrar su infelicidad, en que lo encontró muerto con el cráneo aplastado. Ella era la única posible sospechosa. Elijah Baley la salvó entonces y la sacó de Solaria y la llevó a Aurora.
Ahora había vuelto, y aspiraba el olor de Solaria.
Nada más le resultaba familiar. La casa, a distancia, no se parecía en nada a la que recordaba vagamente. En veinte décadas había sido modificada, derribada, reconstruida. No podía siquiera percibir nada familiar con el propio terreno.
Se encontró alargando la mano hacia atrás para tocar la nave colonizadora que la había traído a este mundo que olía a hogar pero que ya no lo era..., quería tocar lo que le resultara familiar por comparación.
Daneel, que estaba junto a ella, a la sombra de la nave, preguntó:
–¿Ve los robots, Gladia?
Había, en efecto, un grupo a unos cien metros de distancia entre los árboles de una huerta, mirándola gravemente, inmóviles, brillando al sol su bien pulido metal grisáceo que Gladia recordaba de los antiguos robots.
–Los veo, Daneel.
–¿Hay algo familiar en ellos, señora?
–En absoluto. Parecen modelos nuevos. No puedo recordar a ninguno y estoy segura de que ellos tampoco pueden recordarme. Si D.G. esperaba sacar algo de mi supuesta familiaridad con los robots de mi finca, tendrá que olvidarlo.
–No parece que estén haciendo nada, señora –dijo Giskard,
–Se comprende. Somos intrusos y han venido a observarnos y a informar sobre nosotros de acuerdo con las órdenes que hayan recibido.
No obstante, ahora no tienen a nadie a quien informar, y se limitan a observar en silencio. Careciendo de otras órdenes, presumo que no harán otra cosa, pero tampoco dejarán de vigilar.
–No estaría de más, Gladia –dijo Daneel– que nos retiráramos a nuestro sector de la nave. Creo que el capitán está supervisando la construcción de defensas y no está aún dispuesto para ir a investigar. Sospecho que no aprobará que haya abandonado su camarote sin su permiso.
Gladia se irguió, altiva:
–No pienso retrasar el pisar la superficie de mi tierra solo para satisfacer su capricho.
–Tengo entendido que los miembros de la tripulación están ocupados por las cercanías y algunos ya se han dado cuenta de su presencia aquí.
–Y se están acercando –observó Giskard–. Si desea evitar la contaminación...
–Estoy preparada. Filtros nasales y guantes.
Gladia no comprendía la naturaleza de las estructuras que se estaban levantando sobre el suelo, junto a la nave. La mayoría de los tripulantes, absortos en la construcción, no había visto a Gladia y a sus dos compañeros, por encontrarse a la sombra (estaban en la estación calurosa de esa parte de Solaria, con tendencia a aumentar y disminuir la temperatura más que en Aurora, porque el día solario tenía seis horas más que el aurorano).
Los tripulantes que se acercaban eran cinco. Uno de ellos, el más alto y más fuerte, señalaba en dirección a Gladia. Los otro cuatro miraban, inquietos por el momento como si solamente sintieran curiosidad. A una señal del primero, volvieron a acercarse cambiando ligeramente de dirección como para llegar directamente al trío aurorano.
Gladia observó en silencio y con las cejas levantadas despectivamente, Daneel y Giskard esperaban, impasibles. Éste dijo en voz baja a Daneel:
–No sé dónde está el capitán. No puedo distinguirle en medio de la tripulación.
–¿Nos retiramos? –preguntó Daneel en voz alta.
–Sería vergonzoso –respondió Gladia. –Éste es mi mundo.
Se mantuvo en su lugar y los cinco tripulantes fueron acercándosele lentamente.
Habían estado trabajando, era una labor dura ("como robots", pensó Gladia, con desprecio) y sudaban. Gladia percibió el hedor que venía de ellos. Esto habría servido para alejarla más que las amenazas, pero decidió no moverse. Los filtros de nariz, estaba segura, mitigarían el efecto del olor.
El tripulante alto se acercó más que los demás. Tenía la piel bronceada. Sus brazos desnudos brillaban por la humedad y ponía de relieve su musculatura. Contaría unos treinta años (por lo que Gladia podía juzgar sobre la edad de esos seres de vida breve) y si hubiera estado bien vestido y lavado, podía resultar bien parecido.
Le dijo:
–Usted debe de ser la dama espacial de Aurora que hemos traído en nuestra nave. –Hablaba despacio, tratando de conseguir un acento aristocrático en su idioma galáctico. Por supuesto, no lo logró porque hablaba como un colono, mucho peor que D.G.
Gladia contestó, afirmando sus derechos territoriales;
–Soy de Solaria colono. –Se detuvo, turbada. Había pasado mucho tiempo pensando en Solaria y ahora que habían desaparecido veinte décadas, su acento fue fuertemente solario, con las aes abiertas y las erres arrastradas, mientras que la i sonaba espantosamente como oi.
Volvió a decir, con voz más baja y menos imperativa, en la que el acento de universidad de Aurora, el galáctico estándar de los mundos espaciales, se percibió claramente:
–Soy de Solaria, colono.
El colono rió y se volvió a los otros:
–Habla con finura, tuvo que esforzarse. ¿Verdad, compañeros?
Los demás se echaron a reír y uno dijo:
–Hazla hablar un poco más, Niss. A lo mejor aprendemos todos a hablar como las pajaritas espaciales. –Y apoyó una mano en la cadera.
Sin dejar de sonreír Niss les pidió:
–Cállense todos. –Y se hizo el silencio al momento. Se volvió de nuevo a Gladia y se presentó–: Soy Berto Niss, tripulante de Primera Clase. ¿Y su nombre, mujercita?
Gladia no se atrevió a hablar de nuevo. Niss insistió:
–Estoy siendo cortés, mujercita. Le hablo como un caballero, como un espacial. Sé que es lo bastante vieja como para ser mi bisabuela. ¿Cuántos años tiene, mujercita?
–¡Cuatrocientos! –gritó uno de los hombres, detrás de Niss–, pero no lo parece.
– ¡Ni cien! –dijo otro.
–Parece adecuada para un poco de intercambio –sugirió un tercero– y a lo mejor lleva mucho tiempo sin probarlo. Pregúntale si está dispuesta, Niss. Sé bien educado y pídele si podemos hacerlo por turnos.
Gladia enrojeció y Daneel intervino:
–Tripulante de Primera Clase Niss, sus compañeros están ofendiendo a la señora Gladia. ¿Quieren retirarse?
Niss se volvió a mirar a Daneel, al que había ignorado totalmente hasta entonces. La sonrisa se borró de su rostro al contestar:
–Oiga: Esta mujercita es intocable. Lo dijo el capitán. No la molestaremos. Sólo unas palabras inofensivas. Esa cosa es un robot. No nos meteremos con él y él no puede dañarnos. Conocemos lo de las tres leyes de la Robótica. Le ordenamos que se aparte de nosotros. Pero usted es un espacial y el capitán no ha ordenado respecto a usted. Así que –le señaló con un dedo– no intervenga, no se meta con nosotros, o le estropearemos su bonita piel y a lo mejor se echa a llorar.