Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil (6 page)

BOOK: Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil
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   Hacia finales del siglo XIX, el discurso de género se basaba en el culto a la domesticidad y el modelo de la perfecta casada que Fray Luis de León describió por vez primera en el siglo XVI. No obstante, también es evidente que no todas las españolas se ajustaban a este modelo. En efecto, muchas aspiraban a desempeñar actividades que se salieran de los estrictos confines del hogar y los roles de género tradicionales. La abogada y reformadora penitenciaria Concepción Arenal (1820-1893) defendía, tanto en sus obras como en su vida cotidiana, que la mujer tenía que procurar ser algo más que esposa y madre. “Inculcar a la mujer que su misión única es la de ser esposa y madre”, afirmaba en su informe presentado al Congreso de Pedagogía en 1892, “equivale a decirle que por sí sola no puede ser nada, y aniquilar en ella su yo moral e intelectual, preparándola con absurdos deprimentes en la gran lucha de la vida”. Arenal recomendaba a las mujeres que “afirmaran su personalidad, independiente de su estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir... La vida es una cosa seria y grave, y que si se le toma como juego, ella será indefectiblemente juguete”.
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Aunque las opiniones de Arenal no eran representativas de la mayoría de las españolas, pueden darnos algunas pistas en torno al sistema de ideas contra el que tenían que medir su conducta y aportarnos indicios del significado de sus desafíos o de su aquiescencia frente a las normas de conducta y modelos de la feminidad vigentes.
   Arenal era una reformista liberal convencida que apoyaba la reforma moral de la sociedad y un cambio radical de la mentalidad individual. Notable defensora de los derechos de la mujer, puede considerarse que sus obras constituyen los cimientos del feminismo español moderno. Partidaria de la filosofía liberal ilustrada, se definía a sí misma como una “amiga del progreso” y defendía que la ciencia, la educación y la cultura eran vehículos hacia el progreso moral y material, la igualdad y la civilización. Como humanista radical abogaba también por la reforma social, la filantropía y el cristianismo ecuménico contra los dogmas tradicionales del neocatolicismo.
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Los principios de esta feminista se caracterizaban por la justicia social, la libertad, la educación definida como un derecho social, el racionalismo y el humanismo. Fue una de las primeras voces que se elevó en defensa de la mujer española y que estableció un programa feminista. Constituyó una figura de excepción en la sociedad española del siglo XIX pues traspasó los límites del anonimato privado para convertirse en una mujer de reconocido prestigio. Arenal tenía una idea muy clara de la capacidad intelectual de las mujeres. En un artículo publicado en 1869 y titulado
La mujer del porvenir
, contradecía las ideas científicas imperantes que apoyaban los argumentos a favor de la inferioridad fisiológica, moral e intelectual inherente a la mujer. En un debate público sobre los hallazgos de Gall publicados en
Phisiologie du cerveau
, un estudio muy popular en España basado en la craneología y uno de los fundamentos científicos de la idea de inferioridad femenina, Arenal rechazó sus argumentos y sostuvo que la inteligencia dependía de la calidad y no del tamaño del cerebro. Defendió que los inferiores logros culturales de las mujeres no se debían a causas naturales puesto que la inferioridad intelectual femenina no era orgánica sino cultural. En los años 1880 todavía continuaba el debate sobre la capacidad intelectual de la mujer. Entonces, la revista femenina
La Mujer
, publicada en Barcelona en 1882 bajo el lema “La mujer defenderá los derechos femeninos”, rechazó abiertamente la perspectiva misógina de las teorías de Joaquín Galdieri y otros científicos que mantenían argumentos parecidos sobre la inferioridad natural de las mujeres. Therese de Coudray, directora de la revista, desestimó tales afirmaciones por falsas y poco científicas y sostuvo que eran la base que justificaba la relegación social de la mujer.
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La atención que se prestó en esta época a los debates científicos que definían los roles, las normas y las identidades de género señalan un giro significativo en el cambio de los fundamentos del discurso de género en España, que se desplazaron, como había ocurrido en otros países europeos, de una legitimización religiosa a una nueva justificación científica.
   A lo largo de los años, otras mujeres desarrollaron los argumentos de Arenal, pero fueron pocas. Lo más inquietante es la aceptación que rodeaba la teoría de la diferenciación sexual de Marañón. Lucía Sánchez Saornil fue una excepción singularmente notable pues desafió públicamente dichas teorías. Sánchez Saornil era una telefonista, poeta y activista anarquista radical cuyas inquietudes feministas la llevaron en 1936 a ser una de las fundadoras de la organización anarquista Mujeres Libres. Consciente de la profunda influencia de la teoría de Marañón, sostenía que era sólo un método sutil y pseudocientífico para justificar la relegación social de la mujer. El concepto de que las mujeres eran principalmente esposas y madres suponía su sometimiento a un proceso biológico, a la procreación, y las convertía en una “matriz tiránica que ejerce oscuras influencias sobre los lejanos pliegues de su cerebro”.
