Hace por ahora un año, la comida en Madrid no sólo era escasísima, sino que se requería, para adquirir la poca que se obtenía, un verdadero heroísmo. Las colas sufrían dos amenazas: una, la de los obuses; otra, la del frío. A veces, recibiendo una lluvia helada, se estaban hasta el mediodía y la tarde siguientes, desde las tres o las cuatro de la madrugada, a la intemperie, y con una temperatura de 3 y 4 grados bajo cero. Y estos sufrimientos los soportaban un día, y otro día, y otro día.
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La desoladora escasez de alimentos durante la guerra provocó un duro racionamiento que poco a poco fue implantándose en toda la España republicana. La población civil padecía malnutrición, hambre y enfermedad. Incluso las instituciones oficiales eran incapaces de hacer frente a la distribución y el racionamiento de los suministros, lo que agravaba la falta de alimentos.
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Las ciudades de Madrid y Barcelona eran las más afectadas por esa falta de abastos. En octubre de 1936 el racionamiento había llegado a Barcelona y en marzo de 1937, a Madrid. Para obtener huevos, pescado, carne y leche se exigía receta médica. En el verano siguiente se racionó el pan, alimento básico de la dieta, a 150 gramos por persona y, aun así, no siempre podía adquirirse; el agua y el carbón también eran escasos.
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La ineficacia de las delegaciones de abastos, los enfrentamientos políticos sobre los modelos económicos de distribución y el brusco descenso de la producción, no sólo provocaron graves carencias, sino también una especulación vertiginosa y la expansión del mercado negro.
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En 1937, la colección “Higiene de la Guerra”, de la Biblioteca Higia, publicó un folleto que contenía unos consejos básicos sobre nutrición e higiene alimentaria y aleccionaba a la población civil sobre las necesidades nutricionales y el consumo en épocas de escasez.
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El doctor Jesús Noguer-Moré, su autor, estableció la siguiente escala móvil de ingestión mínima de calorías en tiempos de racionamiento y restricciones:
Sedentarismo con actividad moderada...............
2000-2300 calorías
Trabajadores de la retaguardia con un trabajo normal..........................................................
2500-2800 calorías
Trabajadores con un trabajo intenso o soldados en campaña............................................................
3000-3200 calorías
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En realidad, esta escala estaba muy próxima a los mínimos normales establecidos por el propio doctor Noguer-Moré, que estimaba 2340 calorías para un adulto con una actividad moderada y 3120 calorías para situaciones de trabajo intenso.
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Los cálculos basados en el abastecimiento de alimentos en Madrid durante la guerra indican que desde agosto de 1937 a febrero de 1939 el consumo medio era mucho más bajo, de sólo 1060 calorías al día, con una ingestión diaria en diciembre de 1938 de aún más reducida, de 770 calorías.
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Desde el inicio del otoño de 1936, el hambre y la falta de provisiones se extendió por toda la retaguardia. En la primavera de 1938, la malnutrición crónica dio origen a una epidemia de enfermedades que asoló la población adulta de Madrid.
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Otras zonas próximas a los frentes como Asturias, País Vasco y Aragón, padecieron enseguida la escasez de suministros. La joven activista comunista Nieves Castro describe vivamente la dieta de los comedores colectivos, conocida popularmente con el nombre de “lentejas de Negrín”
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. Sin embargo, la mayoría de las amas de casa no tenían acceso a estos comedores colectivos. Para una gran parte de las mujeres, alimentar a su familia y personas a cargo se convirtió en una actividad tan difícil que ocupaba buena parte del día exigiendo una gran iniciativa e imaginación. Soportaban largas colas desde el alba hasta el anochecer y, dado que el sistema de racionamiento estaba mal organizado, tenían que ir de cola en cola para adquirir las distintas provisiones. Las recetas médicas que facilitaban leche para los bebés o verduras y pescado para los enfermos suponían también largas horas de esperas. Aun así, los alimentos racionados eran escasos e insuficientes para soslayar el hambre.
Las mujeres tenían que recurrir a otros medios para suministrar las provisiones básicas a sus familias y se hicieron expertas en el mercado negro y el trueque. Algunas que nunca se habían aventurado más allá de los límites de su barrio, cogieron trenes para ir al campo y a los pueblos de las afueras para comprar e intercambiar productos.
