En España, la calidad global de la educación era espantosa y la de las mujeres notablemente peor. En un escrito de finales del siglo XIX Concepción Arenal señalaba que “En las escuelas de niñas (donde las hay), la mayor parte del tiempo se invierte en labores, y sólo por excepción la maestra sabe leer con sentido, escribir con ortografía y lo más elemental de aritmética”
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. Según ella, la inferioridad cultural de la mujer se debía sobre todo a su exclusión de una educación adecuada. En la línea de los pensadores ilustrados, Arenal situó la educación en el centro de su programa feminista, considerando que era una cuestión social y viéndola como un medio esencial para que la sociedad progresara. Expuso con claridad que a los hombres y a la sociedad les interesaba que las mujeres adquirieran una educación y afirmó, además, que tenían unos valores morales y humanísticos superiores que era necesario aprovechar.
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La emancipación de la mujer se relacionaba constantemente con su derecho a la educación que, a su vez, se consideraba la clave del progreso social y, por lo tanto, beneficiosa para la sociedad en su conjunto. La revista
La Mujer
defendía este punto de vista de la educación femenina como fuerza civilizadora. Sin embargo, también la contemplaba como un importante instrumento para la dignificación de la mujer y la mejora de su condición social. Las feministas rechazaban los estereotipos femeninos predominantes que las consideraban débiles, inconsistentes por naturaleza e incapaces de una existencia moral independiente fuera de la tutela masculina. No obstante, también actuaban dentro de los parámetros de una conformidad de género que veía la educación como un soporte del rol de las mujeres como madres, definido como su “misión sagrada” en la vida. Excepcionalmente, algunas feministas rompieron con el discurso de género al reclamar un papel para la mujer que fuera más allá de la esfera privada del hogar y la familia. Desde otra perspectiva Berta Wilhelmi publicó un escrito en el
Boletín de la Institución Libre de Enseñanza
en el que defendía públicamente los derechos de la mujer a la educación, la cultura, la ciencia y el ejercicio profesional: “Si la mujer pide por derecho propio el ejercicio de todas las profesiones, participar en las conquistas de las ciencias, cooperar a la solución de los problemas sociales, creemos que pide lo justo: pide la rehabilitación de media humanidad”
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A comienzos del siglo XX las deficiencias más importantes de la educación de las chicas de clase baja también concurrían en la educación de las clases media y alta. En ese período, la periodista Carmen Karr, directora de la revista
Feminal
y destacada feminista catalana, se quejaba continuamente del bajo nivel educativo que se ponía a disposición de las mujeres de clase alta, que normalmente recibían las clases de monjas ignorantes y carentes de preparación. Karr desarrolló un minucioso proyecto para la creación de un Instituto de Cultura Femenina cuyo propósito era proporcionar una educación de calidad a las chicas de clase alta. Su programa educativo no sólo ofrecía las asignaturas habituales de la enseñanza secundaria, sino también educación física, bellas artes, higiene, economía doméstica y religión junto con el desarrollo de los sentimientos y de un “espíritu cultural”.
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A principios del siglo XX, la postura de Karr y de otras muchas mujeres de clase media y alta, aunque conservadora, revelaba el cambio de opinión que se estaba produciendo con respecto a la educación femenina, pues poco a poco se iba aceptando la transformación de la perfecta casada ideal en una mujer instruida y, lo que es más significativo todavía, reivindicada por las propias mujeres.
Este cambio de actitud no aumentó sustancialmente la exigencia de un modelo educativo igualitario para chicos y chicas.
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La diferenciación de género en la educación estaba profundamente inserta en las normas culturales.
El libro de oro de la educación de las niñas
es una obra que tuvo mucha influencia y que se publicó por primera vez en los años de 1850, reeditándose varias veces en las décadas posteriores; en ella se formulaba esta distinción muy claramente: “Lejos de mí la idea de dar a la mujer la educación escolástica del hombre: todo lo contrario, debe enseñarle a ser mujer, previsora como la hormiga, laboriosa como la abeja”
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. A lo largo de generaciones las mujeres interiorizaron las normas educativas de género. En gran medida, siguieron aspirando a una educación que no lograba atender a su propio desarrollo personal ni a la ampliación de sus horizontes culturales y educativos conformándose con una formación específica dentro de los confines del rol tradicional adjudicado. A comienzos del siglo XX, los importantes avances que Carmen Karr había subrayado en las expectativas culturales de las mujeres “modernas” de clase media, constituían también un ejemplo de sus mismas limitaciones:
Las mujeres quieren comprender los problemas que conforman la vida espiritual de un hombre, de modo que no sólo sean la asistencia, la casera, la esposa prolífica o la figura para lucir las joyas y los vestidos preciosos que sólo sirve para proclamar la riqueza del cabeza de familia... Sin aspirar a ser cruditas han logrado comprender que la verdadera ciencia de una mujer moderna es elevar su espíritu y sus gustos de tal forma que los hombres encuentren en ella algo eminentemente necesario para su vida espiritual y su perfeccionamiento.
