Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil (27 page)

BOOK: Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil
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Rosario, dinamitera,
   
puedes ser varón y eres
   
la nata de las mujeres,
   
la espuma de la trinchera.
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   Sin embargo, las actitudes cambiaron enseguida. Como se vio en el capítulo 2, la propaganda se orientó hacia la movilización de las mujeres para que pusieran todo su empeño en la retaguardia. Se les dijo muy claramente que no debían considerarse equivalentes a los hombres y que los roles de los hombres y las mujeres en el conflicto eran diferentes.
   Durante la guerra, el discurso antifascista estaba cada vez más impregnado de vocabulario militar. “Movilizaciones”, “milicia femenina” y “batallones de mujeres” se convirtieron en términos habituales para describir la resistencia femenina antifascista, pero estos términos implicaban una clara distinción: el papel de las mujeres estaba estrictamente circunscrito a las actividades no militares de la retaguardia. Como declaró Dolors Piera, la dirigente del grupo antifascista catalán Unió de Dones, “En la retaguardia, cada mujer tiene que ser un soldado”
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. La división de los roles de género hizo su aparición. A los hombres se les asignaban las responsabilidades del combate militar mientras que las mujeres quedaban destinadas al servicio auxiliar y de apoyo en la retaguardia. Como describió Orwell, la actitud hacia las milicianas cambió de forma espectacular en el plazo de unos pocos meses. Se pasó de encomiarlas a ridiculizarlas y desacreditarlas.
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Por una vez, hubo consenso entre los partidos políticos muy divididos, los sindicatos e incluso las organizaciones femeninas, sobre la necesidad de obligar a las milicianas a retirarse de los frentes de combate y, en septiembre, se puso en práctica un procedimiento para forzarlas a abandonarlos. A finales del otoño, Largo Caballero sancionó este procedimiento y aprobó unos decretos militares que ordenaban a las mujeres retirarse de los frentes.
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No todas los abandonaron inmediatamente, pero a comienzos de 1937 su número había descendido drásticamente.
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   Es cierto que unas pocas milicianas, como Casilda Méndez y Lena Imbert, fueron de frente en frente incluso hasta bien entrado 1937, pero eran casos sumamente excepcionales. En diciembre de 1936, ya se había mandado aviso a los voluntarios extranjeros de que las mujeres no podían alistarse en la milicia.
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A primeros de septiembre, el PSUC modificó su llamamiento anterior a la participación de las mujeres en la milicia y les pidió que se organizaran en la retaguardia. La consigna “Los hombres a los frentes de combate, las mujeres a la retaguardia” llegó a ser habitual en la mayoría de los ámbitos políticos. Un portavoz comunista reconocía que el impulso inicial de las mujeres de unirse a la milicia había sido noble, pero al mismo tiempo subrayaba que también había sido un gesto vacío. La razón que daba era que la falta de preparación de las milicianas había limitado su utilidad en los frentes:
   Debemos reconocer el mérito de estas valientes muchachas, que en la flor de la juventud ofrecían su vida en defensa de la libertad; pero no debemos olvidar que hay que tener un cierto grado de conocimiento y preparación para ayudar a un cirujano que está tratando de salvar una vida en grave peligro. Desgraciadamente, no todas las mujeres tienen tales conocimientos. Y esa es la razón por la que, a pesar del entusiasmo de estas bellas milicianas, muchas veces son de poca utilidad en los cuarteles o en los hospitales.
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   Aunque creían que las mujeres habían jugado un papel positivo en los frentes, no obstante algunas milicianas regresaron a la retaguardia porque se convencieron de que sus conocimientos serían más útiles allí.
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   Un rasgo curioso y difícil de valorar en esta evolución es el hecho de que ninguna de las organizaciones femeninas pusiera públicamente en tela de juicio la campaña para que las mujeres abandonaran el combate armado. Realmente se percibe un cierto grado de complicidad y una falta de voluntad para discutir abiertamente este asunto, aunque existen referencias esporádicas que narran la amarga desilusión de muchas milicianas al verse obligadas a dejar los frentes. Ni siquiera las revistas femeninas antifascistas expresaron una clara defensa conjunta de las milicianas. Pocos textos critican el desdén que los hombres situados en las estructuras de poder manifestaban hacia las mujeres,
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y pocos defendían la competencia femenina o ponían en duda la validez del argumento de que su falta de formación profesional o militar limitada su utilidad en los frentes de combate.
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   La falta de una ofensiva sostenida hacia las posturas oficiales señala la persistencia de los elementos tradicionales de la división del trabajo y las normas de conducta de género. La implicación fue que las milicianas constituyeron un grupo raro y atípico dentro de la inmensa mayoría de las mujeres. Además, el tono de las revistas femeninas tendía a ser, por regla general, de disculpa. Frases como “las verdaderas mujeres no traen la deshonra al frente”
