Authors: MBA System
—No conviene arriesgarse; además, el sargento ha dicho que los días de fiesta tendremos una ración extra de carne seca ¡y con vino! —anima a los demás el seminarista.
—Pero no hay mucha comida, no, te lo digo yo —repite Marcelo.
—¿Y en Cuba? —interroga el Tato.
—Allá, lo que quieras —Marcelo habla enamorado de su viaje particular. Es el único contento.
—Y, ¿a qué fuerte vamos? —pregunta otro.
—No sé, no sé, supongo que desembarcaremos en La Habana —cabecea Nicolás.
—¡Ah! ¡Qué cigarros más buenos! Nos fumaremos buenos puros —dice Marcelo, ilusionado. Un auténtico vividor.
Avanzada la noche, los soldados empiezan a caer en el silencio. El cansancio de la ajetreada jornada pesa sobre sus párpados, demasiado, y las guardias de dos horas van castigando el aguante de los cuerpos más resistentes. Los camastros imponen su dureza en las espaldas y algunos hombres se marean. Para muchos, la mayoría, es su primer viaje en barco. Habrán de acostumbrarse. Más si cabe cuando llegan a aguas con la mar brava. Curro Córdoba se echa como un saco pesado y apenas se ha dormido siente que le golpean en el brazo, cree que está soñando y se da la vuelta; pero el golpeo es ahora más fuerte, entreabre los ojos y se enoja.
—¡Déjame dormir!
—¿Que te deje dormir? —le interroga Francisco Jesús con una sonrisa de oreja a oreja —. ¿No sabes que es tu turno, que tienes ahora una bonita guardia?
Curro farfulla entre dientes.
—Ha llegado la gran imaginaria, has de pasar toda la noche en alerta, anda, ¡levántate y anda, Curro!, que solo son dos horas.
—Voy, voy.
—Sube antes de que algún cabo primero agote su paciencia y te meta un arresto de tres cuartos de calabozo —hizo una pausa y luego una reflexión— ...aunque quizá fuera mejor eso que... toparte con el hedor de la guerra, ¡ánimo, Curro!
—¡Me caigo de sueño!, ¡estoy que me muero! —dice mientras se calza las botas.
—Pues ¿no sabías que eras el primero de la guardia?
—Ya, ya, pero lo olvidé, ¿en qué día estamos? —preguntó y abrió la boca como un serón para desperezarse.
—En jueves.
Curro sale a oscuras a cubierta. El cielo abierto permite ver la brillantez de las estrellas y la brisa sopla cálida. Al menos, no pasará frío. Solo son dos horas, piensa. Mira al firmamento plagado de luminarias, busca losanges de astros y varas de hadas. La luna rampante marca el escudo de la noche en cuarto menguante, tan fina y elegante como una daga árabe, con una silueta recortada entre paños de nubes que navegan por el cielo al ritmo del navío.
Las olas rompen contra el barco abriendo paso como si los sables de las aguas se levantaran en guardia majestuosa, como si rindieran homenaje a los vigilantes solitarios que apagan el nocherniego silencio, impávidos en espera de disfrutar, al menos, de la travesía. Curro se encuentra con Nicolás.
—¿Qué tal, Curro? —preguntó.
—Tú por aquí. También te tocó el cumplimiento —atendió Curro.
—Sí, ¡mira qué noche!, a veces se agradece no dormir por disfrutar de un sosiego y una velada como esta, noche, luna, brisa cálida... ¡música! —exclamó Nicolás.
—Vaya que sí, mas ¿dónde vamos?
—A Cuba, ¡tierra de mujeres!
—Tú, como los otros. ¡Como si no las hubiera en España!
—Sí, Curro, ya, pero ¡qué remedio! Si hay que ir, hay que ir... y ¿qué vamos a hacer? Pues quillo, aprovecharlo, ¿no?
—¡Ah, grandioso, grandioso!, ¡a ver cuándo y cómo!
—¡Por todos los luceros!, ¡déjalo, déjalo! No seas agorero, que la vida son dos días y hay que disfrutarla.
—¿Tienes miedo a la guerra?
—No me lo planteo, aunque es inevitable, muchos lo hablan, pero como decía mi abuelo, ¿que dices que qué?, ¿que hace calor?, ¿que hace frío? No lo pienses y hará menos calor y menos frío. No pienses en ello, al menos mientras no estemos en medio.
—Sí, tiene gracia, pero se pasan las horas muertas y aquí hay poco que hacer.
—Los días pasan como las cuentas de los relojes, acuérdate de los campanarios, ¡gong, gong, gong...!, o de ese otro, ¿has escuchado alguna vez el reloj de un salón en el silencio?, es armonioso, así veo yo las horas; para ti, para mí, para todos, el peso del tiempo nos consume y yo no pienso echarlo a perder, cada momento, cada tarde, cada mañana, son para mí oro puro.
—Hablas como un filósofo.
