Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil (12 page)

BOOK: Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil
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   Las mujeres catalanas y otras españolas buscaban nuevos terrenos en los que asentar sus actividades compatibles con su educación católica conservadora. Así, los trabajos sociales y benéficos constituían también uno de los elementos centrales de su programa. En algunas asociaciones obreras femeninas de reciente creación, como la Federación de Costureras y la Federación Sindical de Trabajadores, se mezclaban los esfuerzos paternalistas por mejorar las condiciones laborales de las mujeres con un mensaje ideológico basado en la armonía de clase, el conservadurismo político y la ética católica. Entre otras actividades, estas mujeres promovieron el Primer Congreso sobre el Trabajo a Domicilio que se celebró en Barcelona en 1917.
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Este no era un movimiento típicamente sufragista ya que no se adhería al principio de igualdad sexual ni exigía el derecho de voto para las mujeres. Aun así, y desde una perspectiva de género, muchas activistas catalanas criticaban públicamente las normas imperantes que limitaban los horizontes de las mujeres obligándolas a asumir un papel subordinado en la sociedad; asimismo, mantuvieron un papel activo en la sociedad catalana y en los foros culturales, educativos y sociales. Se opusieron abiertamente al confinamiento de la mujer en el hogar y la familia y ejercieron una crítica feminista de las restricciones de género ocupando la esfera pública. Aunque
Or y Grana
apoyaba un rol de género más tradicional para las mujeres, una de sus primeras páginas mostraba una caricatura de Junoy de gran impacto que representaba a una señora gigantesca llevando a un hombre diminuto de una correa.
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A veces, el imaginario colectivo retrataba el miedo a las exigencias feministas.
   La identidad cultural femenina se basaba en las diferenciaciones de género bien definidas de la masculinidad y la feminidad. Aunque en términos generales las reivindicaciones de los derechos feministas seguían articulándose atendiendo a la diferencia de género, su avance en el contexto de una lucha política por los derechos nacionalistas y la modernización de Cataluña dio lugar finalmente a una plataforma política y, en cierta medida, a que se reconocieran como derechos políticos. De este modo la formulación de las demandas feministas a través del filtro del nacionalismo otorgó un mayor contenido político a sus derechos y trajo consigo un discurso más igualitario a finales de los años veinte. El feminismo y la conciencia de identidad cultural forjaron así una nueva definición de los factores determinantes de las relaciones de género.
   Otras organizaciones, como la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas y Cruzada de Mujeres Españolas —estas dos últimas más radicales—, adoptaron una postura sufragista y feminista más convincente.
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La Asociación Nacional, fundada por María Espinosa en 1918, exigía el fin de la discriminación legal de las mujeres casadas, el acceso a puestos de trabajo conformes con los “intereses morales y materiales de su sexo” y los mismos derechos de ascenso y paridad salarial. Bajo la dirección de Benita Asas pasó a la defensa del sufragio femenino a partir de 1924. Sobrevivió hasta 1936 y, aunque era minoritaria, durante esos años representó un programa feminista innovador. En 1934 intentó recrear un partido político feminista y, por lo tanto, presentar su propia candidata a las elecciones del Frente Popular de 1936 pero, para entonces, algunas de las militantes de la organización habían adoptado unas posturas feministas más radicales que ya no gozaban del apoyo de la mayoría.
   Carmen de Burgos, maestra y autora prolífica, era la principal dirigente de la Cruzada y la Liga; ambas organizaciones tenían una orientación política muy similar a la del movimiento sufragista anglo-americano.
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En un escrito de 1927, De Burgos clasificaba el feminismo español en tres grupos: feminismo cristiano; feminismo revolucionario, que recurría al socialismo como medio para lograr la emancipación femenina y feminismo independiente, con el que ella misma se identificaba. De Burgos había sido miembro de la Agrupación Femenina Socialista de Madrid en dos ocasiones pero tenía la impresión de que la dedicación que prestaban los socialistas a las mujeres era insuficiente. No estaba conforme con la opinión al uso en esos círculos de que el socialismo implicaba automáticamente la liberación de las mujeres.
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De Burgos defendía la igualdad sexual, las relaciones igualitarias entre los sexos basadas en el sufragio y el fin de la discriminación legal de las mujeres, la igualdad laboral y salarial y la promulgación de una ley de divorcio. No preveía la creación de organizaciones laborales exclusivas para mujeres sino que defendía la participación femenina en los sindicatos socialistas. Su rechazo de las actitudes paternalistas hacia las trabajadoras contrasta notoriamente con la legislación protectora que apoyaban
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la socialista Margarita Nelken y las reformadoras de todo el espectro político.
