La idea de que el deseo sexual de los hombres era desenfrenado y que su frustración era perjudicial llevó a Mariano Gallardo a concebir una nueva explicación de la prostitución que culpabilizaba a las mujeres de la necesidad de los hombres de recurrir a las prostitutas.
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Invirtiendo los términos del modelo de la doble moralidad de la sexualidad humana, Gallardo consideraba que la prostitución era consecuencia de la adhesión de las mujeres a la castidad y la virginidad: su negativa a tener aventuras sexuales prematrimoniales y extramaritales era lo que obligaba a los hombres a recurrir a las prostitutas y a los burdeles. Gallardo pedía que la virginidad sexual femenina se tratara “como un delito social, un atentado a la salud y tranquilidad de los hombres”
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y afirmaba que la “esa virginidad es la causa de que haya burdeles, de que muchas jóvenes caigan en el cieno de la prostitución, de que haya enfermedades sexuales, y de que los hombres se embrutezcan en el prostíbulo, en el cabaret”.
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Las opiniones de Gallardo no pueden considerarse como representativas del movimiento anarquista, que tenía una mayor sensibilidad hacia la liberación sexual de las mujeres.
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Sin embargo, durante la Guerra Civil, la visión esencialista de la sexualidad masculina como un impulso incontrolable desplazó otra vez la concepción más cultural de la sexualidad humana de mediados de los años treinta, cuando los reformadores sexuales anarquistas atribuyeron el desarrollo de aquélla al contexto cultural, religioso y social.
No obstante, el desarrollo de una nueva cultura sexual fue también una característica de la reforma eugénica anarquista durante la guerra. Estaba más acorde con los ideales anarquistas anteriores de establecer una nueva ética sexual basada en una actitud más natural y sin prejuicios hacia la sexualidad humana. Federica Montseny reconocía que una reforma de la cultura sexual para ajustarse a las pautas del cambio revolucionario era de vital importancia y admitía que su campaña en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social para erradicar la prostitución había fracasado. Según ella, no sería pertinente reglamentar y crear centros de rehabilitación para prostitutas si antes no cambiaba la cultura sexual básica de la sociedad española. Montseny se ocupó así de un tema habitual de la reforma sexual anarquista y exigió una nueva ética sexual que no estuviera condicionada por los prejuicios religiosos, los valores sexuales tradicionales y el puritanismo sexual:
Mientras la moral sexual fuera gazmoña y estrecha y mientras no se considerara la satisfacción de las necesidades sexuales algo tan lógico, tan elemental como la satisfacción del apetito; mientras no se consiguiera transformar la mentalidad de los hombres y de las mujeres, mientras España no superara su moral sexual [...] la abolición de la prostitución era imposible.
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La abolición del “amor mercenario” se situó, pues, en el contexto de la transformación social de los valores culturales y de la mentalidad. Según Montseny, y de acuerdo con los reformadores sexuales anarquistas, tanto los hombres como las mujeres tenían que construir una nueva cultura sexual con normas y valores diferentes. Federica Montseny planteaba una forma de ver la sexualidad que no tenía en cuenta el género y sostenía un concepto muy distinto al de la organización anarquista Mujeres Libres, que culpaba a la inmoralidad sexual masculina de mantener la prostitución.
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Durante la contienda, la idea tradicional de que las prostitutas eran unas transgresoras marginadas de la sociedad o unas depravadas sexuales dejó de prevalecer en los debates cuando la revolución aportó nuevas ideas sobre la prostitución. No obstante, este concepto se alimentaba todavía en el imaginario bélico. El despliegue de una extensa propaganda en los carteles de guerra reforzaba la representación de la prostituta como la sexualidad femenina peligrosa. Una imagen que se dibujaba con frecuencia era la de una provocativa mujer desnuda atrayendo hacia su destrucción
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a un soldado vestido con el traje de batalla. Otro cartel retrataba de manera gráfica a una seductora mujer apoyada en una farola con una sola palabra: “¡Peligro!”
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. Un llamativo cartel de Rivero Gil muestra a una prostituta desnuda, cuyo brazo es el de un esqueleto, abrazando a un soldado; la leyenda reza, “¡Atención! Las enfermedades venéreas amenazan tu salud. ¡Prevente contra ellas!”
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. Dos mujeres sucias, semidesnudas, sentadas a una mesa con un esqueleto, es otra imagen que ilustra vivamente el hecho de que las fuentes oficiales imaginaban que las prostitutas estaban aliadas con la muerte.
