La anarquista catalana Conchita Pérez Collado, que más tarde luchó en la defensa de Belchite, no pensó que su condición de mujer fuera un problema cuando decidió adherirse a la resistencia armada: “El grupo que fuimos a la guerra, íbamos como un solo hombre. No íbamos como soldados, porque no nos considerábamos soldados, sino como grupo. ¡Y créeme, nosotros éramos diez, ya que considerábamos que éramos diez de los nuestros, nueve hombres y una mujer!”
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. La joven comunista Lena Imbert se marchó a las trincheras porque pensaba que los puestos en la retaguardia eran para los heridos o para los niños.
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La anarquista vasca Casilda Méndez, que había acompañado activamente a sus compañeros en la lucha social durante la República, continuó con ellos en el combate militar de las montañas de Peñas de Aya.
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En una carta a su familia, una joven miliciana que pronto moriría en el frente de Aragón exponía claramente que no creía que hubiera que excluir a las mujeres de un papel en la lucha armada:
Mi corazón no puede permanecer impasible viendo la lucha que están llevando a cabo mis hermanos... Y si alguien les dice que la lucha no es cosa de mujeres, díganles que el desempeño del deber revolucionario es obligación de todos los que no son cobardes.
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Existen infinidad de relatos sobre el heroísmo de las milicianas que combatieron en los frentes, si bien se puede detectar un leve elemento de sorpresa en la reacción de los milicianos cuando describían los actos de combate directo y de valor realizados por mujeres de los que habían sido testigos. Parecía como si esperaran de ellas un comportamiento diferente y no sabían exactamente cómo afrontar el valor femenino en combate. Tendían a describir tales episodios en términos paternalistas. El relato en torno a la valentía de una miliciana anarquista que tomó parte en una escaramuza contra el enemigo en el frente de Aravaca finalizaba con esta expresión de asombro del miliciano Román:
La levanta... toma su mano fraternalmente y deposita en ella un beso respetuoso... Román no sabe qué hacer y sus labios murmuran estas tiernas palabras llenas de emoción:
“Camarada, eres una mujer valiente e intrépida”.
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Para la mayoría de las mujeres, como para los hombres, la decisión de participar en el combate armado parecía derivar de su conciencia política y social. Estaban motivadas a defender los derechos políticos y sociales que habían adquirido durante la Segunda República y a demostrar su repulsa al fascismo. Para muchas, la lucha armada era simplemente una continuación de su participación anterior en los movimientos sindicales y sociales. A tenor de esto, es significativo que Casilda Méndez rechazara el término miliciana y prefiriera denominarse “revolucionaria” o “combatiente”.
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En su casa, como en muchos otros, su conciencia política la impulsó a tomar las armas en otra batalla. El entusiasmo revolucionario de Lena Imbert y su deseo de acción la atrajeron inmediatamente al combate armado;
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mientras que, en contraste, una miliciana anónima y menos politizada del frente de Mallorca, cuyo testimonio recogió Josep Massot i Muntaner, parece haberse inspirado en las ideas más generales de igualdad, fraternidad y libertad.
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Las crónicas de prensa distinguían entre el combate armado emprendido por mujeres que tenían una historia de compromiso político y el de otras que aparentaban tener motivos menos serios para vestirse de milicianas.
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Desde luego, no todas las mujeres tenían las mismas motivaciones para alistarse. Junto a la evidente atracción de una respuesta física inmediata a la agresión fascista, existía también el aliciente de asumir un papel totalmente nuevo que rompía con las limitaciones de las normas tradicionales de la conducta de género. La retórica inicial de las movilizaciones antifascistas admitía que las mujeres jóvenes y audaces pudieran optar espontáneamente por luchar igual que los hombres.
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Algunas no querían aceptar un papel secundario en la retaguardia. Otras, influidas por sus propias circunstancias, acompañaban a sus maridos o novios a los frentes.
El testimonio oral de Conchita Pérez Collado, que participó como miliciana en los frentes de Belchite y Huesca, narra que también las relaciones personales influyeron sobre la decisión de las mujeres de unirse a la milicia. “Había también parejas. Había una... una pareja que estaba unida, que... tuvieron al niño... Pues era como un matrimonio junto que... no estaban casados, estaban los dos allá... se respetaban”
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.
