Authors: MBA System
Un campesino algo pasado de vino se acercó al catalán y le habló comiéndose las palabras.
—¿Sabe lo que le dijo? ¡Que viva el vino y las mujeres!
—¿Quién dijo eso? —preguntó él, claramente despistado y fuera de lugar.
—¡Pichacorta!, ¡ja, ja, ja...! —Y se fue.
El catalán rió también, qué iba a hacer si no, se giró hacia al Relataor, que tenía ya pocos oyentes, e intentó prestar atención a lo que quedaba de relato sobre la tercera viuda. Se despejó un poco y escuchó.
—¡Es la hija de las viudas!, comentaban los más reacios a hablar con la damita, como si fuera intocable, como si temieran siquiera mirarla de arriba abajo, ¿pues no tendrán una maldición?, ¡cualquiera la mira!, decían unos, ¡pues cualquiera la toca!, respondían otros, y surgían apuestas, ¿alguien se atreve a casarse con Milagros?, ¿hay algún valiente?, eso se preguntaban los hombres, ninguno lo intentaba, ni siquiera los viudos, ya que eran viudos, ni los ricos con buenas dotes que ofrecer a tan dulces mujeres; ya no se acercaban a un paso los del pueblo, ni siquiera las sacaban a bailar, ni a la abuela, ni a la madre, ni a la hija, hasta el punto de que Milagros, que era la más bonita de las muchachas mozas, no bailaba nunca...
—¿Y quién se atrevió entonces? —preguntó el catalán.
—Ahí vamos, ¡adivínelo!
—¿Otro forastero?
—Otro soldado, que no sabía de la misa la media. Llegó una centuria de soldados, ¡de carlistas, vaya!, en tropel entraron con las casacas rojas y las banderas al viento, a la taberna derechos, no a esta, sino a la de abajo, que ya no existe, a beber fueron y a ensalzar a su rey y a despotricar contra la reina usurpadora, Isabel Segunda a la sazón, por entonces, claro...
—¡Viva la Reina! —interrumpió uno.
—¡Calla, Pepe, calla! —se molestó el Relataor, pero continuó sin más miramiento—. Digo que en esa taberna se hallaban los soldados con alboroto vociferando y bebiendo vino, y corrían las jarras de mesa en mesa; en esto que apareció ella, Milagros, que llevaba ese día unas viandas a la taberna y que a veces ayudaba al tabernero, a don José, y milagro era que pasease entre tantos oficiales y soldados solitaria, mas como ella tenía tanta despreocupación por los hombres, ¡qué iba a hacer si no!, sabiendo que ningún hombre se atrevería a mirarla y menos a prestarle atención, asumidos tenía los pecados de su madre y de su abuela, que ella no tendría un hombre era su pensamiento, eso antes de que se cruzara en su camino un capitán de la partida carlista, un enseñoreado noble de rimbombantes apellidos, don Pedro de Xunjo y Lancaster; andaba este caballero allí perdido en la tenebrosa bruma del alcohol, ebrio más que sereno, y con los ojos clavados lujuriosamente en la damisela, ¡qué majestuosa tabernera!, dijo en alta voz. No supo, ni sabría, lo de la leyenda, o no quiso saberlo pues pronto habría corrillos de curiosos con comentarios denunciantes, algunos sentenciaron presto que era como si el oficial hubiera decidido suicidarse, eso decían los hombres del pueblo, muy seguros de lo que iba a suceder, claro que... ¿alguien creería tales sandeces?, pues sí habrían de creerlas, señores, sí, porque los soldados ante los chismes conocieron pronto que tan bella mujer podría estar hechizada, ¿ah, sí?, pues que se resigne nuestro capitán, dijeron entre sonoras carcajadas, ¿qué son esos murmullos de los vecinos de este extraño pueblo?, preguntaba otro, que el capitán acaba de firmar su sentencia a la pena capital, chorradas, chorradas y chorradas, contestó él, no podía decir otra cosa, pues solo veía encantos en esa mujer y no encantamientos; no aceptó de ningún modo las explicaciones de otro oficial que se le acercó con el mismo cuento.
A este punto, los que escuchaban eran pocos, con el catalán de por medio rebajando su bolsa a cambio de vasitos de buenos caldos.
—Otra ronda por aquí —dijo, mientras abría y cerraba los ojos entre trago y trago—. ¿Y qué más pasó?
—El capitán se empeñó y se arriesgó a lo que ningún otro se atrevía y Milagros rezó al cielo como si su nombre hubiera obrado tal hazaña, pues ya tenía a su hombre. Y, vaya, ¡se repitió la historia!, ¡y esto ya sí que fue un querer del pueblo! ¡Persistía el sortilegio o lo que fuera ello!, Pedro de Xunjo y Lancaster dejó embarazadísima a la modosita Milagros, sin que hubiera más mofa porque lo que había era miedo a un conjuro. Se casaron y él, contento, salió con sus carlistas a la batalla. No duró ni un mes. Claro, cuando la noticia llegó al pueblo a nadie le extrañó, y le extrañó menos o nada a doña Clotilde, que conoció el deceso zurciendo unas medias de lana como si tal cosa. Que don Pedro ha muerto heroicamente luchando en Levante, pues ella siguió hablando con sus amigas como quien ve llover; vaya, ha empeorado otra vez el tiempo, comentó. Y no le extrañó ya nada, absolutamente nada, a doña María Francisca, que corrió a consolar a su hija por tan triste pérdida, quería que no se sintiera sola y desamparada, pero no fue necesario ya que su hija no echó lágrima alguna por el esposo que acababa de fenecer. Ellas eran las viudas, ¡qué remedio!