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El interés de las mujeres por aumentar sus oportunidades educativas no debe contemplarse como un desafío a su clásico rol familiar sino como un síntoma de cambio que muestra la revisión de los puntos de vista más tradicionales sobre la educación y la relación de la mujer con el hombre. La aspiración de instruirse supuso una cierta mejora en su situación de esposa como también en las expectativas culturales femeninas. También se puede atribuir este interés por la educación femenina a la modernización de la familia y a una mayor conciencia de la necesidad de unas madres mejor formadas para desempeñar la tarea de educar a su prole. Asimismo, no todas las mujeres alentaban una educación concebida para fomentar las prerrogativas masculinas. Algunas atacaban sin reservas tales iniciativas, como la escritora Emilia Pardo Bazán, que ya en 1892 había denunciado con una excepcional claridad de miras la utilización de las mujeres y la vigencia de un modelo educativo que reforzaba su subordinación: “No puede, en rigor, la educación de la mujer llamarse tal educación” afirmaba irónicamente “sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión”.
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En el curso del siglo XIX, los avances de la enseñanza pública en otros países europeos, como Francia y Gran Bretaña, habían ido equilibrando poco a poco las diferencias de alfabetización entre los sexos.
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En España, las deficiencias del sistema escolar y el fracaso de la reforma y las iniciativas educativas renovadoras produjeron en la población una tasa de analfabetismo muy elevada, siendo la tasa femenina sustancial y consistentemente más alta que la de los varones. En 1860, el 86% de analfabetos masculinos al 71%, en contraste con el 55.57% de analfabetos masculinos. Para entonces, sólo el 25.1% de las mujeres sabía leer y escribir correctamente. En el curso de las primeras décadas del siglo XX, el analfabetismo global experimentó un lento descenso. Hacia 1930, las cifras de analfabetismo femenino cayeron al 47.5% y las del masculino al 36.9%. Una tasa tan elevada (casi la mitad de la población femenina de España) era un factor significativo que reforzaba las limitaciones sobre las oportunidades culturales y laborantes de las mujeres. A pesar de que la tasa global de analfabetismo se redujo, en el nivel de instrucción las diferencias de género aumentaron.
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Sin embargo, las reformas que emprendió la Segunda República en los años treinta mejoraron considerablemente la situación puesto que las políticas de reforma educativa se centraban en la creación de escuelas elementales y la eliminación del analfabetismo infantil. En 1936, la tasa de analfabetismo había caído al 39.4% entre las mujeres y al 24.8% entre los varones. No es sorprendente que el período de cambio social que comenzó con la Guerra Civil y la revolución de 1936 movilizaran también a las organizaciones de mujeres en una ofensiva contra el analfabetismo femenino que se centró en campañas educativas concebidas para mujeres adultas.
Los obstáculos que limitaban el acceso de las mujeres a la educación primaria, secundaria y profesional se hacían mucho más acusados cuando se trataba de la educación superior. A finales del siglo XIX, algunas mujeres excepcionales habían asistido a la universidad y ya no era necesario que se disfrazaran de hombre, como había tenido que hacer Concepción Arenal. No obstante, los hombres todavía monopolizaban por completo la educación superior en aquella época. Las restricciones legales a la educación femenina superior continuaron hasta 1910. A finales de los años veinte la situación mejoró algo, pero la población universitaria femenina era todavía muy escasa concentrándose las estudiantes en las áreas de farmacia, medicina y humanidades. Aún más significativo era el hecho de que pocas mujeres ejercieron sus carreras después de obtener su licenciatura.
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Las mujeres médicos y abogados que ejercieron sus carreras profesionales eran figuras sumamente excepcionales que ganaron fama como símbolos políticos en los años treinta. En efecto, abogadas como Clara Campoamor y Victoria Kent llegaron a ser diputadas y desempeñaron —aunque desde posturas políticas opuestas— un papel decisivo en el debate sobre el sufragio femenino.