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Esta representación cultural tradicional de las prostitutas como criminales pervertidas impregnadas gran parte de la iconografía oficial destinada a asustar a los soldados y obligarles a evitar la enfermedad venérea. Sin embargo, a veces el mensaje era muy ambiguo, como el de este otro cartel de guerra, “La higiene del miliciano es el arma que todos necesitamos”, que no es totalmente claro. ¿Tenían los hombres que abstenerse de relacionarse con las prostitutas o simplemente tenían que adoptar medidas higiénicas preventivas para evitar la infección? Este concepto de la prostituta como una marginada social y practicante innata de una forma degenerada de conducta humana, reforzó una idea específica de las mujeres como fuente exclusiva de inmoralidad sexual y, como tal, únicas responsables de la propagación de la enfermedad venérea. El imaginario bélico descartaba la complicidad de los varones, que eran absueltos de la responsabilidad de toda transgresión sexual.
La perpetuación de esta idea secular de la prostitución a pesar de las opiniones en contra, puede atribuirse, quizá, al hecho de que eran los organismos sociales y sanitarios oficiales, como el Consejo Sanitario de Guerra o los departamentos ministeriales, los que controlaban y realizaban los carteles de guerra; sin embargo, normalmente se ha considerado que representan el realismo socialista y los valores revolucionarios.
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La mayor parte de los carteles se imprimían en imprentas colectivizadas regidas por sindicatos anarquistas y socialistas que supuestamente estaban sometidos a un cierto grado de control social que ponía de manifiesto los nuevos valores revolucionarios. Con todo, el control revolucionario no suponía contradecir las ideas androcéntricas y sexistas. Este poderoso imaginario destaca más bien la continuidad de las normas culturales de género e ilustra la marcada divergencia entre la retórica revolucionaria más innovadora en otros campos y las ideas patriarcales imperantes en las actitudes sobre las prostitutas e, implícitamente, sobre las mujeres como colectivo social.
Sin embargo, la definición tradicional de las prostitutas no se limitaba al imaginario colectivo. En marzo de 1937, un periódico socialista publicó un extenso artículo sobre la prostitución en el que presentaba a la prostituta calificándola de mujer depravada que arrastraba a los jóvenes e inocentes soldados de la revolución a una inmoralidad sexual degenerada.
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La proyección visual predominante del “amor mercenario” como algo específico de las mujeres fue decisivo para la continuidad de la idea tradicional de la prostitución que, como representación visual, tuvo un impacto extraordinario. A largo plazo, tal proyección fue más eficaz propagando esta idea que los debates escritos más rupturistas modificándola.
Liberad a las prostitutas
La guerra impulsó la iniciativa rupturista de la organización femenina Mujeres Libres de crear liberatorios de prostitución. En contraste con las medidas oficiales y la tradición convencional en España, la prostituta, no la enfermedad venérea, era el núcleo de su política.
Otras organizaciones femeninas, como la Agrupación de Mujeres Antifascistas, también llegaron a considerar que “el combate contra la prostitución era una lucha a favor de la liberación femenina”
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y esporádicamente le prestaron alguna atención,
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pero fue la organización anarquista Mujeres Libres la que dio prioridad en su programa a esta cuestión: “La empresa más urgente a realizar en la nueva estructura social es la de suprimir la prostitución”
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. La iniciativa de la organización alcanzó también una gran resonancia social debido a que encontró apoyo en dos cargos de alto rango, Federica Montseny y Félix Martí Ibáñez. La cofundadora de Mujeres Libres, Amparo Poch y Gascón, directora de asistencia social del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, era una colaboradora cercana de la ministra Montseny. De ese modo, pudo canalizar la iniciativa de crear liberatorios de prostitución a través de esta institución oficial.
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En Cataluña, Félix Martí Ibáñez apoyó el proyecto con entusiasmo, pero la expulsión de los anarquistas del poder político después del conflicto de mayo de 1937 hizo imposible su desarrollo. No obstante las intensas campañas que lanzaron las mujeres anarquistas, los liberatorios nunca encontraron el respaldo de las instituciones oficiales, que orientaban sus políticas más hacia políticas higiénicas y sanitarias que previnieran las enfermedades venéreas y controlaran el foco de infección que a resolver los problemas de las prostitutas.
A pesar de este fracaso, el proyecto de liberatorios de la prostitución resalta los elementos de cambio y permanencia en el discurso y las directrices de las mujeres sobre la prostitución en un proyecto revolucionario. Las residencias se concibieron como una etapa transitoria de la “readaptación social”
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. Los liberatorios eran casas de rehabilitación donde las “mercenarias del amor” iban a recibir un tratamiento completo que consistía en cuidados sanitarios, psicoterapia y una formación profesional centrada en el aprendizaje de oficios.