—Quizá, creo, algo, no mucho, en cosas como el
carpe diem
.
—¿Qué?
—
Carpe diem
.
—Eso es latín, ¿no? Yo solo recuerdo el
ora pro nobis
de las misas, ja, ja... —ríe Curro.
—Sí, carpe diem significa algo así como aprovecha el tiempo, el día.
—Eso decía el cura de mi pueblo, aprendí con él, me enseñó a leer y a escribir, en su biblioteca había muchos libros de historia, era de lo que sabía don Juan Francisco.
—Nunca es tarde. Tengo un par de libros, para entretenerme; si quieres, se pasa el rato, puedes leerlos.
—Veré.
—Aunque yo pienso que muchas veces de lo que se aprende es de las vivencias, ¡bah!, como prefieras, si estás interesado de verdad...
—Sí, ¿por qué no?
—Son lecturas de los antiguos griegos, está bien conocer sus pensamientos, como dice este —y se dio dos golpes en el pecho— «no temas a la muerte, no temerás a la vida», ja, ja... Lo dijo Epicuro, ¿qué te parece?
—Extraño...
—Sí.
—Luego están los dichos del sargento, ja, ja... Siempre adelante, eso dice, claro que esa es su filosofía militar, miren al frente, ¡a los ojos del enemigo!, yo no estoy del todo de acuerdo con lo de matar a ese enemigo, a un hombre que no te ha hecho nada, un simple desconocido que viste otro uniforme, será un soldado como nosotros, quizá con hijos, con esposa...
—O tú o ellos.
—Sí.
—Los llaman criollos.
—Muchos eran españoles, ahora son cubanos.
—Cierto, ¿y qué pintamos nosotros en esto?
—Nada, nada, salvo dar tiros desde nuestro bando en lugar de tirar desde el suyo...
—Así es.
—Tú matas para que no te maten, da lo mismo el sitio, la guerra es cruel con los soldados, no con los políticos, ni con los nobles ricachones que viven cómodos en sus haciendas, de nosotros siempre quedará alguien para contarlo, tú, yo, acaso otros, ¿sabes lo que eso significa?, ¿cuántos volverán?, la Brigada Magallanes, nuestra brigada será un despojo cuando acabe todo esto. ¡Ah! pero dejemos eso, dejémoslo, voy a proa, a ver las estrellas...
Nicolás habla largo, largo y tendido, se marcha como si entrara en un monólogo consigo mismo, Curro escucha callado, mirando al cielo. Sí, Nico tiene razón. Muchos no regresarán a casa. Vuelve a sentirse solamente el sonido espumoso de las olas. El filósofo sigue su ronda hacia proa, sus pasos se alejan con su oratoria, y deja en pie a Curro, entre brumas, el cordobés se apoya en un cañón, toca con los nudillos el acero negro, dureza, dureza, veremos quién aguanta la embestida cubana, una bola de acero como esta te puede partir en dos, piensa, inclina la rodilla en una genuflexión, como si rezara y pisa las municiones. Empieza a andar y se regocija con el reflejo de la luna bañándose en el mar. Tal vez Nicolás tenga razón. Hay que buscar el disfrute. Los brazos son puro nervio y los músculos se enervan mientras sube a la arboladura para deleitarse aún más con el paisaje, negro, oscuro, menos allá, al fondo, en ese rayo de luz blanca que le recuerda la hoz que corta las mieses del trigo. El cántabro silba una cantinela. El centinela le saluda.
—Vamos, Curro, ¡por fin llega mi sustituto!, me bajo, estoy derrotado.
—Te relevo, con gusto.
—¡Milagro que digas eso!, la verdad es que hoy la noche merece la pena, que haya muchas como esta.
—Vale, vale, buenas noches.
—A la orden, mi general —le espeta sonriente.
—¡Hideputa!; venga, vete a dormir —dijo. A Curro se le pasó el mal humor.
II. BRAVA MAR
A bordo del barco. Segundo día de navegación. El capitán termina de escribir su carta marina y sube a cubierta. Los redobles de los tambores marcan ritmos de guerra mientras los marineros forman en fila de a siete. El sonido recuerda a muchos los desfiles del cuartel, marciales y monótonos. La música militar, sin embargo, suena diferente en medio de la mar, da la impresión de que quisiera huir con el viento, como si escapara hacia las aguas, como si irrumpiera lanzándose por la borda, eso es lo que piensa Curro meditabundo, clavado sobre sus pies, apoyado en el mosquetón, con la correa de la gorra lepanto pegada a los labios. Ni una sonrisa, ni un suspiro, nadie se inmuta, salvo algún que otro oficial que camina a taconazos.
—El general Vara del Rey y su heroico ejército nos esperan en Cuba —proclama el capitán Castaños—. Su última victoria nos anima a proseguir la lucha. ¡Vamos en su ayuda y pelearemos a muerte contra los insurrectos!
