Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil (8 page)

BOOK: Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil
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   Existen algunos indicios de que en el siglo XIX se realizó una serie de actividades educativas orientadas especialmente a mujeres y niñas, como fue la escuela para chicas que organizó el Ateneo Catalán de la Clase Obrera fundado en 1872, el cual propuso un programa de lectura, escritura, aritmética, gramática, economía doméstica, punto de aguja, zurcido y corte y confección para los cursos elementales, y de dibujo, geometría, geografía y bordado para los más avanzados. Se seguía un método más racional para que la enseñanza unificara las condiciones de utilidad real para el presente y el futuro de la clase trabajadora.
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Si bien el movimiento libertario dedicó más atención a la educación femenina que los demás sectores de la clase obrera, las iniciativas no estaban muy extendidas y solían ser esporádicas. Aunque los programas de los ateneos anarquistas contenían temas de importancia para las mujeres, su programa educativo no contemplaba la educación femenina como tal. En efecto, ninguno de los medios culturales de la clase obrera promocionó realmente la presencia de la mujer.
   Hacia finales de los años 1920, la participación femenina en los centros culturales obreros había aumentado aunque todavía persistían la suspicacia y los malentendidos acerca de su presencia. Al mismo tiempo las mujeres estaban cada vez más descontentas del tratamiento sexista que se les deparaba. Se afirmaron más en su rechazo a los prejuicios de los hombres sobre la educación femenina y los acusaron de tratarlas como objetos sexuales. Arremetieron contra las normas culturales que concedían poca importancia a las aspiraciones femeninas en cuanto a la cultura y la educación, y especialmente contra la insistencia de los hombres en que las mujeres permanecieran en estado de ignorancia.
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   No sólo los círculos conservadores tradicionales exhibían tales actitudes, sino que éstas se daban también entre los radicales, pues incluso los revolucionarios políticos se oponían de forma flagrante a la educación femenina. En un artículo publicado en el periódico anarquista
Solidaridad Obrera
, Lucía Sánchez Saornil denunció el comportamiento sexista de los compañeros anarquistas. Este ejemplo de rechazo manifiesto de la cultura y la educación femeninas por parte de los varones ilustra en grado sumo el estado de opinión generalizado que tenían que afrontar la mayoría de las mujeres, incluso en los ambientes radicales de izquierda:
   Varías veces había tenido ocasión de dialogar con un compañero que parecía bastante sensato y siempre le había oído encarecer la necesidad que se hacía sentir en nuestro movimiento del concurso de la mujer. Un día, que se daba una Conferencia en el Centro, le pregunté: —Y tú compañera, ¿por qué no ha venido a oír la conferencia?— La respuesta me dejó helada: —Mi compañera tiene bastante que hacer con cuidarme a mí y a mis hijos—. Otro día fue en los pasillos de la Audiencia. Me hallaba en compañía de un camarada que ostentaba un cargo representativo. Salía de una de las salas una abogada, tal vez defensora de la causa de algún proletario. Mi acompañante la miró de soslayo y murmuró mientras esbozaba una sonrisa rencorosa: —A fregar las mandaba yo a éstas—.
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   Hasta que las mujeres empezaron a organizarse no se abordó seriamente la cuestión de una educación específica para ellas. Lo que en un primer momento llevó a crear la organización femenina anarquista Mujeres Libres en abril de 1936 fue la conciencia de que la mayor parte de las mujeres que deseaban acceder a la cultura y la educación se desanimaban a causa de los obstáculos del antagonismo masculino y los prejuicios sexistas. La primera agrupación la formaron unas cuantas mujeres que se sintieron ofendidas por la hostilidad masculina en las clases que se celebraban en la Federación Local del sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Una de las fundadoras de Mujeres Libres, la escritora y periodista Mercedes Comaposada, explicó que los primeros objetivos de la agrupación eran culturales y educativos, concebidos para formar a las mujeres, proporcionarles autoestima y ampliar sus horizontes laborales y sociales. Según Comaposada, las mujeres iban a reconvertirse en “dueñas de una capacitación y personalidad femeninas... desempeñar cualquier cargo dentro de la organización y, así, quitarle ese sello que parecía ostentar, ese carácter de ‘para hombres solos’... o, simplemente, prepararlas... para aliviarlas de su triple esclavitud: esclavitud de ignorancia, de hembra y de productora”
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   Así pues, antes del comienzo de la Guerra Civil ya se había producido un desarrollo considerable de la conciencia femenina sobre la necesidad de favorecer la educación de las mujeres tanto en el ámbito oficial como en el popular. En 1936, el contexto socio-político de la guerra fue decisivo para que las mujeres intentaran desarrollar un programa específico a favor de la educación de las mujeres adultas.