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y “siempre que hablamos de mujeres en el frente, asociamos [la experiencia] a ciertos recuerdos desagradables”
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eran bastante corrientes; incluso el Secretariado Femenino del POUM, la organización femenina que había defendido más activamente la necesidad de que las mujeres recibieran formación militar, declaraba que las responsabilidades masculinas y femeninas en la guerra debían ser distintas y que el lugar adecuado de las mujeres no estaba en el frente de combate.
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   Se adujeron muchas razones para justificar el programa de confinamiento de las mujeres a la retaguardia. El argumento principal, presentado tanto por las organizaciones femeninas como por los grupos políticos, fue que eran más eficaces allí, puesto que estaban capacitadas para llevar a cabo las tareas de apoyo necesarias al esfuerzo bélico; simultáneamente, su falta de formación militar y el desconocimiento de las armas hacía que no fueran candidatas aptas para la contienda armada. En realidad, las propias milicianas reconocieron su dedicación a la labor de socorro y a los servicios sanitarios y hospitalarios auxiliares para los que estaban mejor formadas. No atribuyeron esta división del trabajo a ninguna cualidad innata de las mujeres, sino más bien a su falta de formación militar y de habilidad para manejar el fusil. Además, su rendimiento armado en el frente no logró mejorar porque los hombres eran reacios a entrenarlas en las armas.
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   Muchas mujeres pensaban también que un papel militar directo no era apropiado para ellas. Su preferencia supuestamente “natural” por la paz negaba su dedicación a la guerra. Las organizaciones femeninas denunciaban también la participación de las mujeres en el combate armado, lo que consideraban una emulación inadmisible de los varones y una conducta impropia de ellas. Las diferencias de género se subrayaban para explicar la diferenciación de roles y las distintas funciones de los hombres y las mujeres en la resistencia antifascista. Las organizaciones femeninas sostenían también que las diferencias psicológicas y biológicas imponían el confinamiento de las mujeres a la retaguardia. En julio de 1937, hasta la anarquista Mujeres Libres, defendía las diferencias de género como explicación de los distintos roles en la guerra.
   La mujer... comprendió que las escaramuzas callejeras distan mucho de parecerse a la lucha metódica regular y desesperante de la guerra de trincheras. Comprendiéndolo así, y reconociendo su propio valor, como mujer, prefirió cambiar el fusil por la máquina industrial y la energía guerrera por la dulzura de su alma de
Mujer
... ha sabido imprimir al grosero ambiente de guerra la delicada suavidad de su psicología femenina. Tiene cuidados maternales con los que fatigados de las jornadas de lucha regresan al sitio donde se hallan alojados, y procura mantener vivo el optimismo en trances difíciles en que el ánimo... empieza a decaer.
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   Había otro asunto en el fondo del debate. Para el otoño, el problema de la prostitución se había vinculado inextricablemente a la presencia de las mujeres en los frentes de combate. De ese modo, la nueva acusación, más ambigua, de que las milicianas estaban actuando como prostitutas, fue decisiva para desacreditarlas y motivar la demanda popular de que fueran expulsadas de los frentes. Se ordenó que las mujeres regresaran inmediatamente antes de que la enfermedad venérea se extendiera más. Esta acusación recibió una gran atención informativa tanto en la prensa republicana como fascista y fue un instrumento sumamente eficaz para confinar a las mujeres a la retaguardia. A menudo se vinculó a las milicianas con la prostitución e incluso se insinuó que representaban a la Quinta Columna y se infiltraban en las filas antifascistas:
   Al principio las prostitutas se unieron a la Milicia Popular con gran decisión y mucho entusiasmo; pero cuando los jefes de las divisiones militares se percataron de los estragos que causaban ciertas milicianas bien vestidas, pusieron fin inmediatamente a su actividad, que sin ninguna duda obedecía a un plan preconcebido de los fascistas para iniciar el movimiento contrarrevolucionario.
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   Algunas antiguas milicianas habían denunciado lo que consideraban un ataque difamatorio sobre su integridad orquestado tanto por la propaganda fascista como por las fuentes de información republicanas.
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La identificación de las milicianas con las prostitutas era demasiado simplista para sostenerse si se aplicaba a todas ellas en general. En las primeras etapas de la guerra, algunas prostitutas fueron al frente como milicianas o enfermeras tal como hicieron algunos criminales excarcelados, pero no se pensaba que estos últimos desacreditaran a todos los milicianos y soldados. Es imposible hacer una estimación de la cantidad de prostitutas que hubo en los frentes de combate,
