Authors: MBA System
—Cinco reales —dijo por fin un vecino. Y la sala estalló en aplausos y gritos.
Luego llegó el turno de subastar los banzos delanteros.
—Vamos a subastar los largueros principales del paso del Cristo —advirtió don Pascual—. Va el derecho.
—Tres reales.
—Cuatro reales.
—Cinco reales.
—Seis reales.
—Siete reales.
Y en siete reales se quedó. Un cuarto de hora había pasado desde las campanadas y Rosalía miraba a uno y otro lado, ya pendiente de su espera, no de la subasta, cuando se sacaba a debate el último banzo.
—Tres reales.
—Cuatro —dijo uno animoso.
—Cinco —apuró otro con rapidez.
—Seis reales —repitió el primero.
—Siete reales —incidió el segundo.
—Ocho reales —pujó el tercero, ante el asombro del sacristán.
—Esto se anima —comentaron los murmullos. Pero lo que parecía una salida precipitada y de alta ganancia se quedó en el intento. Nadie quiso sobrepasar los ocho reales. En ese momento, Rosalía miraba distraída al altar cuando sintió que alguien apresaba su brazo, giró bruscamente su rostro y encontró a Curro, peripuesto y altivo. Una sonrisa brilló ante sus ojos.
—¡Curro! —dijo ella.
—Chssss... —respondió él, para que no alarmara a los muchos parroquianos que había en su cercanía. Pero todos estaban pendientes ya de la subasta de la corona, no de otra cosa.
—Van a subastar la corona —susurró ella.
—Lo sé —dijo él y la besó fugazmente—. Voy a pujar —añadió.
Rosalía se quedó pasmada.
—¿A pujar?, ¿tú?, ¿pero te has vuelto loco?
—¡Tranquila, tranquila!
—Pero... te verán todos.
—Hoy no importa —dijo, seguro de sí mismo.
—¿Vas a pujar por la corona de la Señora?
—No —respondió. Fue una respuesta seca, clara, sin dudas.
—¿Entonces? —interrogó Rosalía, temiendo lo que temía.
—¿Entonces qué? —añadió Curro.
—¿Por, por, por... un... baile? —preguntó por fin ella, asaltada por un mar de nervios.
—Sí —contestó Curro. Lo hizo con tanta rotundidad como antes
—¿Y qué pasará?
—Nada. No ocurrirá nada. Es un acto de fe y de unos pocos duros. Bailaré contigo tras la subasta, solo eso —dijo. Y la atrajo hacia sí.
Rosalía no sabía qué hacer ni qué decir, cómo podría llegar a tal atrevimiento, en público, ante todos, entrar en la subasta por el baile, con los guardias merodeando y vigilando. Tal desespero tuvo que a punto estuvo de ponerse a llorar. Curro la abrazó y la calmó.
—¿Acaso no puedo entrar en una subasta por un baile? Sé que no lo necesito, aunque bien pudiera hacerlo para demostrarles a todos que tú eres mía y de nadie más... si tú no quieres, no lo haré.
Ahora sí respiró aliviada, pero compungida por un susto que todavía la hacía tartamudear. Apenas pudo pronunciar más palabras y solo aceptó los besos y un baile con el que salieron despacio, por el pórtico, lentamente, con la música de fiesta procedente de la pradera. Dentro pujaban fuerte y a duelo por la corona.
—Cinco pesetas.
—Seis pesetas.
—Siete pesetas.
—Dos duros.
Hubo una exclamación. ¡Dos duros!
—Tres duros —dijo otro.
El murmullo aumentó. Y salieron las voces fuera.
—Tres duros, ¡tres duros dan por la corona!
—¡Cuatro duros!
—¡Pues cinco duros!
Curro y Rosalía no sentían el clamor de la última puja, arrebolados como estaban en un abrazo, sin que nadie se fijara en sus besos. ¿Quiénes eran aquellos dos despistados que se perdían tan digna subasta?
De repente, se hizo una altísima ofrenda.
—¡Veinte duros!
La explosión de júbilo corrió como un torrente por toda la ermita y la gente se apretujó, apresurada, luchando a codazos por ver quién era el caballero que había pujado tan alto. Las voces salieron a la calle.
—¡Veinte duros!, ¡veinte duros!, ¡dan veinte duros por la corona!
Ahora sí, Rosalía y Curro escucharon, mientras seguían abrazados y alegres de su encuentro, como si el banzo fuera suyo.
—¿Quién ha sido? —interrogaban afuera.