   En los años veinte empezó a crearse en España un movimiento feminista organizado. Sin embargo, en tanto que iniciativa colectiva, no era en absoluto comparable con las vastas movilizaciones en otros países de la primera oleada de feminismo contemporáneo. Las promotoras de esta primera elite de mujeres que no eran del todo sufragistas en cuanto a sus demandas. Los objetivos, políticas y estrategias del movimiento feminista cubrían un amplio espectro que iba desde las demandas de educación y facilidades laborales hasta el derecho al voto y la derogación de las leyes discriminatorias.
   Al igual que en muchos países europeos, como Francia o Italia, el feminismo en España fue una cuestión social más que política; durante mucho tiempo las mujeres tendieron a interiorizar las normas tradicionales y por ello juzgaban que la política y la esfera pública eran asuntos ajenos a ellas.
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Aunque hacia finales de los años veinte la definición de feminismo político basado en el principio de igualdad y el sufragio estaba más clara, el movimiento feminista constituía una franca minoría, con muy poca capacidad de movilización en cuestiones como el voto, de manera que, cuando en 1931 el nuevo régimen democrático de la Segunda República otorgó el sufragio a las mujeres, dicha concesión no se debió a la presión de los grupos sufragistas, aunque alcanzaron cierta resonancia, sino más bien a que con la instauración del nuevo régimen democrático se emprendió una revisión global de la legislación vigente.
   Si bien hubo algunas iniciativas políticas previas para introducir un sufragio femenino restrictivo, no fue hasta 1931 que se concedió el voto a las mujeres.
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Aun entonces existían enormes discrepancias entre las mismas mujeres acerca de la validez política inmediata del sufragio femenino. Resulta muy significativo que dos de las tres diputadas en el Parlamento, Victoria Kent, del Partido Socialista Radical, y Margarita Nelkn, del Partido Socialista, aunque teóricamente comprometidas con la igualdad y los derechos políticos femeninos, no estaban de acuerdo con la concesión en ese preciso momento del sufragio femenino, por motivos de conveniencia política, ya que temían que las mujeres fueran conservadoras en el ejercicio de sus derechos políticos. Sin embargo, Clara Campoamor, diputada del Partido Radical, realizó en el Congreso una brillante defensa del sufragio femenino en la que demostró la creciente adhesión al principio de igualdad y la concesión de los derechos políticos a las mujeres. En el clima hostil del debate parlamentario sobre dicha concesión, defendió con brillantez el concepto de ciudadanía política sin ningún tipo de restricción de género y abogó porque la nueva Constitución contemplara la igualdad de género. Campoamor fundaba la legitimidad de la joven democracia en la igualdad y estableció como principio básico de la Segunda República la ciudadanía política universal. Junto a unos presupuestos políticos democráticos y liberales, fundaba también sus argumentos en una política feminista, afirmando que si la Constitución no admitía el principio de igualdad de derechos políticos para las mujeres, la República recién instaurada se descalificaría como sistema democrático y se revelaría como un orden social patriarcal defensor de los intereses masculinos violando así el principio de la soberanía del pueblo:
   El primer artículo de la Constitución podría decir que España es una República democrática y que todos sus poderes emanan del pueblo, para mí, para la mujer, para los hombres que juzgan obligatorio el principio democrático, este artículo no diría más que una cosa: España es una República aristocrática de privilegio masculino. Todos sus derechos emanan exclusivamente del hombre.
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   La adhesión explícita de Campoamor a la igualdad y los derechos políticos individuales y universales era excepcional en este período marcado por las ambigüedades, tanto de la derecha como de la izquierda, en lo que respecta a la concesión del sufragio a las mujeres. El principio teórico de igualdad se iba admitiendo a medida que las discusiones se centraban en las repercusiones políticas que tendría un electorado femenino al que definían como falto de preparación, ineducado, políticamente conservador y dócil instrumento en manos del clero. Dirigentes importantes, como Margarita Nelken y Victoria Kent, argumentaron enérgicamente en contra de la conveniencia política de conceder el voto a las mujeres por su supuesta alineación política con las fuerzas conservadoras. Este razonamiento se fundaba en la clásica premisa de la dependencia femenina. En este caso, la ausencia de subjetividad política autónoma se basaba en el doble supuesto de la autoridad masculina en el seno de la familia —la mejor votaría lo que dijera el marido o el padre—; y la autoridad religiosa —la mujer votaría al dictado de los sacerdotes—.