El pueblo cubano se ha alzado en armas contra las tropas reales, al tiempo que se terminan los meses de la República en la metrópoli, con renovados cambios en los destinos del país, en lo que parece esta vez sí una rebelión seria. España no quiere seguir perdiendo sus colonias y somete a sus oficiales a fuertes controles, órdenes y exigencias. Algunos se han pasado al enemigo y fortalecen a los revolucionarios, a los que enseñan sus tácticas de guerra. El Generalato, para evitar estas fugas, ofrece prebendas y títulos que sangran las arcas de la nación. La tesorería en las colonias cubanas también sufre los desmanes de los gobernadores que no saben cómo parar los movimientos independentistas. Mientras los oficiales realistas se lucran y aumentan sus soldadas, las tropas españolas apenas tienen qué comer. Las arengas son el único cumplido que reciben a cambio de su devoción por la patria.
El capitán Castaños continúa con su discurso ante una brigada que piensa más en el ansiado regreso que en el desasosegante arribo a la colonia. Los rudos marineros se mantienen firmes mientras su pensamiento vuela hacia su tierra, que va quedando atrás, cada vez más lejana tras un horizonte inmenso, océano de agua salada. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurre en la isla. Ninguno de los infantes de la expedición ha combatido jamás, algunos barbilampiños y aniñados apenas sobrepasan los veinte años. Los mandos tratan de inculcar su ardor patriótico. Un teniente de navío pasea por delante de ellos con una cicatriz en la mejilla derecha que no logra esconder bajo un espeso bigote. Todos le miran como si fuera un guía temerario en quien pudieran confiar los primeros pasos de su destino, con su gesto austero y su semblante recio, todo un ejemplo vivo de en quién se pueden convertir a falta de otras referencias más dramáticas, ya sean mancos, tuertos o perniquebrados, tullidos, sí, como el oficial que camina tras él, aun con una falsa sonrisa ocultando sus dolores, pues arrastra la pierna en una clara señal de cojera ganada a pulso en la guerra, cual medalla, una más de las muchas que luce en la pechera de su limpio uniforme. Nadie desea elucubrar ni pensar siquiera que alguno de ellos también puede acabar lisiado y héroe. Lo que pueda suceder es inimaginable.
—¡Ánimo, valientes! —grita con entusiasmo cargado de espíritu militar.
—¡Es preciso que estemos allí! —concluyó el capitán y rememoró la célebre frase napoleónica,
Il faut que j'y sois
, que dijera su admirado estratega, el emperador francés, presto a enderezar el rumbo de una batalla perdida.
—¡Sargento! —gritó el capitán.
—¿Señor?
—A mediodía ensayaremos el primer zafarrancho de combate. Avise a los soldados cuando estén en sus puestos —comentó a media voz.
—¡A la orden!
El sargento giró sobre sus talones.
—¡Rompan filas! —espetó con furia.
En la lejanía se oía aún el retumbar de los tambores, como si un eco oceánico lo devolviera al barco, si bien era el estribillo el que se había metido en sus mentes tantas veces que se sentía aún en el silencio. Redobles, redobles y más redobles. ¡Pum, pum, púm, purrum! ¡Pum, pum, púm, purrum!, ¡pum, pum, púm, purrum!... Los vientos arrecian, empujan el velamen y azotan los rostros de los marineros que observan temerosos negros nubarrones que aparecen en el poniente a lo lejos. Al encuentro del navío van.
De faenas en la tempestad. Que Dios les hubiera puesto en tal aprieto sería una prueba para fortalecer su carácter. Así lo entendía José María, el seminarista, el animoso de la tripulación, siempre jovial, gozoso y atento con sus compañeros, sobre todo con los depresivos que perdían enseguida la confianza. Algunos no tardaron en entrar en ese estado de hundimiento cuando empezó a caer una lluvia iracunda sobre la nave.
—¡Recoged las velas!, ¡rápido, rápido!, ¡asegurad las jarcias!, ¡vamos, muchachos, que esto no es nada! —repetía, vociferante, el sargento—, ¡que esto no es nada!
Para el sargento, nunca nada era nada, siempre incansable, insaciable, cuando algunos muchachos ya no sabían qué hacer, sino atarse a los espartos de los aparejos o intentar huir de la deslizante y anegada cubierta, pero ¿adónde? En cuestión de minutos la lluvia se transformó en un torrente de aguas y viento que caló sus huesos. El suboficial seguía dando órdenes a diestro y siniestro. José María, el seminarista, se dispuso a rezar, fiel a su fe y a sus esperanzas, pero enmudeció a media plegaria cuando vio pasar ante sus pies a uno de los marineros como una hoja de otoño, medio volando ante la fuerza descomunal de tal maremoto. El barco subía y bajaba desequilibrado, vertical a veces cual pluma zarandeada por las olas. Siguió con la vista al muchacho y vio que perdía la cuerda a la que se agarraba con toda su alma. Curro, enfrente, le gritó.