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Ropas, manteles, sábanas, clavos, palmatorias y otros artículos se cambiaban por aceite, harina, huevos, judías y patatas. Las amas de casa fabricaban jabón, lejía, zapatillas y ropas que luego trocaban por comida; al alba, las mujeres de Madrid tomaban el “tren del hambre” hasta los pueblos cercanos para intercambiar con los campesinos
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y otras que no tenían nada que cambiar se arriesgaban a robar comida y fruta de las granjas próximas. Muchas viajaban largas distancias rebuscando alimentos entre los desechos del campo. La búsqueda de provisiones era constante, ocupaba mucho tiempo, era peligrosa y absorbente, al igual que la preparación de la comida sin el combustible adecuado. Una mujer de la pequeña localidad catalana de Granollers recordaba:
Mi vida en esta época era buscar comida... Iba a Falset a buscar aceite, a Mora d’Ebre, a Monzón (Aragón), a Cambrills... A veces nos requisaban la comida. En Barcelona y Tarragona nos pillaron unos bombardeos muy grandes... De hecho, el racionamiento no nos daba para más, y no teníamos otra salida que buscar comida. Éramos muchas las mujeres que hacíamos esto.
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Para la mayoría de las mujeres, proveer de alimentos y necesidades básicas a los suyos era un trabajo a tiempo completo: además, tenían que enfrentarse a los graves problemas que se derivaban no sólo del racionamiento y la escasez, sino también de la rápida subida de la inflación y el paro. Los subsidios de compensación que recibían las familias de los soldados movilizados eran insuficientes, por lo que el consumo de la población civil se redujo drásticamente a lo largo de la guerra. No fue hasta septiembre de 1938 que el sindicato anarquista Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) propuso un “Subsidio Familiar por la Movilización Militar” al que esperaba que se adhiriera el sindicato socialista Unión General de Trabajadores (UGT).
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Sin embargo, para entonces, la situación económica en la retaguardia se había agravado seriamente y sólo el racionamiento, el trueque y el comercio en el mercado negro facilitaban la supervivencia diaria.
Desde finales de noviembre de 1936 a mayo de1937, las mujeres de Barcelona recurrieron a otros métodos para satisfacer sus necesidades y conforme a su forma tradicional de acción colectiva organizaron numerosas protestas por la falta de pan.
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Durante varios meses, se pusieron a la cabeza de gran cantidad de protestas y manifestaciones populares en las colas de los mercados y asaltaron las tiendas de aceite, jabón y comestibles para exigir que la población civil no careciera de los suministros básicos.
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Después de siete días sin pan, las mujeres del pequeño pueblo de Prat de Llobregat, cerca de Barcelona, ocuparon el ayuntamiento gritando “¡Queremos pan!” amenazando con incendiar el edificio y linchar al alcalde.
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A principios de 1937, los enfrentamientos políticos de los comunistas, los anarquistas y el POUM en apoyo de sus modelos de gestión económica politizaron la movilización femenina en las protestas por la subsistencia, movimiento que el POUM intentó dirigir en distintos momentos. No obstante, fue un auténtico ejemplo de acción colectiva femenina en defensa de su rol de género como proveedoras.
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Después del importante conflicto político que opuso los comunistas a los anarquistas y marxistas disidentes del POUM en mayo de 1937, se puso fin a la misma cuando los comunistas implantaron un férreo control de las colas de racionamiento.
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De fines de 1936 en adelante, los problemas del racionamiento y la escasez del mercado se agravaron cuando una gran multitud de refugiados procedentes de las zonas bajo ataque directo buscaron asilo en otras regiones de la España republicana, sobre todo en Cataluña. La Generalitat calculó que, hacia finales de 1936, habían entrado en Cataluña más de 300.000 refugiados, y que un año más tarde habían buscado refugio allá más de un millón llegados de toda España.
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Miles de refugiados fueron evacuados de Málaga, Madrid, Asturias y el País Vasco hacia las regiones más seguras de Murcia, Cataluña y Valencia, en las que, debido al gran aumento de la población, el abastecimiento era todavía más difícil. Esto constituyó en sí mismo un tremendo desafío a la supervivencia diaria, pero las necesidades de los refugiados se extendían más allá de la comida y abarcaban también el alojamiento, la ropa y los servicios médicos. De ese modo, la supervivencia en la retaguardia exigió un complejo sistema de distribución de suministros y servicios.
Las mujeres en la asistencia social y la sanidad pública
Una aportación muy importante a la economía de guerra y al funcionamiento de la sociedad civil fue el trabajo voluntario de auxilio que realizaron las mujeres quienes, además, tuvieron un papel decisivo en la administración de los diferentes organismos que abastecían las necesidades de los refugiados. Si bien la organización anarquista Mujeres Libres creó comités pro-refugiados, en junio de 1938 el gobierno designó a la Agrupación Mujeres Antifascistas (AMA) para que velara por los huérfanos y los soldados.