Paralelamente al progreso de la educación pública, el movimiento obrero desarrolló estrategias alternativas de renovación pedagógica y educación popular. No cabe duda de que los ateneos y demás centros culturales populares auspiciados por socialistas y anarquistas respondían a la demanda social de cultura y educación. Naturalmente, la difusión del conocimiento a través de estos centros tenía el propósito de transmitir un mensaje cultural en consonancia con los ideales sociales y políticos de sus impulsores. La educación popular tradicional abarcaba la formación elemental y técnica así como una amplia gama de actividades culturales. Sin embargo, estas, campañas tenían una clara definición de género y apenas respondían a las necesidades reales de las mujeres de clase obrera. Lo cierto es que algunas actividades trataban esporádicamente de las cuestiones que tenían una importancia específica para las mujeres, con conferencias sobre temas tales como la familia, la sexualidad, el control de la natalidad y la higiene, pero sin que se hiciera un esfuerzo sistemático para desarrollar una educación popular claramente dirigida a las mujeres.
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La gran cantidad de analfabetas, su bajo grado de instrucción y su falta de formación profesional y técnica componían una situación que requería una atención especial y unas políticas que remediaran tal discriminación. Pero incluso en los sectores de la izquierda radical, la hegemonía cultural masculina y los hondos prejuicios hacia la entrada de las mujeres en el mundo de la cultura dificultaban mucho el acceso de las obreras a la educación, aunque tuvieran algunas facilidades para ello.
Junto a la falta de prioridades educativas femeninas, la división sexual del trabajo aumentaba todavía más los obstáculos a la educación de las mujeres adultas pues éstas, además de realizar el trabajo asalariado, eran las únicas responsables del trabajo doméstico y el cuidado de los hijos, una doble carga que les dejaba poco tiempo libre pasa asistir a los centros de educación popular. Asimismo, los horarios de estas actividades culturales, los desplazamientos, la falta de una atención especial que animara su presencia y la ausencia de un programa educativo concreto destinado a satisfacer sus necesidades y expectativas hacían que no pudieran vencer fácilmente los numerosos y los prejuicios imperantes hacia la educación femenina adulta. Si bien la proporción entre las tasas de alfabetismo de los niños y las niñas se equilibró algo más, las necesidades de las trabajadoras, el sector más desvalido en el terreno de la educación de adultos, iban a quedar prácticamente desatendidas.
Tanto anarquistas como socialistas, los dos grupos principales del movimiento obrero español, afirmaban que la educación era la clave para la emancipación de la clase obrera y también un medio fundamental para lograr la emancipación femenina. A pesar de tales declaraciones y del reconocimiento explícito de que las obreras carecían de facilidades para educarse, ninguno de los grupos les dedicó un esfuerzo educativo semejante a las facilidades ofrecidas a los trabajadores. En 1879 el Partido Socialista Obrera Español (PSOE) incluyó en su programa político la educación integral para ambos sexos, pero los socialistas apenas crearon iniciativas dirigidas a facilitar tal educación a las mujeres. Ni siquiera las agrupaciones femeninas socialistas incorporaron planes educativos específicos a sus programas, si bien mencionaban la importancia de educar a las mujeres. El caso de la Agrupación Femenina Socialista de Madrid sirve como ejemplo de esta falta de atención sistemática. Esta agrupación, que se creó en 1906 y se disolvió en 1927, manifestó cierto interés en fomentar la educación femenina. En efecto, el primer punto de su programa establecía que su propósito era “Educar a la mujer para el ejercicio de sus derechos y la práctica de sus deberes sociales, con arreglo a los principios de la doctrina socialista”
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. Sin embargo, las actas de la agrupación revelan que la mayor parte de sus energías las dedicaron a elaborar una propaganda política en beneficio del partido socialista. No puede considerarse que las veladas literarias que tenían lugar para celebrar los aniversarios de la agrupación, las conferencias que de vez en cuando se daban a las lavanderas y modistas o las compañías emprendidas para obtener apoyo en favor de los dirigentes socialistas constituyeran un esfuerzo sistemático para facilitar una educación a las mujeres.
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En el programa de los anarquistas españoles figuró, desde su creación, la educación integral de ambos sexos y la emancipación femenina. Los anarquistas siempre habían hecho hincapié en el fomento de la educación popular alternativas pues pensaban que la educación y la pedagogía eran cuestiones clave para el desarrollo integral del individuo.
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La Federación Regional Española (FRE) de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) envió en 1871 una circular a los obreros en la que declaraba: “Queremos la enseñanza integral para todos los individuos de ambos sexos en todos los grados de la ciencia, la industria y las artes, a fin de que desaparezcan estas desigualdades intelectuales en su casi totalidad ficticias”
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