Invisible pero decisiva: la mujer y el trabajo

 

   El trabajo era otra esfera en la que los poderosos mecanismos coactivos mantenían las desiguales relaciones de poder de género imponiendo la segregación laboral y la discriminación de la mujer. Las actitudes hostiles hacia el trabajo remunerado femenino influían de forma muy importante en la distribución y las condiciones laborales de la mano de obra femenina. También reforzaban la idea de que su participación en el proceso económico era socialmente inaceptable. Estos factores, junto al lento y desigual desarrollo de la industrialización española, reducían las oportunidades de las mujeres en el mercado laboral. Tenían menos salidas profesionales, recibían siempre salarios mucho más bajos que los hombres y se concentraban en tareas no especializadas en sectores mal retribuidos.
   A lo largo de las décadas, el debate sobre el acceso de la mujer al trabajo asalariado apenas experimentó cambios decisivos. Los fundamentos ideológicos de la postura conservadora y de la Iglesia Católica, uno de sus exponentes más importantes, se basaban en el culto a la domesticidad y la rígida separación entre las esferas pública y privada. Desde la infancia, las mujeres aprendían que su meta en la vida era cumplir con sus deberes de esposa y madre en el ámbito del hogar. De ese modo, toda incursión en la esfera pública del trabajo se consideraba antinatural y un desdoro de su misión “sublime” de madre y “ángel del hogar”. El rechazo del trabajo femenino remunerado se centraba en el argumento de que representaba una amenaza a la seguridad y el bienestar de la familia.
   Poco antes del alzamiento militar de 1936, Joan Gaya escribió un artículo en la revista conservadora
Catalunya Social
en el que rechazaba abiertamente la integración de la mujer en el mercado laboral. El argumento del autor indica lo interiorizado que estaba el discurso de género de la domesticidad, ya que la razón principal por la que rechazaba el trabajo femenino remunerado era porque cuestionaba la autoridad del hombre, uno de los principios básicos de la institución familiar tradicional. El artículo sostenía que la independencia económica de la esposa minaba la autoridad, la dignidad del marido y su amor propio. Así, los hombres tenían la impresión de que todo cambio en el seno de la familia como en la sociedad en general. Sólo en el caso de graves apuros económicos, provocados sobre todo por el paro masculino, se permitiría que la mujer tuviera un trabajo remunerado, pero únicamente el que se considerara más adecuado al sexo femenino, aun cuando eso supusiera ganar un salario más bajo. La conclusión del artículo es casi apocalíptica:
   Dios, al echarlo del Paraíso, le impuso la obligación de ganarse el pan con el sudor de su frente. A la mujer no le ordenó tal, sino que con los necesarios dolores [...] se cuidara de sus hijos. Mientras la mujer eluda lo que le ha sido mandado y se empeñe en ocupar el lugar del hombre, es inútil preocuparse; el mundo irá por los espantosos senderos de muerte y de miseria por dónde camina desde hace ya siglos.
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   Lo significativo es que a mediados de los años treinta las ideologías conservadoras rechazaron con mayor ímpetu el trabajo femenino asalariado precisamente porque la participación de la mujer en el mercado laboral tendía a aumentar. Lo que preocupaba a los hombres como el conservador Joan Gaya era que, en esos años, las chicas de clase media ya no aceptaban el matrimonio como la única misión de su vida o, al menos, eran más selectivas a la hora de elegir un marido.
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Lo que temían era una ruptura del código de género que defendía la supremacía del hombre y la subordinación de la mujer, y más aún un despliegue de las demandas femeninas que podría llevar a cuestionar su rol tradicional de esposa dócil y “ángel del hogar” sumiso.
   El rechazo al trabajo femenino remunerado se centraba en la creencia de que la dependencia económica de la mujer era vital para salvaguardar una jerarquía de género dentro de la familia y, así, la esposa asalariada llegó a constituir un símbolo de la degradación masculina. Ese rechazo no era exclusivo de un sector social concreto, si bien los ideólogos conservadores eran los que más vociferaban. Sin embargo, todas las clases mostraban su hostilidad hacia el trabajo femenino extra-doméstico y aunque no la expresaban en su doctrina ni en su programa político, las de izquierdas la practicaban.
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La actitud que adoptaron anarquistas y socialistas era sumamente ambivalente, ya que a su aceptación teórica del derecho femenino al trabajo remunerado se unía su rechazo en la práctica, no obstante sus posturas iniciales aceptando ese derecho.
   Prácticamente desde su creación, el movimiento anarquista ligaba el derecho de la mujer al trabajo remunerado con su derecho a la autonomía y la independencia. En el II Congreso de la Federación Regional Española celebrado en Zaragoza en 1872, se aprobó una declaración radical que ponía de manifiesto la simpatía inicial que suscitó la cuestión del trabajo femenino asalariado dentro del movimiento anarquista español:
   La mujer es un ser libre e inteligente, y, como tal, responsable de sus actos lo mismo que el hombre; pues si esto es así, lo necesario es ponerla en condiciones de libertad para que se desenvuelva según sus facultades. Ahora bien; si relegamos a la mujer exclusivamente a las faenas domésticas, es someterla, como hasta aquí, a la dependencia de un hombre, y, por tanto, quitarle su libertad. ¿Qué medio hay para poner a la mujer en condiciones de libertad? No hay otro más que el trabajo.