La pregunta se extendía. ¿Quién ha sido?, ¿quién ha sido? La respuesta llegó pronto.
—¡Labourdette!
—¿Quién?
—¡Labourdette! ¡El marqués de Labourdette!
Curro dio media vuelta y un rictus se marcó en su rostro, perdió esa sonrisa y se trocó por un gesto de desmoronamiento. No menos taciturna quedó Rosalía, sabiendo que don Pascual vería a Labourdette y que él sabía de la presencia de Curro en aquel sitio. En efecto, a pesar de la alegría que deparó al sacristán tan suculento premio por la corona de la Señora, el señor cura parecía aturdido, embotado, cuando miró de frente y cruzó su mirada con las de Rosalía, Curro Córdoba y, demasiado cerca, la de Labourdette, que sonreía con un billete en la mano, agitándolo, sin saber que allí mismo, a unos metros, estaba el asesino de su hijo, Curro Córdoba.
Don Pascual hizo una reverencia de agradecimiento y miró enseguida al fondo de la sala, donde ya no se veía a ninguno de los dos amantes. Se preguntó si sabrían del hecho, de la presencia del marqués. mas no tardó en cerciorarse de la huida del bandolero.
En el pórtico trasero, ella alentó a Curro.
—¡Vete, corre!
Se soltaron el uno del otro, mirándose el uno al otro, fijamente, con melancolía y expresión torturada, ¿otra vez parecía imposible su encuentro?
—Nos vemos en Sevilla. No queda otro sitio —dijo él—. Luego nos iremos a Francia.
Eso decía, sin saber qué hacer.
—¡Vete, corre, vete! —repitió ella, dolida por su escaso momento de felicidad interrumpido.
Curro subió al caballo y lo espoleó. Aral galopó con furia.
Rosalía entró de nuevo en la ermita. Solo don Pascual, desde el altar, observó la conmoción de la mujer, confusa y con la mirada abstraída.
Advirtió que Curro había salido con precipitación, y que, evidentemente, ya no estaba allí. Entonces, también respiró tranquilo. Ahora sí, miró a Labourdette, al que ya había llegado el sacristán, y sonrió. Luego se quitó el birrete negro y se limpió los sudores.
—¡Veinte duros por la corona de la Virgen! —decía el sacristán—. Gracias, señor marqués, muchas gracias, ¡la Señora se lo pague!
XIX. FIESTA GOYESCA EN SEVILLA
Abril de mil ochocientos ochenta y tres. Vienen a Andalucía noticias de una corrida goyesca en Madrid, pues hasta los reyes de Portugal han acudido este año a las ferias. Toros, carreras de caballos y fuegos artificiales. En las montañas, los bandoleros también se preparan para viajar y vivir la fiesta de la tauromaquia.
Curro y Leandro recogen las mantas, enfundan y tapan los trabucos en la silla de montar, ocultan las navajas en ajustados fajines, se colocan el sombrero cordobés y suben a los corceles.
Descienden de la Sierra por las cañadas, toman el camino de Ronda, bordean el zócalo rocoso, cavado como un profundo tajo que en el mar sería el abismo de un arrecife, y suben a la villa para unirse a las caravanas rocieras. Cabalgando entre tanta gente pasan como fieles y devotos romeros.
En el camino descansan y se unen a un grupo de carrozas enjaezadas, ocupadas por folklóricas y toreros.
—¡Bonito caballo! —dice uno.
—¿Pura sangre?
—Arabesco.
—¿Cuánto pide si se lo compro?
—No está en venta.
—Podría cambiarlo por tres o cuatro caballos de los buenos.
—¿Sí?
—Claro. Es un excelente caballo.
—Lo es.
—Se lo compro.
—No, no, le digo que no lo vendo.
—Se lo cambio, pues.
—Tampoco.
En todo momento, unas mujeres sonríen y ríen otras, con ánimo de fiesta.
—¿Van ustedes a los toros? —preguntó una, exhibiendo sus abalorios con gracia, mientras hacía guiños a Leandro tras el juego de un abanico.
—Eso es —contestó.
—Son poco habladores los señoritos —dijo otra.
—Y desconfiados —añadió la primera.
—¿Quieren hacer el camino con nosotros? —preguntó uno de los toreros—. Nos divertiremos.
—Hecho —contestó Curro, y espoleó al caballo.
A galope corrió por el campo que atravesaban hasta el arroyo, adornado en la loma por los sonidos y las aguas de una cascada. Leandro siguió su estela. Los dos jinetes se alzaron con hidalguía a distancia de la caravana de carrozas. Sus figuras dibujaron sombras a contraluz de la aurora boreal que en el oeste anunciaba la llegada de la noche.