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pero al parecer constituían una minoría muy pequeña y sólo permanecieron en ellos muy poco tiempo. Se dice que el famoso dirigente anarquista Buenaventura Durruti, responsable de la colectivización de la tierra en Aragón y de la creación del Consejo de Defensa de Aragón, había ejecutado a algunas prostitutas cuando se negaron a abandonar el frente de Aragón.
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   Como en el caso de los milicianos y los soldados, las milicianas formaban un grupo heterogéneo. El doctor Félix Martí Ibáñez, sexólogo, escritor y reformador sexual anarquista, estableció el triple perfil de las mujeres que iban a los frentes de combate. Como otros muchos escritores, diferenciaba entre las revolucionarias auténticas, las mujeres con experiencia política y aquellas cuyos motivos eran dudosos. Según esta clasificación, las auténticas milicianas sólo formaban una minoría muy pequeña. El segundo grupo, y el más grande, constaba de lo que Martí Ibáñez llamaba las mujeres “románticas”, que “obedeciendo a un impulso, partían para el frente como enfermeras, soñando con ser Joan Crawford, vestidas con el uniforme rojo y blanco y cuidando las heridas invisibles y líricas de héroes rubios y fotogénicos, cayendo después desmayadas delante del cuerpo de un miliciano o un soldado mutilado por la metralla”
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. Según Martí Ibáñez, esta imagen romántica y falsa de la guerra tenía que ver más con las novelas que con una valoración realista de la misma, lo que condujo a muchas mujeres a buscar una compensación a su sufrimiento en brazos de los milicianos. Los prejuicios de Martí Ibáñez le impidieron ver el lado opuesto de este argumento, el de los muchachos que podrían desear ser héroes a lo Gary Cooper y buscar solaz en los brazos de las heroínas del frente. Junto a estas dos categorías, Martí Ibáñez presentaba un tercer grupo de mujeres mercenarias que iban a los frentes a comercializar sus cuerpos como prostitutas.
   La equiparación de la figura de la miliciana con la prostituta se generalizó a principios de 1937. Con todo, a pesar de la falta de información, una lectura más detenida de la situación de las milicianas a través de sus testimonios en el frente indica una realidad bien distinta, en la que la prostitución estaba lejos de abundar. Antiguas milicianas reiteraron que, mientras estuvieron en los frentes de combate, no vieron ni tuvieron contacto con prostitutas. Es cierto que, en contraste con las rígidas normas tradicionales de la conducta de género, el desarrollo de las relaciones personales entre algunos hombres y mujeres del frente experimentó una cierta laxitud.
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De vez en cuando se establecían nuevas relaciones, pero muchas de las mujeres ya habían creado lazos formales con los hombres a los que habían acompañado a los frentes. De hecho, muchos de estos hombres y mujeres se casaron más tarde. Otras milicianas comentaron que en los frentes no había tiempo para pensar en relaciones personales o sexuales, pues estaban demasiado ocupadas luchando por sobrevivir y combatiendo el frío, el hambre, los piojos y el enemigo.
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Algunas mujeres señalaron que, aunque compartieran la cama con milicianos, nunca se habían visto acosadas.
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La miliciana Casilda Méndez afirmaba, además, que las relaciones sexuales en el frente constituían una opción natural, consciente y, por tanto, admisible de hombres y mujeres:
   Se acabó la mujer circunscrita a los quehaceres domésticos y a la cama para dar gusto al marido. Eso de que la mujer aquella iba al frente para acostarse con los milicianos... todo eso es mentira. Ahora bien, nadie podrá evitar que donde hay mujeres y hombres se creen simpatías y afinidades; algunos lo llaman atracción química o atracción celular, y que se formen lazos, sobre todo en lugares alejados de las zonas urbanas como el frente de Aragón. Pueden existir contactos físicos, morales y espirituales, entre el hombre y la mujer que se encuentran en los frentes. Lo contrario sería una aberración.
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   A menudo se expresaba el argumento de que las mujeres debían retirarse de los frentes debido al peligro de que las enfermedades venéreas se extendieran; esto, indudablemente, llegó a ser uno de los factores principales del creciente descrédito de la miliciana. Es cierto que uno de los problemas sanitarios más importantes de la guerra era el control de las enfermedades venéreas que, ya en 1937, se habían convertido en un grave riesgo para la salud. Los archivos del Departamento de Derma-Sifilología del Hospital de la Santa Cruz y San Pablo (Gran Hospital de Cataluña) de Barcelona revelan un gran aumento de este problema durante los años de la guerra, al tiempo que una enfermera hacía constar que “las prostitutas causaban más bajas entre los hombres que las balas del enemigo”
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. El gobierno central y el gobierno catalán impulsaron políticas sanitarias en este ámbito. Existe muy poca documentación acerca del problema de la enfermedad venérea, pero es importante señalar que la propagación de este tipo de enfermedades pudo haberse debido más al extraordinario auge de la prostitución en la retaguardia, en donde el comercio creció para satisfacer la demanda de los soldados de permiso, que a la actividad sexual en los frentes de combate.

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