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El gobierno de la Generalitat elogió enormemente la labor asistencial que el grupo antifascista catalán Unió de Dones de Catalunya (UDC) proporcionaba a los refugiados de guerra, por lo que en octubre de 1938 nombró una representante de la UDC para formar parte de la Comisión Asesora de Ayuda a los Refugiados.
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Esta comisión se había creado hacía más de un año, en agosto de 1937, como un cuerpo consultivo del Comisariado para la Asistencia de los Refugiados, una institución oficial catalana.
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Aunque el reconocimiento formal de los servicios de la UDC tardó en llegar, pone de relieve la enorme aportación de los grupos antifascistas femeninos a la organización de ayuda a los refugiados.
Las instituciones oficiales, salvo honrosas excepciones, siempre habían ignorado a las mujeres, pero durante la guerra nombraron a unas cuantas para ocupar cargos de responsabilidad, sobre todo en la asistencia social, un campo en el que las españolas siempre habían desarrollado su actividad. La dirigente anarquista Federica Montseny fue la primera mujer ministra en España. Entre noviembre de 1936 y mayo de 1937, tuvo a su cargo el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social en el gobierno del primer ministro socialista Francisco Largo Caballero y a ella se deben numerosas iniciativas en el ámbito de la asistencia social, la ayuda a los refugiados y la sanidad pública.
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Al incorporarse a un mundo regido por unas reglas que habían escrito los hombres, Montseny desestimó los criterios tradicionales
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y colocó a mujeres como la doctora Amparo Poch y Gascón, cofundadora de Mujeres Libres, y otras de diferentes afiliaciones políticas, como la socialista doctora Mercedes Maestre, en puestos importantes de su ministerio.
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También designó mujeres para dirigir numerosas comisiones de ayuda a Madrid y el País Vasco;
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en enero de 1938, Elàdia Faraudo i Puigdellers fue nombrada directora general de evacuación y refugiados del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social.
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Bajo la dirección de Montseny, se modernizaron las instituciones de asistencia social de la España republicana en línea con lo que se había hecho en experiencias anteriores en las que las instituciones benéficas se habían redefinido como establecimientos de asistencia social.
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Sin embargo, cuando las instituciones oficiales no pudieron absorber la masa completa de desplazados, gran parte de la asistencia diaria a los refugiados recayó sobre las amas de casa y las familias que, a principios de 1937, les proporcionaron alojamiento. Aunque estaban en posesión de una “tarjeta de evacuación” que les daba derecho a víveres, el suministro de alimentos para estas bocas de más recaía, en gran medida, en la iniciativa de las mujeres.
Los partidos políticos y los sindicatos también organizaban el trabajo de auxilio voluntario en favor de los refugiados, gran parte del cual constituía un esfuerzo femenino.
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Las mujeres no sólo proporcionaban a los refugiados asistencia, comida y servicios sociales, sino que también organizaban a las refugiadas para que velaran por sus propios intereses en un nuevo entorno. La Agrupación Socialista de Refugiados Asturianos tenía su propio Secretariado Femenino, que promovía actividades culturales y de capacitación entre las refugiadas de Barcelona.
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La Generalitat creó un departamento llamado “Trabajo Femenino Voluntario” dentro del Ministerio de Trabajo que, bajo la dirección de Justa Soto, coordinaba múltiples actividades entre las refugiadas, como labor social, programas de capacitación, talleres y servicios de salvamento tras los bombardeos.
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Atender a los refugiados en las circunstancias de la guerra no era algo sencillo ni agradable. Las cuestiones básicas de la alimentación y la higiene no tenían fácil solución y la falta de recursos en las zonas cercanas a los frentes hacía que las condiciones de vida fueran intolerables. La escritora británica y activista antifascista Frida Knight describe vivamente en sus memorias las espantosas condiciones del centro de refugiados Pablo Iglesias, una fábrica inmensa y desmantelada de Murcia donde se alojaban provisionalmente unos 1.000 desplazados; la población de esa pequeña ciudad se había doblado después de la afluencia de más de 23.000 refugiados procedentes de Málaga:
La primera impresión del centro fue totalmente inolvidable; el hedor que te asaltaba a medida que te acercabas a la entrada, la vista de los montones de inmundicias y las montañas de basura y desperdicios, la de personas andrajosas sentadas y apoyadas en la puerta, los niños sucios y flacos arrastrándose en la semioscuridad del interior. Todo ello parecía sacado de la obra más sórdida de Dickens y apenas podía creerse que eso pudiera existir en 1937.
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