El romanticismo y los ideales elevados influyeron también en la decisión de algunas mujeres de seguir el ejemplo de otros miembros de su familia: “La hermana de algunos milicianos estaba allí... Había estado a punto de ser novicia, de ser monja, y, por el contrario, cuando vio que sus hermanos y sus amigos se iban todos al frente, ella vino con nosotros, a ayudarnos. Eso era puro romanticismo”
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. Para otras, existía el encanto de la aventura en los primeros meses del verano, incluso un cierto espíritu de vacaciones y la posibilidad de cultivar nuevas relaciones personales, tal como relata una miliciana anónima en su diario, en el que detallas las experiencias de treinta milicianas en Mallorca durante el verano de 1936.
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En realidad, era sumamente crítica acerca de “las chicas que se creen que han venido de veraneo” o de aquellas como su amiga Teresa, que desertó del grupo porque “prefiere mejor otras compañías, y se pasa el día de charla, de paseo o bañándose en la playa”
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.
De la escasa documentación disponible se desprende que entre las mujeres jóvenes ya integradas en partidos políticos o sindicatos, había una tendencia general a ir con sus compañeros y amigos para unirse a la milicia. Muchas de ellas procedían de formaciones juveniles anarquistas y comunistas y ya formaban parte de los círculos políticos, de modo que conocían a los hombres con los que se alistaron.
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Otro grupo constaba de milicianas que se enrolaban con sus amigos, maridos o novios.
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Este fue el caso de Casilda Méndez y de Mika Etchebéhère, que al principio vino a luchar a España con su marido, un comandante de los milicianos del POUM. Él murió en las primeras semanas de la guerra y ella se quedó y ascendió a capitán de la Segunda Compañía del POUM.
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Si bien la mayoría de las milicianas eran jóvenes y, por tanto, estaban libres de las responsabilidades domésticas de las mujeres de más edad que eran madres,
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unas cuantas voluntarias eran mayores, y existen testimonios de que algunas madres acompañaron a sus hijos al campo de batalla.
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La entrada de las mujeres en la milicia parece haber sido enteramente espontánea, pues no existía una policía oficial de reclutamiento para ellas. En los inicios de la guerra, Astur Cussó, secretario de la organización femenina del partido comunista catalán, PSUC, instaba a las mujeres a establecer una milicia femenina.
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Sin embargo, este llamamiento era ambivalente ya que describía el papel de las mujeres como espiritual y de apoyo, centrándose más en la ayuda a las familias de los combatientes muertos que en la actividad combativa directa. No obstante, para primeros de agosto se había formado un batallón femenino compuesto por mujeres de Barcelona, Sabadell y Mataró. Este batallón se incorporó a las fuerzas republicanas que salieron de Barcelona en el verano de 1936 para defender Mallorca de los rebeldes fascistas,
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pero los datos indican que los servicios auxiliares de apoyo constituían la base de su experiencia cotidiana.
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En el verano de 1936, el
Diario del Quinto Regimiento de Milicianas Populares
realizó diversos llamamientos a las armas para reclutar tanto a hombres como a mujeres y organizó una guardería para los hijos de los milicianos.
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Sin embargo, en general las mujeres no se alistaban a través de los canales oficiales, y en el otoño de 1936 se abandonaron estos llamamientos esporádicos para reclutarlas. En realidad, algunas intentaron alistarse a través de los canales habituales y sufrieron una amarga decepción cuando fueron rechazadas en razón de su sexo. La decepción las llevó a intentar movilizarse para solicitar el acceso a las operaciones militares. Este fue el caso de la joven catalana Carme Manrubia quien, al negársele el ingreso en la Escuela de Comisarios de Guerra, trató de conseguir apoyos para la movilización militar femenina.
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Sin embargo, en el invierno de 1936, quedó patente que las organizaciones femeninas coincidían en limitar la movilización de las mujeres a la retaguardia.
Es imposible determinar la cantidad de milicianas que desempeñaron funciones militares o auxiliares en los frentes de combate, si bien todos los testimonios que existen indican que eran relativamente pocas. La miliciana vasca Casilda Méndez era la única mujer de su unidad en el País Vasco; posteriormente, cuando fue al frente de Aragón después de la caída del norte, sólo había otra mujer en su unidad.
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Las catalanas del frente de Aragón, constaban de una pequeña elite de mujeres, mientras que, al parecer, el grupo más grande había sido el contingente de 30 milicianas que acompañó a uno de 400 hombres a las Islas Baleares en agosto de 1936.