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Mujeres Libres concibió un programa de cuatro puntos que tenía los siguientes objetivos: “Investigación y tratamiento médico-psiquiátricos; curación psicológica y ética para fomentar en las alumnas un sentido de responsabilidad; orientación y capacitación profesional; ayuda moral y material en cualquier momento que les sea necesaria, aun después de haberse independizado de los liberatorios”
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. El programa hacía hincapié en la necesidad de proporcionar recursos psicológicos a las prostitutas de modo que pudieran resocializarse para abrazar otros valores culturales y adaptarse a “un mundo junto al cual vivía, pero desde
fuera
, nunca sintiéndose en su interior”
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Conjuntamente con este enfoque psicocultural, el programa reconocía también la importancia de abordar las motivaciones económicas de la prostitución y ofrecer opciones alternativas para ganarse la vida. La formación profesional y las opciones alternativas de trabajo eran cruciales en las propuestas anarquistas para la abolición de la prostitución: “No podemos, en toda justicia, retirar a ningún ser humano su
modus vivendi
, repugnante, doloroso si quieren, pero necesario para sobrevivir, sin ofrecerle otra cosa a cambio. No es piadoso ni humano ofrecer palabras y discursos a los que no tienen ni para comer”
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. La independencia económica era un elemento decisivo del plan para erradicar la prostitución.
El apretado programa de los liberatorios tenía un planteamiento técnico y apenas daba a las mujeres ocasión de tomar la iniciativa. Aunque estos lugares de reposo se calificaban de “hogares liberadores”, las prostitutas no iban a liberarse por propia iniciativa sino por la de otros. Félix Martí Ibáñez admitió que la “redención de las mercenarias del amor tenía que ser cosa de ellas”, pero también dejó muy claro que eso ocurriría cuando “aceptaran los medios que les ofrecemos ahora para empezar una nueva vida”
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. A pesar del movimiento anarquista revolucionario que defendía la autogestión colectivizada, ni Mujeres Libres ni Martí Ibáñez pensaban que las prostitutas podrían rehabilitarse por sí mismas.
La propuesta de los liberatorios llevaba implícita la intención proclamada por muchos grupos reformistas anteriores de redimir a las prostitutas. Si bien no se expresaba abiertamente, este programa contenía la idea de que la regeneración moral era una parte necesaria de la adaptación social de las prostitutas. El propio Martí Ibáñez empleaba el término religioso de “redención” para describir los objetivos de los liberatorios.
La escasez de fuentes documentales nos impide reconstruir la opinión que tenían las prostitutas sobre los liberatorios y nos queda la duda de si querían redimirse y cómo interpretar la cuestión de su propia iniciativa en este asunto. El relato optimista, y tal vez ingenuo, que la escritora catalana de Esquerra Republicana, Aurora Bertrana, hace en sus memorias al describir el Distrito V, el barrio chino de Barcelona, revela cómo se adaptaron las prostitutas a los cambios revolucionarios por iniciativa propia y cómo modificaron sus expectativas personales en ese contexto:
Algunos proxenetas... y madames de burdeles han sido asesinados: otros han huido. El negocio de la prostitución se colectivizó. En apariencia, las calles estrechas y silenciosas... todo seguía como antes... Pero entonces, había muchos hombres armados y con gorras militares. Las mujeres se acercaban a ellos, libres y alegres. Se sentían dueñas de sus actos, nunca más sometidas a un amo o un intermediario. En los establecimientos de bebidas... iban de mesa en mesa con una nueva luz en sus rostros. Ya no miraban a los hombres como a posibles clientes, sino como a un posible compañero con el que compartir la ilusión del triunfo, una gota de felicidad, una sombra de ternura.
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En los primeros meses de la guerra, unas cuantas prostitutas se adaptaron a los tiempos revolucionarios y cambiaron su experiencia de vida haciéndose milicianas.
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Sin embargo, todavía se les seguía considerando como tales. Esto planteó la cuestión de las categorías analíticas cerradas. ¿Hay que definir siempre a las prostitutas solamente como prostitutas? ¿Serlo invalida una actitud antifascista revolucionaria auténtica? ¿Cómo tratamos a las prostitutas reformadas que cumplen sus obligaciones tanto en el combate armado como en las tareas auxiliares en los frentes?
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