Aparte de estos problemas, la proverbial oposición al trabajo femenino remunerado era un obstáculo añadido a la integración de las mujeres en la mano de obra, ante lo cual los trabajadores españoles seguían reaccionando negativamente. Incluso en un contexto en el que se había reclutado a miles de trabajadoras para luchar en los frentes, no se pudo lograr que la integración de las mujeres en la fuerza de trabajo tuviera una aceptación generalizada. La mayoría de los trabajadores consideraba que las reivindicaciones laborales femeninas eran una usurpación del privilegio de los varones de un derecho preferencial al trabajo.
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En el mejor de los casos, la presencia de las mujeres en el mercado laboral se consideraba circunstancial o simplemente como un recurso temporal impuesto por las exigencias de los tiempos de guerra. Los debates, las actitudes y las políticas de la España en guerra estaban impregnadas de ideas convencionales con respecto al trabajo femenino remunerado. A pesar de que aparentemente las condiciones laborales habían cambiado, como en el caso de las industrias colectivizadas revolucionarias, todavía perduraban la oposición tradicional de los trabajadores, la segmentación del trabajo y la discriminación salarial.
Desde el comienzo de la guerra, las organizaciones femeninas realizaron una enérgica campaña que animaba a las mujeres a trabajar. Asumieron literalmente el lema “Mujeres al trabajo” y desarrollaron estrategias para ponerlo en práctica. Sin embargo, en vista de la hostilidad masculina general y de que muchas mujeres habían interiorizado las ideas inflexibles y convencionales sobre el trabajo femenino retribuido, incluso las organizaciones femeninas adoptaron ideas ambivalentes sobre este asunto. No obstante, tanto las agrupaciones femeninas antifascistas como Mujeres Libres defendieron oficialmente que las mujeres ocuparan los empleos para sustituir a los obreros. Una de las conclusiones más importantes del Congreso Nacional de la AMA de octubre de 1937 fue que las mujeres debían incorporarse inmediatamente a los puestos de trabajo.
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Esto tenía que acompañarse de un programa de capacitación, ofrecido por los sindicatos, que permitiera a las mujeres ocupar trabajos especializados.
Las mujeres y el trabajo remunerado
Las organizaciones femeninas antifascistas adoptaron una actitud pragmática y rara vez elaboraron análisis teóricos sobre la cuestión general del derecho de las mujeres al trabajo remunerado. Por el contrario, se concentraron en adaptar éste y la capacitación de las mujeres a las exigencias de la guerra. Lo más significativo era que justificaban su acceso al trabajo retribuido en función de las necesidades de la guerra y no sobre el principio de sus derechos. Señalaron que las mujeres podrían paliar las necesidades económicas, los niveles de producción y las exigencias de la guerra ocupando los puestos vacantes y eximiendo a los trabajadores para que pudieran alistarse.
En cambio, se debatió poco sobre el derecho de las mujeres al trabajo asalariado o sobre la independencia económica. Lo más importante es que, en un esfuerzo constante por apaciguar la aprensión de los hombres acerca de la competencia femenina, hasta la AMA se apresuró a indicar que el empleo femenino no debía concebirse como una amenaza al empleo de los hombres, ya que no tenían la intención de sustituirles de un modo definitivo. En sus reuniones políticas, la dirigente comunista Pasionaria se refería a menudo a esta cuestión, tratando de convencer a los trabajadores de que las mujeres no suponían una amenaza para sus puestos de trabajo ni durante ni después de la guerra. Según ella, tal insinuación era innoble y un insulto hacia las activistas militantes entregadas al antifascismo.
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La secretaria general de la AMA, Emilia Elías, sostenía que toda la mano de obra disponible, incluida la femenina, sería necesaria para reconstruir las industrias después de la guerra.
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Así, los llamamientos para que las mujeres fueran a trabajar se complementaban con explicaciones destinadas a disipar los temores de los trabajadores.
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Pocas fueron tan elocuentes como la dirigente comunista catalana Carme Julià, que en la Primera Conferencia Nacional de Mujeres del PSUC manifestó públicamente que “los hombres no han de ver, en la sustitución, hechos de dualismo y competencia, por tratarse de una cosa puramente transitoria y que cesaría una vez ellos hubieran vuelto del frente”.