—¡Y tendría una hija, seguro que sí!
—Cierto.
—¿Pero aún hay más?
—No, no hay más, a los ocho meses nació Isabelita de Xunjo Irigorte Lancaster y Pierre.
—Vaya, otra viudita —dijo el catalán.
—No, nadie imaginó que esta hermosa niña rompería la tradición, pues decidió meterse a monja con el nombre de Sor Soledad. Y ahí sigue.
—¿Pero vive?
—Pues claro que vive, y cerca de aquí.
—¿Dónde?
—En el convento de La Corcoya.
XIII. EL CONVENTO
Rosalía leyó el billete de amor de Curro entre los cipreses verdes del convento, acompañada por una joven de ojos nostálgicos que se hace llamar Sor Soledad.
—Dice que vendrá a buscarme.
—¿Y se atreve a bajar así del monte cuando todos le persiguen?
—¿Cómo puede entrar?
—¿Aquí?
—Si yo no puedo salir fuera, él tiene que entrar.
—¡Bendito Señor!, pues, por el muro de atrás, no hay otro camino.
La superiora interrumpió su conversación.
—¿Qué hacen ustedes a estas horas fuera de la habitación? —bramó, y sus palabras se esparcieron por los arcos del convento.
Sin decir ni una palabra, ellas agacharon la cabeza y entraron en sus celdas.
La luz de la vela se recoge como un fuego fatuo en la rinconera de la celda. A través de la verja exterior entra un rayo de luna blanca, espejea el acero bruñido de las lanzas y los picos se alzan en el claustro cual sombras vigilantes. La noche pura se abre al pálpito de las estrellas. La señorita Rosalía, así la llama Sor Soledad, se quita el corpiño y se lava temblorosa con el agua templada en la jofaina de cerámica, caldeada sobre las ascuas de una chimenea de granito. Pulcra y pudorosa, asea sus pechos descubiertos en una ablución, la cara, el cuello, los senos, el agua discurre por su piel deslizándose como gotas de aceite que suavizaran su tacto, enjugando sus manos y las yemas de los dedos, se aferra a sí misma, se abraza como si sintiera que los brazos de Curro estuvieran rodeando su cuerpo, las enaguas caen al suelo, las piernas se estremecen y la luz titilante de la vela se esfuma hacia las penumbras para ocultar sus vergüenzas a los ojos de nadie. Rosalía coloca ahora el recipiente a sus pies y remueve el agua para lavarse desde abajo, lentamente se enjuaga con delicadeza, los jabones se escurren entre las manos, hacia arriba se frota las canillas, una y otra pantorrilla, las corvas encendidas, los muslos y la entrepierna humedecida por el recuerdo, caen las manos soñadoras y arrebatada se vuelve al lecho para secarse el cuerpo mojado, goteante, sudoroso y trémulo por no poder sentir al hombre que provocó el encierro que padece en este frío convento.
Tumbada boca arriba, lee sus recuerdos en el oscuro techo de su celda, como si todo hubiera sucedido ayer. Sus manos aprietan con fuerza una ligera colcha de lana que le sirve para cubrir su desnudez.
—Si no eres de Orlando, que ya no lo serás porque ahí yace apuñalado, no serás de nadie.
Así se lo dijeron tras el crimen sus tíos abuelos, que sus padres adoptivos son desde su más tierna infancia. Ellos obligaron a Rosalía a renunciar al calor mundano y desde entonces se encuentra encerrada, con el que fuera su prometido muerto, y su amante lejano en la distancia pese a su certero sentimiento, por la flecha de Cupido enamorada, pero huido está él y buscado por la Justicia. ¡Qué merecimiento!
Acaso es cruel buscar la felicidad, tanto como pudo serlo su decisión, bastó abrir de veras su corazón a aquel arrogante hombre para que se torciera el sentido de su vida. ¿Dónde habría ido con Orlando si Curro no hubiera atravesado su camino?
Sería tan desgraciada como ahora, o quizá no, enclaustrada entre cuatro paredes grises y con el corazón exultante de libertad, sabiendo, ahora sí, que de otra manera el que estuviera aprisionado sería su corazón, aunque poseyera la finca y los campos del terrateniente y los caballos árabes para correr a sus anchas por el monte andaluz.