Sentados entre rocas y olivares, los toreros disertan alegres durante la cena. Las mujeres comparten las viandas y ofrecen queso y aceitunas secas a sus dos invitados. Curro y Leandro escuchan atentos la conversación de los diestros. Hablan de figuras del toreo.
—Pedro Romero era envidiable, un ídolo rondeño, ¡paisano, vaya!
—A mí me gusta Cara Ancha, ese sí que era un torero fino, sereno, reposado. Daba gusto verle en medio del coso.
—Cara Ancha le llamaban, de nombre era José Sánchez del Campo.
Los hablantes son aficionados hondos a la tauromaquia.
—La revolución llegó con Francisco Montes Paquiro.
—¿Qué hizo?
—Fue el primero que organizó cuadrillas, como las que vemos ahora, con paseíllo. Eso dio arte a la fiesta, ritual y ayuda a los matadores.
—Eso, eso, ¿y qué me decís de Ángel Pastor?
—Verdad, que ese era un torero culto, un matador de toros hablante de varias lenguas, enamorado de la música y pianista.
—¿Pianista?
—Como lo oyes.
La caravana llega a Sevilla a mediodía. Curro y Leandro pasan desapercibidos junto a sus nuevos amigos, si bien se mantienen alerta, temerosos de que alguien pueda descubrir su identidad, sobre todo Curro, pues la Justicia ha repartido carteles en los que se intenta reconstruir su rostro. Leandro ha visto alguno y asegura que no se le reconoce, cierto, pero toda precaución es poca. La ciudad se levanta inmensa, llena de colorido.
Miles de personas recorren a pie las calles, bulliciosas, y los más pudientes alardean de berlinas y carretelas, conducidas por estirados cocheros con uniformes de librea.
En pleno ambiente de feria, con gran barullo, los trenes llegan a la capital cargados de forasteros como no se puede imaginar. Los revisteros acuden prestos a redactar sus crónicas para las publicaciones; algunas tienen impresas estampas de los matadores. Las fiestas populares muestran su colorido con fuegos artificiales y muchos parroquianos cantan y bailan sevillanas que los recién llegados tratan de imitar, pocos son los que siguen los pasos con maestría.
—El año pasado estuvimos en Zaragoza, en la feria de ganado —dice un madrileño—. Allí los bailes se hacen también delante de las casetas pero con música de jotas, ¡cómo bailan los maños!
La visión es bullanguera, de folklore y campera, popular y colorista, con los vendedores ambulantes ofreciendo sus productos al son de las sevillanas. Tomates y naranjas, para refrescar al público, manjares aguados a media tarde, a las cinco en punto. Muchos compran los frutos para refrescarse, pero guardan piezas por si el festejo no es de su agrado, de este modo sentencia el público las malas faenas, a naranjazos y a tomatazos, moneda de enfado por no cumplir con la lidia al gusto de los aficionados.
Curro y Leandro, sin bajar de sus caballos, hablan entre el gentío con un torero, sentado en el pescante de una carroza.
—Habrá que ir a conocer los toros hoy, que están allí, expuestos en el cortijo, como se hace antes de la lidia —dijo uno.
—Amigos, disculpad. Regresaremos mañana con vosotros. Ahora vamos a la estación del ferrocarril.
—¿Pero irán a la plaza?
—Sí, sí. Solo que... tenemos que recoger a una mujer.
—Ah, bribones, ¡qué escondido lo tenían!
—Vayan con Dios y en la plaza mañana nos encontramos, tengan entonces cuatro billetes para la entrada.
—Con tres basta.
—No, quédense con los cuatro.
Curro y Leandro ven bajar a cientos de pasajeros de los trenes. Entran y salen de la estación en un desfile ininterrumpido. El ruido de las máquinas se mezcla con los murmullos de la multitud, la música y las advertencias de las locomotoras a los pasajeros, tanto al llegar como al partir. Curro busca con la mirada en cada una de las puertas, pero no cesa de salir gente de todas. De repente, reconoce la figura de Rosalía, tocada de sombrero, pañola y trajeada, parada en pie, buscándole a él, a la puerta de un vagón nobiliario, del que bajan burgueses acomodados y bien vestidos, ricos y hacendados.
—Ahí está — comenta a Leandro—. Vamos.
Ella no les ve hasta que se han acercado a su vera. Curro mira sonriente a Rosalía y esta sigue con la mirada por encima de sus cabezas, como perdida ojeando a todas partes.