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Desde que se fundara, la organización juvenil antifascista Unión de Muchachas había exigido derechos culturales y educativos para las mujeres con más energía que sus homólogas adultas y expresaba un alto grado de conciencia sobre la condición de la mujer y las limitaciones que las estructuras de género tradicionales le habían impuesto. La organización fue sumamente expresiva al afirmar la capacidad de las mujeres y su derecho a desarrollar sus conocimientos profesionales en las mismas condiciones que los hombres. En su conferencia de Madrid de mayo de 1937, la Unión de Muchachas adoptó la integración de la mujer en el trabajo como un principio fundamental de su programa global: “Organicemos y desarrollemos nuestra capacitación industrial, profesional y técnica con ayuda del gobierno, los sindicatos y los ayuntamientos, a fin de incorporarnos inmediatamente a toda clase de trabajo industrial y agrícola”
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Naturalmente, las expectativas laborales de estas muchachas no se limitaban al hogar. Como muchas otras, insistían en ocupar puestos de trabajo en fábricas y en los ámbitos del transporte público, la industria, la medicina y la ingeniería, así como en la aviación y otros campos relacionados con la guerra. Pero estas expectativas profesionales se frustraron enseguida al enfrentarse a la hostilidad manifiesta de los trabajadores y a la resistencia de los sindicatos y los organismos estatales a llevar a cabo los programas de capacitación. A medida que afrontaban estas dificultades y reservas, su entusiasmo inicial dio paso a una declaración más prudente de sus derechos y expectativas. En este sentido, su discurso tendía a hacerse ambivalente porque vinculaban su derecho a un empleo y a la formación profesional con las exigencias de la guerra.
El tema de la mujer y el trabajo se expresaba siempre de modo que no contrariara a los trabajadores: “Queremos una organización donde las chicas pueden educarse, adquirir aptitudes; una que se ocupe de abrir lavanderías para lavar la ropa de los soldados, en suma, una organización capaz de emprender todas las tareas que la guerra ha confiado a las mujeres”. Aunque la Unión de Muchachas seguía quejándose: “A pesar de las innumerables solicitudes a nuestros camaradas de los sindicatos, no se ha llevado a cabo nuestra capacitación”, tranquilizaban a los hombres acerca de sus buenas intenciones respecto a la estabilidad de sus puestos de trabajo: “No queremos desplazarlos de sus lugares de trabajo, no queremos suplantarlos; sólo queremos aprender, queremos saber, por si algún día la guerra les exigiera desplazarlos a las trincheras, poder ocupar sus puestos e impedir la paralización de la industria”
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Esta cita se hace eco de algunas ambigüedades y nos deja con la duda de poder aceptar buenamente este razonamiento y dar por sentado que estas muchachas no tenían realmente la intención de perseguir su derecho al trabajo de un modo agresivo. ¿O deberíamos interpretarlo como una tergiversación deliberada de su actitud real, elaborada para apaciguar el temor de los hombres a la competencia femenina y así asegurarse de que los trabajadores y los sindicatos no renunciarían a sus programas de capacitación? Si bien las muchachas antifascistas tenían la fuerte sensación de que la guerra anunciaba nuevas oportunidades laborales y algunas soñaban con ser pilotos, mecánicos o conductores, las limitaciones tradicionales sobre las opciones femeninas persistían y las fuertes restricciones socioculturales les impedían formular sus peticiones de trabajo sin tener que recurrir a justificaciones externas de la guerra.
Aunque algunas organizaciones femeninas justificaban el trabajo de las mujeres como una pieza necesaria del esfuerzo bélico, la anarquista Mujeres Libres adoptó una postura más abierta sobre este problema sin tener en cuenta su condición, situación familiar o circunstancias políticas. Algunas militantes apoyaban públicamente la idea poco popular de que las mujeres tenían derecho en todo momento a ocupar un puesto de trabajo remunerado, tanto si el país estaba en guerra como si no. También abordaban la cuestión específica de la relación entre la independencia económica y la emancipación femenina: “Las mujeres deben ser económicamente libres... Sólo la libertad económica hace que todas las demás libertades sean posibles, tanto para los individuos como para los países”
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. De modo que el trabajo femenino asalariado no podía limitarse a las circunstancias de la guerra. Según otras militantes de Mujeres Libres, el trabajo retribuido no sólo era un derecho sino también una obligación de todas las mujeres. La maestra Pilar Grangel lo expresó así:
El primer deber de la mujer como ser viviente es el trabajo. Y que conste, que sentamos este principio sin aceptar excepciones. Es condición indispensable, es cumplimiento de la ley biológica del ser humano... El trabajo es la ley del progreso humano, y el que se niegue a cumplir esta ley es un perturbador, es un parásito y, como todo parásito, es, forzosamente, una carga para los demás.