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   A pesar de esta decidida defensa del derecho de la mujer al trabajo retribuido y de los progresos que el movimiento obrero español realizó a finales del siglo XIX y principios del XX, los trabajadores seguían mostrando explícita y constantemente su hostilidad manifiesta hacia tal derecho.
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La mayoría de los sindicatos y las organizaciones obreras daban por sentado que las trabajadoras constituían una amenaza desleal a las condiciones de trabajo y a los salarios existentes, así como un obstáculo al progreso de la lucha obrera.
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Gran parte de esa hostilidad era verbal y, a veces, ejercía una enorme presión sobre las mujeres para disuadirlas de aspirar a un empleo.
   Muchas fueron las estrategias que emplearon los trabajadores para impedir que las mujeres ocuparan un puesto de trabajo, pero pocas llegaron hasta el punto de provocar una huelga, como sucedió en Barcelona en el verano de 1915.
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Los trabajadores de un número de fábricas de pasta de sopa iniciaron una huelga de cuatro meses con el objetivo expreso de expulsar a las mujeres que ocupaban “puestos de trabajo masculinos” e imponer una reglamentación laboral que les impidiera ocupar trabajos manuales en esas fábricas.
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La hostilidad de los trabajadores al trabajo femenino retribuido y la presión del discurso dominante de la domesticidad crearon notables obstáculos a las mujeres al tiempo que favorecían su canalización hacia puestos de trabajo específicos, consolidando así la segregación en el empleo.
   En realidad, el discurso sobre el trabajo femenino asalariado no reflejaba su experiencia laboral de siempre sino que más bien la ocultaba. La mayoría de las mujeres había trabajado bien en las industrias textiles, en el trabajo a domicilio, en el servicio doméstico, en el comercio callejero, en los quehaceres domésticos o en la agricultura. Aunque gran parte de los historiadores económicos han pasado por alto la perspectiva de género en el desarrollo de la industrialización española y no existe todavía una documentación completa del papel de la mujer en el crecimiento económico de las diversas regiones de España, parece ser que su participación es digna de tener en cuenta.
   Cataluña fue la primera región en emprender la industrialización y tuvo una larga tradición de empleo femenino en la industria textil; hacia la mitad del siglo XIX, el empleo femenino e infantil constituía el 60% del sector textil y, de hecho, las obreras de este sector suponían un 40% del total de la fuerza de trabajo catalana.
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Durante las primeras etapas de la industrialización, las mujeres llevaron a cabo gran parte de la producción en el sector algodonero de la industria textil catalana. En zonas menos desarrolladas, como Galicia, Andalucía y el centro de España, el trabajo femenino en las explotaciones agrícolas era absolutamente crucial. En la zona minera del País Vasco, la provisión de servicios de lavado de ropa y cocina para huéspedes generaban unos ingresos.
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Asimismo, los servicios de lavado, cocina, planchado y costura que proporcionaban las mujeres en todas las grandes ciudades, era otro rasgo invisible del trabajo femenino.
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   Muchas historiadoras han señalado la importancia que durante este período tuvo la contribución de la mujer a la economía familiar y han subrayado que la supervivencia económica de la familia dependía de las aportaciones de todos sus miembros.
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Parece que éste también fue el caso en España. Por ejemplo, las guarderías infantiles figuraban en la serie de demandas que la clase obrera catalana presentó al gobierno central en el curso del conflicto social que se produjo durante el cambio de gobierno del Bienio Progresista (1854-1856).
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Aparentemente, esta demanda indica que había una significativa proporción de mujeres casadas que trabajan por un salario y que durante este período participaron en el movimiento obrero catalán.
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Un estudio realizado en 1883 por la Comisión de Reformas Sociales parece confirmar esta hipótesis, ya que revela que la contribución económica de la mujer era indispensable para la supervivencia de la familia. Sin embargo, los trabajadores seguían pensando que la integración femenina en el mercado laboral sólo era admisible en caso de graves necesidades económicas. Indudablemente, aceptaban la postura de género tradicional sobre el trabajo femenino remunerado, que rechazaban sin más juzgado vergonzoso que las mujeres de su familia tuvieran que trabajar. Uno de los testimonios de la Comisión exponía que los trabajadores procuraban cumplir con la obligación de mantener a su familia, de modo que sólo de forma excepcional, cuando les era materialmente imposible mantener la economía familiar, se resignaban a que su esposa e hijas trabajaran fuera de casa.
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El discurso de género definía el trabajo como eje crucial de la identidad masculina. La representación cultural predominante del varón era la de trabajador y sostén único de la economía familiar. De este modo, los elementos cruciales de la masculinidad reforzaban la oposición de los hombres al trabajo remunerado de las mujeres.

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