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Sánchez Saornil pensaba que la maternidad nunca podría anular a una mujer como individuo. Las mujeres tenían la misma capacidad y el mismo potencial que los hombres y por lo tanto los horizontes femeninos debían extenderse más allá de los confines de su función reproductora. La maternidad era simplemente una de las muchas opciones que se les abrían a las mujeres. La socialista María Cambrils también se destacó al expresar otra visión del potencial femenino que contradecía el esencialista discurso biosocial dominante. Se enfrentó a la hostilidad pública y médica general al rebatir abiertamente las ideas de Marañón. Aunque reconocía que podía ser un “gigante” de la ciencia médica, irónicamente lo llamaba “pigmeo” por su forma de ver el feminismo.
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En un análisis excepcionalmente clarividente, Cambrils planteó el problema crítico del carácter androcéntrico de la ciencia y el rol patriarcal de los hombres de ciencia al propagar un discurso de género pseudocientífico que reforzaba el sometimiento de la mujer. Sostenía que la domesticidad y la maternidad consolidaban la esclavitud femenina: “Limitarnos al simple rol de guardianas del hogar y a las funciones fisiológicas naturales de la maternidad es nada menos que aceptar voluntariamente la esclavitud a la que la sociedad nos ha condenado debido a nuestra indiferencia y apatía con respecto a nuestra libertad que la autoridad abusiva del hombre controla injustamente”
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   Esta línea argumental subversiva era excepcional incluso en los sectores radicales y de izquierda y muy pocas de las mujeres que defendían lo que podría denominarse un feminismo obrero la apoyaban.
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En realidad, el discurso dominante de la domesticidad estaba tan extendido que las mujeres seguían interiorizando los valores de género. Pero no puede considerarse que las españolas fueran unas simples víctimas pasivas, pues se convirtieron también en agentes activas de transformaciones sociales que cuestionaban las relaciones de poder existentes entre los sexos. No obstante, debido a los poderosos mecanismos coactivos de control de género en una sociedad ya de por sí conservadora, era difícil el proceso de concientización colectiva de signo feminista.
   El control social informal a través de unos presupuestos conservadores no fue el único mecanismo que se puso en práctica para mantener la condición subalterna de las mujeres. Las normas de género se veían reforzadas por la discriminación legal, la segregación laboral y la desigualdad de las oportunidades educativas. Aquí el Estado jugó un papel decisivo en la articulación de las relaciones de poder entre los sexos; de modo que, junto al discurso ideológico que perpetuaba el sistema de poder de género, las normas económicas, legales y políticas también garantizaban la desigualdad entre los sexos. Los complejos mecanismos de control social formal e informal regulaban los roles y la conducta apropiada de género.
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En 1890 la escritora y feminista gallega Emilia Pardo Bazán señalaba indignada que muchas de las conquistas culturales y políticas que se habían alcanzado durante el siglo XIX habían aumentado la distancia entre los sexos: “Libertad de enseñanza, libertad de culto, derecho de reunión, de sufragio sirven para que media sociedad [la masculina] gane fuerzas y actividades a expensas de la otra media femenina”
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   A pesar de ciertos avances políticos, la ley garantizó la subordinación de la mujer hasta que la constitución democrática de la Segunda República de 1931 introdujo el principio de igualdad política entre los sexos. A lo largo de las décadas, la legislación española había implantado un control social formal para garantizar el sistema de géneros. Los Códigos Civil y Penal establecían claramente la subordinación femenina y la mujer casada estaba especialmente constreñida por la legislación vigente. Por ejemplo, el artículo 57 del Código Civil (1889) establecía que el marido debía proteger a su esposa y ella debía obedecer a su marido. Las mujeres estaban obligadas a fijar su residencia dondequiera que decidiera el marido (artículo 58), que era el administrador de los bienes y enseres de la pareja así como el representante de su esposa, la cual necesitaba su permiso para participar en todo acto público como pleitos, compras y ventas (excepto aquellas destinadas al consumo familiar ordinario) o cualquier tipo de contrato (artículos 58-62). Las mujeres necesitaban la autorización de sus esposos para realizar cualquier tipo de actividad económica, aunque se tratara de una mujer recién casada que de soltera hubiera estado llevando un negocio. Las mujeres que se dedicaban a los negocios, las tiendas o el comercio dependían totalmente de la buena voluntad de sus maridos, pues éstos podían revocar arbitrariamente su permiso en cualquier momento.