Eso es, podría estar exhibiendo su cuerpo frívolamente, rica en haciendas y pobre en el amor, pues nunca sintió antes esa pasión que frenéticamente le hurtó Curro, ¡pero qué atrevido!, ¡qué cruel asesino!, gritaba su tía abuela, a quien ella llamaba cariñosamente madre, a pesar de todo. Rosalía se levantó azorada por sus pensamientos.
¡Dios mío!, rezó, ¡Dios mío! Y se arrodilló en el reclinatorio.
—¿Cómo puedo amar así al hombre que acabó con la vida del que iba a ser mi marido? —preguntó mirando al cielo de estrellas a través de la ventana enrejada.
Pero la pasión no conoce razones. Desnuda como estaba en la habitación, siguió rezando. Y hablando consigo misma.
—Mi corazón me da motivos que mi razón no entiende, ¡ni quiere entenderlo! Este hombre me da vida y aquel solo pretendía mi cuerpo. ¡Ni que hubiera vendido mi alma! ¡Señor, Señor, qué pensamientos me acechan! ¡Qué angustia, me tiemblan las piernas y me derrumbo! ¿Acaso es una mezquindad? ¿Es cierto que siento lo que siento? ¿Que me alegro de que Orlando ya no esté?
Cavilaciones y rezos, oraciones perdidas entre los muros de la abadía, mientras pasa el año, angustioso ya para Rosalía después de tantas semanas de encierro, ¿qué dice semanas?, ¡meses!, son meses los tiempos que han pasado sin que pudiera evitarlo, aislada del exterior. En las paredes hay tantas muescas como señales de su amurallamiento interno, son los días que pasan, marcas que parecen goteras de lluvia cayendo de nubes invisibles, como si estuviera pintando un fresco de paisajes tristes en su soledad. Abre el armario de rudo pino castellano y observa los vestidos que no puede ponerse, amontonados en espera de adornar otra vez su cuerpo. La vela está casi extinguida y su figura se refleja sobre la pared encalada. Ella saca ensimismada una falda verde y una chaquetilla del mismo color, un pañizuelo de seda y una mantilla de tul bordada, la vela sigue alumbrando con escasez pero no tanto como para impedir que la mujer se vista, inspirada, sin tener delante ningún espejo en el que admirar su coquetería; avanza la noche y el sueño llega súbito para dar cobijo al cansancio. Rosalía se echa en la cama pensando que no podrá seguir allí mucho más tiempo, sola, privada, mientras Curro vaga por las montañas. Cierra los ojos y duerme. Vestida de verde, cual signo de esperanza, queda en el lecho. Un soplo de viento entra y la vela lo obedece y se apaga.
XIV. LA SEGUNDA CARTA
—¡Hija mía! ¡De amores románticos está el mundo lleno! —con estas palabras trata de consolar su pena Sor Ángela.
Rosalía se sienta en la banca del patio, junto a Sor Ángela y Sor Soledad. Las tres jóvenes hablan ajenas a las prohibiciones de la madre superiora, que tanta furia tiene cuando encuentra a las monjitas con el trabajo reposado. Las herramientas de la huerta están por los suelos y ellas charlan de sus deseos. Rosalía siente melancolía y sus amigas tratan de levantar su ánimo. Ella lo único que quiere es irse, salir y viajar lejos, muy lejos, con quien espera su retorno.
—¡No, no puedo más! —responde ella.
—¿Qué sería de la castidad si todas quisiéramos vivir en los conventos? Te entiendo, pero no te aflijas —dice Sor Ángela.
—¡Qué te voy a decir yo! —comenta Sor Soledad—. Solo sé una cosa, que muchos nos quieren por el disfrute y, luego, ahí te quedas, preñada, ¿verdad?, y sin venir a cuento eso hacen, y cuando se cansan van por otra, y así, ¡qué puedo decir yo! —repite irónica y enojada —. Que yo soy hija, nieta y bisnieta de las tres viudas.
—¡Claro, claro! Pero no todos los hombres son iguales, no todos son así, ¿cierto? Claro que tú, ahora, has de solicitar confesión, eso creo porque ha pasado el periodo de prueba y no podrás seguir en el convento, porque le amas, y a quien amas es un... —hizo un silencio—. Bueno, no lo vamos a decir, pero Curro mató a don Orlando, que bien lo relatan en toda la serranía.
Eso es lo que hablan en su triángulo íntimo las tres novicias. Dos se casan convencidas por su vida y su camino de nacimiento con su fe, y la tercera cede a su pasión terrenal por el hombre al que ama, porque no puede ser de otra manera. Y estas conversaciones robadas a la clausura son un alivio, un resquicio que permite a Rosalía seguir manteniendo las fuerzas para no enloquecer.
Diríase que eso es lo que pretendieran sus tíos abuelos, que perdiera la cordura como castigo, a cambio de desechar la oportunidad de enriquecerse, como así hizo puesto que ya no hay herencia que valga de los Labourdette, familia que, por otra parte, hace lo imposible por encontrar a Curro y vengar la muerte de su hijo y hermano, don Orlando.
Ahí se quede la niña, dicen los Labourdette, que tiene que expiar sus pecados.