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Para evitar que las calificaran de parásitos sociales, las mujeres tenían que trabajar como los hombres; las diferencias de género no tenían porque suponer distinciones a este respecto. De hecho, la Generalitat de Cataluña había establecido el precepto del trabajo obligatorio universal cuando, en junio de 1937, obligó a todos los ciudadanos a poseer un certificado de trabajo, un carnet de identidad específico que daba detalles sobre la categoría laboral, salarios, profesión específico que daba detalles sobre la categoría laboral, salarios, profesión y negocios de un individuo. Penalizaba a los que no llevaran este certificado, que se utilizaba para seguir la pista a las actividades de la población activa a fin de identificar a los que intentaban eludir la llamada a filas. Si bien el decreto se aplicaba a los trabajadores de ambos sexos, ciertos grupos estaban exentos de llevar este carnet, entre ellos las mujeres que realizaban laboras domésticas, los minusválidos, los mayores de sesenta y cinco años y los miembros de las fuerzas armadas.
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De modo que la postura de Grangel obligando a todas las mujeres a trabajar con independencia de su situación doméstica era, en realidad, totalmente excepcional y no representaba en absoluto las actitudes predominantes de la época.
No sólo las anarquistas, sino también algunas mujeres de otras ideologías políticas, proclamaban su derecho y, claro está, su obligación al trabajo. La obrera textil comunista María Vendrell creía que los derechos laborales adquiridos por las mujeres durante la guerra debían continuar después: “Esta incorporación de las mujeres a la producción debe continuar después de la guerra. Una vez que haya pasado la escasez temporal de trabajo, no se debe permitir que las mujeres se encuentran de nuevo desprovistas de opciones como lo estaban antes del diecinueve de julio”
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. No obstante, a medida que avanzaba la guerra, parece que las demandas específicas de género perdieron importancia en favor de un esfuerzo bélico más conciliador hombre-mujer que no suponía abiertamente el derecho permanente de la mujer al empleo.
Las prioridades políticas y el cansancio de la guerra de finales de 1937 en adelante, hizo que el acceso de las mujeres al trabajo remunerado dejara de ser una postura conflictiva. Independientemente de las diferencias políticas partidistas, el tema del trabajo femenino se planteaba generalmente en unos términos que no pusieran en tela de juicio las formas imperantes de subordinación de género y la división sexual del trabajo. Sin embargo, las mujeres lograron expresar claramente algunas exigencias específicas. Por ejemplo, la paridad salarial y la igualdad de derechos a la capacitación y especialización profesionales era un principio común a todas las organizaciones femeninas. Las trabajadoras pretendían acabar con la injusticia y la desigualdad en el trabajo y consideración que esta época concreta de cambio social potencial era el momento de reparar los agravios tradicionales.
La demanda de a igual trabajo, igual salario estaba en el programa de todas las organizaciones femeninas,
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y a ella dedicaron un gran espacio informativo en sus publicaciones. La prensa tardó mucho más en publicar estas exigencias, que no recibieron la correspondiente cobertura hasta bien entrada la guerra cuando, para entonces, se habían convertido en un mero instrumento para conseguir que las mujeres participaran en una economía que se desintegraba bajo la presión del avance fascista.
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Las organizaciones femeninas también trataban de establecer una infraestructura de servicios de asistencia infantil y restaurantes colectivos para aliviar la carga doméstica de las madres trabajadoras. Las guarderías y los servicios de atención al niño llegaron a ser una característica de algunas fábricas y talleres que empleaban un contingente femenino significativo.
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No obstante, más que los aumentos salariales, la igualdad y las oportunidades de trabajo, lo que interesaba a las mujeres era que se les concediera una mayor dignidad y consideración social.
Los sindicatos y el trabajo femenino
A pesar de las diferencias políticas, todas las organizaciones femeninas tuvieron que vencer la indiferencia, la hostilidad y la falta de colaboración de los sindicatos dominados por los hombres, la anarcosindicalista CNT y la socialista UGT, a la hora de formar a las trabajadoras.
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La agrupación local de la AMA de Gandía presentó un informe interno al Comité Provincial de Levante en el que expresaba la frustración generalizada de las mujeres que deseaban trabajar pero que no eran admitidas a través de los canales establecidos: “Nos hemos ofrecido a la Junta de defensa pasiva e incondicionalmente pero nadie nos toma en serio. ¡Es desesperante en estos momentos! Los sindicatos no sé qué aguardan para cumplir sus promesas de incorporarnos al trabajo, lo harán cuando no les quede otro remedio”
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