   Asimismo, las mujeres no controlaban su salario y eran sus esposos los que, por ley, lo administraban. En efecto, a pesar de las numerosas reformas en el régimen jurídico de las mujeres durante la Segunda República, la nueva Ley de Contratos Laborales (noviembre de 1931) mantenía todavía el control del marido sobre el sueldo de su esposa, aunque preveía la posibilidad de que las mujeres administraran sus salarios siempre que obtuvieran previamente autorización marital o en el caso de separación legal o
de facto
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   Según la ley, la autoridad del marido debía obedecerse automáticamente, recibiendo cualquier transgresión a la misma un severo castigo. La desobediencia y los insultos verbales eran motivo suficiente para encarcelar a una mujer, mientras que el hombre sólo era castigado si maltrataba a su esposa (Código Penal, artículo 603). La doble norma moral se afianzó legalmente, como lo demuestra el tratamiento dado a los crímenes pasionales y al adulterio. Según el Código Penal, el castigo para un marido que sorprendía a su mujer cometiendo adulterio y mataba a ella o al adúltero o les causaba graves heridas, era el destierro a una distancia mínima de 25 kilómetros de su domicilio legal durante un período que podía variar de seis meses y un día a seis años. Si las heridas eran leves, el marido estaba exento de castigo. Para las mujeres que cometían tales crímenes, el castigo era significativamente distinto. Los crímenes pasionales que producían la muerte del marido se consideraban parricidios y estaban penados con cadena perpetua (Código Penal, artículo 238).
   El adulterio tenía también connotaciones de género diferentes. Toda mujer casada que yacía con un hombre que no era su marido era sentenciada a una pena de prisión de dos a seis años, en tanto que la infidelidad de un marido ni siquiera se consideraba adulterio a no ser que tuviera una concubina en el hogar conyugal o en otra parte y además provocara escándalo público (Código Penal, artículos 448 a 452). Conforme a las normas de conducta de género reforzadas por la ley, la doble moralidad sexual se consideraba legítima; sólo cuando la conducta del varón amenazaba la institución social de la familia o el decoro público se juzgaba necesario contenerle y castigarle. Por el contrario, toda mujer, por discreta que fuera, que transgrediera el código sexual de género era culpable de cuestionar la supremacía masculina y el derecho del marido a controlar el cuerpo de su esposa considerándose, por consiguiente, como una grave amenaza para el mantenimiento de la familia y de la honra masculina, una conducta transgresora demasiado amenazadora para el sistema de género imperante y que la ley castigaba explícitamente.
   La autoridad jerárquica de los hombres sobre sus esposas e hijos en el seno de la familia estaba claramente definida. El control paterno era tal que las madres casadas no tenían la patria potestad sobre sus hijos e incluso en el caso de las viudas, éstas la perdían si volvían a casarse a no ser que el marido anterior hubiera estipulado expresamente lo contrario. El respaldo legal de este tratamiento discriminatorio de la mujer continuó hasta que se emprendieron las reformas legislativas democráticas de los años 30, y aun entonces sólo Cataluña introdujo una igualdad jurídica total entre los cónyuges.
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Así, a lo largo de varias décadas, la carga legal y los valores culturales vigentes subscribieron la subordinación de las mujeres a la autoridad masculina.
Previsora y laboriosa: la educación y la misión de la mujer

 

   El lento avance en el terreno de la educación escolar y cultural de las mujeres constituye también un factor decisivo en la discriminación del género. La proliferación en el siglo XIX de los Estados liberales en Europa occidental significó la expansión de la enseñanza pública como medio de propagar la cultura burguesa y de consolidar los regímenes liberales. Aunque se consideraba que las mujeres formaban un grupo social que requería una educación distinta de la que recibían los hombres, poco a poco fue perdiendo crédito la opinión inicial de que la educación, tanto desde un punto de vista físico como mental, podía ser perjudicial para ellas. A finales del siglo XIX, el hecho de que las mujeres recibieran una educación adecuada se convirtió en un tema habitual de debate en los círculos educativos. Sin embargo, este cambio de actitud no cuestionaba la jerarquía de género: el acceso femenino a la educación se concibió para consolidar la división sexual del trabajo y proporcionar a la mujer una formación apropiada a su rol tradicional de esposa y madre. No obstante, representó un gran progreso ya que la creciente demanda de educación hizo comprender que la ignorancia no garantizaba una mayor domesticidad, obediencia o complacencia con los deberes de ama de casa.

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