   En 1931, seguía existiendo una lectura de la subjetividad política y de la ciudadanía desde una perspectiva de género, tanto en la derecha como en la izquierda. En el debate parlamentario se utilizaba al argumento del determinismo biológico para sostener la desigualdad de capacidades entre el hombre y la mujer. El Dr. Novoa Santos; diputado de la Federación Republicana Gallega, opinaba que las mujeres eran incapaces de actuar como sujetos políticos activos argumentando que conceder el sufragio y los derechos políticos a la mujer significaría poner la nueva República en manos de la histeria femenina. El Profesor Manuel Ayuso, del Partido Republicano Federal, adujo también diferencias sexuales y, según su definición biosocial de la mujer, declaró que no se les debía conceder el voto hasta los cuarenta y cinco años ya que hasta esa edad no adquirían el equilibrio psicológico, la madurez mental ni el control de la voluntad, en tanto que los hombres alcanzaban todos esos atributos a la edad de veintitrés años. El esencialismo biológico justificaba todavía la limitación de los derechos de la mujer como sujeto político. Algunos diputados más progresistas, como el socialista Dr. Juarros Ortega, recurrieron asimismo al razonamiento biosocial para justificar la concesión del voto femenino. La maternidad social era un elemento clave de su línea argumental que subrayaba la necesidad de que las mujeres tuvieran una presencia activa en el mundo de la política puesto que “la mujer representa un sentimiento de maternidad que el hombre no puede ni concebir. La psicología de la mujer es distinta de la del hombre [...]”
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. Juarros Ortega justificaba el derecho al voto femenino basándose en el conocido discurso de género que había elaborado Marañón con anterioridad: el hombre y la mujer eran complementarios y la experiencia femenina de la maternidad definía una actuación política diferente.
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El reconocimiento de la diferencia de género a través de la maternidad era algo en lo que se insistía tenazmente al justificar una idea complementaria de la subjetividad política femenina definida como defensora de unos valores morales y políticos más humanos debidos a la experiencia de la maternidad. De este modo, el concepto de maternidad como el rasgo que define la identidad de la mujer figuraba abiertamente en el debate sobre la nueva Constitución democrática. Aunque Juarros Ortega construyó el argumento de la actividad política desde una perspectiva de “maternidad social” con el objetivo de lograr una cohesión democrática, preparó el terreno para que se aceptara el ejercicio de la ciudadanía diferencial durante la Segunda República a pesar de que la nueva Constitución de 1931 estableciera finalmente los principios igualitarios cuando concedió el sufragio y los derechos políticos a las españolas.
   Las pautas de voto del electorado femenino en los años treinta necesitan todavía de un estudio sistemático, sin embargo, es evidente que el voto femenino no siempre fue conservador pues resultó decisivo en la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.
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Aunque las estructuras de género no se cuestionaron abiertamente, la modernización del Estado, el desarrollo de la democracia política, la secularización de la educación y la creciente participación de las mujeres en el movimiento obrero organizado condujeron al aumento de la conciencia femenina y a una nueva valoración de su condición social. Por primera vez, una pequeña elite de mujeres tuvo acceso a puestos políticos y administrativos de importancia, en tanto que otras se beneficiaron de algún modo de las nuevas tendencias culturales y de la modernización de la sociedad española.
   La situación de la mujer española era sin lugar a dudas menos descorazonadora de lo que había sido al comenzar el siglo. No obstante, incluso bajo este régimen democrático, todavía vigentes los procedimientos discriminatorios y aún más lento era el cambio de la mentalidad patriarcal. La convulsión social de la Guerra Civil ofrecería un nuevo contexto revitalizador que, como veremos, actuó de catalizador en algunos ámbitos para acelerar los cambios sociales y de género al tiempo que proporcionaba un entorno diferente favorable a la movilización masiva de las mujeres.
CAPÍTULO 2 REVOLUCIÓN Y RESISTENCIA ANTIFASCISTA: LAS MUJERES EN EL IMAGINARIO COLECTIVO Y LA RETÓRICA REVOLUCIONARIA

 

 

   La abundante historiografía sobre la Guerra Civil española ha ofrecido hasta hace unos años perspectivas macro históricas en donde la política y la economía, la estrategia militar y la diplomacia internacional proporcionaban la clave para su comprensión.
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Los avances más recientes de la investigación han abierto pautas interpretativas sociales y culturales en torno al significado de la guerra, con lo cual la complejidad de la dinámica histórica en este período se comprende mejor. No obstante, los estudios sobre la guerra han descuidado, en gran parte, la visión de las mujeres y la perspectiva de género. De modo que si se desea abrir una reflexión sobre la vida cotidiana, los sistemas de valores culturales o la experiencia colectiva de las mujeres, nuestros conocimientos siguen siendo fragmentarios y es difícil profundizar en el tema.
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