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El testimonio de Mika Etchebéhère también señala que en los frentes del centro de España el número de milicianas era bajo, si bien el Quinto Regimiento ya contaba con una presencia femenina en los primeros meses. Otras crónicas registran la presencia de unas pocas milicianas asturianas, una de las cuales era capitana de la compañía de artillería del Segundo Batallón Asturias.
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Es difícil interpretar estas cifras tan bajas, pues no todas las mujeres que deseaban prestar servicio como milicianas podían hacerlo. A muchas que intentaron alistarse se les dijo que era una tarea de hombres, en tanto que a otras se les convenció de que serían más útiles en la retaguardia.
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Durante los primeros meses de la guerra, las milicianas desempeñaron una compleja serie de funciones, dedicándose fundamentalmente a tareas secundarias de apoyo. Es cierto que muchas mujeres lucharon como soldados, emprendiendo a menudo acciones de combate. Otras llevaron a cabo un importante trabajo como consejeras políticas, como la dirigente comunista Anita Carrillo, que era coordinadora política del Batallón México.
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No obstante, incluso en los frentes, existía un marcado grado de división sexual del trabajo, ya que normalmente las mujeres realizaban las labores de cocina, de lavandería, sanitarias, correo, de enlace y administradoras. En el Quinto Regimiento, las mujeres se ocupaban de la mayoría de estas tareas auxiliares. La segregación laboral era muy corriente en los frentes y, con pocas excepciones, el combate armado se reservaba a los soldados varones. La falta de formación militar de las mujeres, así como su supuesta mayor capacidad para desempeñar tales responsabilidades de apoyo, justificaba que en los frentes delegaran en ellas los deberes que no fueran de combate. En general, las mujeres aceptaban estos cometidos, pero existen indicios de que no todas las milicianas estaban de acuerdo con que les asignaran las tareas de cocina, lavandería, limpieza o cuidados. Conchita Pérez Collado lo explicaba así:
Todas las mujeres que vi llevaban fusil... ¡Y hacíamos las guardias!... y nada de lavanderas ni nada; si se tenía que lavar, pues lavábamos... Y lavaban los hombres, les hacíamos lavar todos juntos... y se hacían todas las cosas en conjunto.
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Dos milicianas decidieron abandonar el Quinto Regimiento y trasladarse a la columna del POUM que capitaneaba Mika Etchebéhère, donde no estaban obligadas a cocinar y lavar y sus cometidos eran los mismos que los de los hombres de la columna. Una de las milicianas, Manuela, se lo explicaba a la columna de Etchebéhère:
He oído decir que en su columna las milicianas tenían los mismos derechos que los hombres, que no lavaban ropa ni platos. Yo no he venido al frente para morir por la revolución con un trapo de cocina en la mano.
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Aunque Manuela recibió el aplauso de los milicianos,
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Etchebéhère tuvo problemas con la columna que capitaneaba porque los hombres esperaban que las mujeres lavaran y remendaran su ropa, o que fregaran los platos. En realidad, se habían negado a encargarse de los trabajos “femeninos” porque alegaban que en el Quinto Regimiento las mujeres se ocupaban de estas faenas. Finalmente, Etchebéhère se las ingenió porque la oficial al mando era una mujer con una conciencia feminista sumamente excepcional en lo tocante a la igualdad de las mujeres. En realidad, la presencia de las mujeres en los frentes se justificaba ante todo por el hecho de que realizaban las “obligaciones femeninas”
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. En estas nuevas y excepcionales circunstancias, como era la guerra de trincheras, los roles tradicionales femeninos apenas se cuestionaban. Aunque al principio la guerra de milicias había representado una ruptura de las estructuras jerárquicas, también desarrolló sus propias reglas y normas de conducta de género.
El cambio de actitud hacia las milicianas
En las primeras semanas de la guerra, la prensa y los discursos, la retórica de guerra y el imaginario colectivo, describían a la miliciana como la “heroína de la Patria”
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. Heroísmo, valor y fuerza formaban parte de la leyenda de la mujer soldado levantada en armas contra el fascismo. Al principio, las mujeres que optaron por el combate armado fueron elogiadas como símbolos de la generosidad, el valor y la resistencia popular antifascista.
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Los corresponsales de la guerra y los miembros de las Brigadas Internacionales hablaban del valor que caracterizaba a muchas milicianas y describían la “gran seriedad y atractivo de las jóvenes partisanas” movilizadas en los frentes.
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Como escribió el poeta Miguel Hernández, la miliciana podía conservar su identidad femenina al tiempo que desempeñaba deberes varoniles: