Authors: MBA System
Y sin decir nada más, se arroparon y durmieron al raso. Curro creyó oír los suspiros emanados por la cúpula templaria, pero calló, olvidó sus pesares y, cansado, se entregó al sueño.
IX. LÁGRIMAS SECAS
Curro cabalga agobiado, entre rocas blancas y verdes montes, azorado y acosado por un pelotón de soldados reales, ve el brillo de las casacas azules y las bandas rojigualdas en los ribetes de sus uniformes, no llego arriba, no llego, se dice, los caballos galopan como el viento y se aproximan a pasos agigantados. Curro espolea su jaca, pálida, con los ijares molidos, los dientes abriendo el aire al relincho de la bestia y encabritándose por la dureza de los pinchazos de su jinete, sudoroso, temeroso, cada vez más cerca, cada vez más cerca del alto, solo hay que llegar allí, a la cumbre, luego todo será más fácil, bajar, bajar, pero no puede, no, el caballo que monta no puede correr más y acaba derrotándose, con las pezuñas de los cascos resbalando entre los guijarros, arañadas las patas y doloridas entre las quebradas y las zarzas, con los arbustos abofeteando la cara de Curro y los hocicos de la cabalgadura. Curro se va a caer y Rosalía está en el alto y allí le espera con el pañuelo bordado por su madre, ella también ve a los soldados y ofrece su mano, alarga los dedos a Curro que, abatido, no consigue tocar esas manos suaves como los algodones, acariciadoras y sensibles, que tantas noches besó como si en sus palmas encontrara el maná del amor, como si bastara entrelazar sus dedos para que el calor de sus sentimientos se erizara y mostrara el sentir del corazón anhelante, esas manos pudorosas, perladas, caracolas de mar con los susurros de las olas, esas manos eran el paraíso al que ascendía ahora y Rosalía le veía subir y subir, y no llegaba nunca, no, al contrario, te vas más lejos, grita, te vas más lejos, cómo es posible avanzar y caer en un monte cada vez más lejano, la cumbre se aleja y los soldados apuntan ya sus mosquetones. Llora Rosalía cuando ve la escena ante sus ojos, ¡que parecen llamaradas encendidas!, sus ojos, y es lo único que ve Curro, sus lágrimas secas y las manos agitadas tratando de aferrarlo, cada vez más lejos, ella, y los soldados, cada vez más cerca, y él sube, sube y el monte se alza, más alto, más cumbre, más cerca del cielo, no logra ascender a la torre, empinada como la de Babel, a esa cima a la que subió Rosalía no sabe cómo, y los soldados vuelven a aproximarse, más cerca aún, más. Curro Córdoba ya no lo soporta, se revuelve y les hace frente. Rosalía grita, pero no la oye, no la siente, ¿qué ocurre?, y se aleja más y más, ahora es él quien la llama, a voz en grito, ¡Rosalía, Rosalía!, pero tampoco se escucha su voz, no, es el agarrotamiento, la premura, ¿qué hacer ahora?, ¿cómo huir?, ¡qué rápido sucedió todo! Pero si acababan de bajar los guardias huyendo del frío, sí, frío, es lo que siente en el costado, y un punzón que se clava poco a poco en el hígado, ¡un disparo!, ¡me han herido!, ¡Dios mío, me han herido y estoy sangrando! Se gira, ¡Rosalía, Rosalía!, pero ella ya no está, solo ve el mar, el mar que se aleja, y un ruido de olas, y los soldados no van a caballo sino en barcazas, chalupas que cargan de heridos, y su costado, ¡ay, qué dolor!, suena de repente un ruido atronador, como un cañón, ¡¡¡truuuummm...!!! Curro tirita de frío y de muerte, con los ojos cerrados, llorosos porque ya no ve a Rosalía en el alto, ni en la playa que amarillea ahora en su mente. El costado sigue doliéndole y el ruido de los cañones otra vez estalla en sus tímpanos, ¡¡¡truuuummm...!!! Suda y rechinan sus dientes.
—¡Curro, eh, Curro!
Recibe un golpe en el hombro, otro, otro. —¡Dios mío, me están disparando!, ¡otra herida…! —se queja.
—¡Curro, Curro, despierta, hombre! ¡Te vas a calar!
En ese momento abrió los ojos y la lluvia le achuchó las pestañas.
—¡Eh, zagal, recoge los trastos! —dijo Juan.
—Nos vamos de aquí, a buscar refugio —añadió Manuel.
Y Curro vio que le dolía el costado, sí, un guijarro de punta de puñal se coló bajo su manta y le empuñó el hígado. Los truenos terminaron por sacar a Curro de su sueño. ¡¡¡Truuuummm...!!!
Allí, por fortuna, no había soldados, sino lluvia fina, pero tampoco estaba su adorada Rosalía.
En el alto de ese pico, tan largo que solo es tierra montaraz y de cabras salvajes, ahí está el refugio.
¡Vamos, Curro, vamos!
X. MONTARACES Y BANDOLEROS
—¿Cómo te llamas, pues?
—Curro.
—O sea, que tú eres Curro.
—Sí, Curro Córdoba, soy de Los Cortijos, ¿lo conocen? En la Sierra de...
—Sí, sí, en la cañada de Antequera, por allí pasamos todos los años careando las ovejas, camino del invernadero.
—¿Y qué le trajo por aquí? Si puede saberse…
—Permítanme que me calle ahora, vengo de parte de Manuel y Juan, los conocí en el Paso de los Cautivos.
—¡Ah, hombre! ¿Por qué no empezó por ahí? Manuel y Juan son de la familia. Entonces es el Curro ese del que tanto hablan en las ferias.
—Acaso.
—Acaso, sí, ja, ja, ja... El que vino de Cuba y se arrimó a la mujer del francés, ja, ja, ja... Lo saben todos los ciegos. Hasta le han hecho un cantar. ¿Que le causó qué? Mire Curro, nosotros en el monte no tenemos más enemigo que las ventiscas y los lobos del invierno, porque los guardias de algunos sitios no pasan, no se atreven... No conocemos a nadie que no sean monteros, o montaraces o bandoleros, porque ¿a qué vino aquí si no?, huyendo, ¿verdad? Únase a nosotros.
—Mire, señor Miguel, ese no es mi propósito, prefiero estar solo... Ahora lo que necesito es un poco de ayuda.
—Como quieras, pero siempre es bueno tener compañía. Mi padre conoció a los Siete Niños de Écija, esos sí eran grandes, una partida peligrosa de hombres criminales, pero allá abajo; aquí arriba eran hombres de ley, de confianza, echaos al monte, como nosotros, obligados por las circunstancias y tantas veces por las mujeres, ¡ah, qué tendrán las mujeres! Como el Tragabuches...
—¿El Tragabuches?
—Sí, ¿tampoco conoces al Tragabuches? Pues mató a los dos, a ella por infiel y depravada, y a él, por el abuso, ¿no es cierto, Leandro? ¡Leandro! ¿Dónde leñes estás? ¡Jodío zagal! ¡Trae vino!
Curro escuchaba en silencio.
—Curro, ¡no te preocupes! Por nosotros no sabrá nadie que uno más subió al monte a hacernos compañía, ja, ja, ja...
Sonrió ante la confianza que el orondo Miguel le daba y se sintió más tranquilo.
—Vamos, amigo, toma un trago de vino.
La bota de cuero, repujada, lleva grabadas unas banderillas y un corazón. Curro bebió y se quedó observando los dibujos.
—¡Torero! Sí, aquel era el Tragabuches, un señor torero —dijo Miguel.
—Cuente, cuente, hábleme de él —se animó Curro.
—Ese murió después de huir y huir, pero todo empezó por un engaño, ¡vaya! ¡Los hay cobardes! —masculló, y se limpió el morro con la manga de lana de oveja curtida de la chaquetilla—. ¡Leandro, trae queso! El vino pasa mejor con queso —añadió mirando a Curro.
—Cierto —dijo Curro, apurando la bota.
—¡Leandro, trae también más vino! —volvió a alzar la voz, esta vez con alegría—. Al cuerpo hay que darle lo contrario de lo que pida, ¿sabes? si quiere agua, vino; y si quiere vino, más vino, ja, ja, ja...
Rieron a carcajadas. Mientras el ambiente se caldeaba por el entusiasmo y por el éter del buen caldo que bebían con ganas, los hombres reían concentrados en torno al fuego.
—El Tragabuches traía una copla, que la cante Leandro —dijo con brío.
Leandro se levantó y se puso la mano en el pecho. Ahí fue.
—Una mujer fue la causaaa, de mi perdición primeraaa, no hay perdición de los hombreees, que de mujer no vengaaa....
—Copla, copla y copla, que sale de dentro a los buenos cantores, más si es con vino, ¡bebe, Curro, echa otro trago!
—Vale, vale, pero ¿cómo fue lo del Tragabuches? —dijo, ávido por conocer la historia del bandolero.
—Sí, sí, aquel Tragabuches era calé, de raza, sí, y el apodo lo heredó de su padre, que se comió, dicen, el feto de un burro, por eso lo de tragabuches. Un día, el torero salió de su casa, cogió el caballo y partió camino de Ronda, pero con la mala o buena fortuna, que eso solo él lo sabe, de caerse; se cayó del rocín y dio con sus huesos en el suelo; entonces tuvo que volver, para su desgracia o la de la mujer, porque al entrar en el hogar notó algo extraño, se dio cuenta de que allí había algo que la mujer, recelosa —dijo con retintín—, no quería confesar.
—¿Y qué pasó?
—¿Que qué pasó? Lo que tenía que pasar. Pecado hubo... pero no había nadie allí, eso parecía y el Tragabuches creyó que había errado con su instinto, pero no, acertó porque mira tú que tuvo sed y se fue derecho a la tinaja, una vez allí levantó la tapa y, ¡sorpresa!, encontró un hombre desnudo dentro y él se vio cornudo reflejado en el infeliz, al que no le dio tiempo a pedir clemencia alguna, le degolló en el escondite y el agua de la tinaja se coloreó como vino.
—¿Y la mujer?
—El Tragabuches, no conforme con vengar su honra a un solo bando, también quiso que la mujer pagara su osadía, ella entre gritos y lloros se acurrucó, se arrodilló, y él, vuelto con los ojos rojos de ira, gritó más, ¡cómo has podido¡, ¡cómo has tenido valor!, le dijo, y ya no le dijo más, se fue a por ella, la levantó, la alzó en los brazos como si fuera a pedir perdón y... no hizo más que arrojar a la santa por la ventana, ¡zas!, la despampanó viva. Así que, desengañado y con gran despecho, el Tragabuches se vino con los Siete Niños de Écija y aquí vivió el resto de sus días, dedicado al contrabando; estas sierras tienen sus huellas, las nuestras y ahora, Curro, las tuyas, que tú también te ves en estas por una mujer, ¿no es verdad?
—Sí, cierto.
Miguel era conocido como el señor Miguel, el jefe de la partida de las Covachuelas.
—¿Es cierto que mataste al francés? —preguntó a Curro.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque se iba a casar con mi mujer.
—¿Tu crimen fue solo por amor, no fue por dinero?
—No, no, le maté el día de la boda.
—¡Vaya, eso sí que es un golpe!
—Y ella, ¿por qué se iba a casar con él pues?
—Quizá porque tenía dinero... No lo sé.
—¿No te lo ha dicho?
—No, ella solo me dijo que me quería.
—¿Y te quiere?, ¿la has vuelto a ver?
—Sí, nos hemos visto, y me quiere.
—Pero estaba prometida.
—Pero no casada —porfió Curro, furioso, y se levantó—. Basta, no he venido aquí a contar mis penas. Solo necesito un poco de ayuda para volver a verla.
—¡Tranquilo, Curro, tranquilo! Eso ya es pasado.
Curro guardó silencio.
—¿Dónde está ahora tu mujer? —preguntó el bandolero, ahora quisquilloso, recalcando lo de «tu» mujer.
Curro seguía callado, incapaz de aguantar la broma.
—¡Ah, mujeres! Ya lo dice la copla, ya —y Miguel repitió la canción—. «Una mujer fue la causa de mi perdición primera / No hay perdición de los hombres que de mujer no venga...».
—¿Me ayudaréis? —espetó Curro.
—Te ayudaremos.
XI. LA PRIMERA CARTA
Mi muy querida Rosalía, si estás leyendo esta carta es que Leandro, mi último y fiel amigo, ha cumplido con su misión como me prometió, dijo que entregaría este papel para que llegara a tus manos. Estoy en un lugar que nadie puede imaginar, escondido como los lobos, huyendo de aquí y acullá y no me queda otro remedio que vivir la vida de los bandoleros, pues estos son ahora mis compañeros, con los que comparto techo y alimentos en las montañas; más te diré, que a veces, de uno en uno, bajamos y entramos en alguna ciudad, donde el gentío impide que nadie se fije en los forasteros, por eso se me ocurre que de esta manera podríamos vernos, en Sevilla... y si ahorro unos duros, en Madrid o Zaragoza, y luego, sueños no me faltan, nos embarcamos para las Indias, o nos vamos al sur de Francia, que tantas cosas se me pasan por la cabeza que uno ya no sabe cómo calmar esta lejanía que me corroe por dentro, y es que no puedo vivir sin tenerte a mi lado, porque es un suplicio, es algo que no puedo controlar y siento que te necesito; no sino así se libera mi alma, pues libre estoy y feliz en las colinas hasta que vuelves a mi recuerdo, por eso sé que esta no será más que una temporada, aunque estos no piensan igual, creen que es para siempre, yo no. Yo bajaré por ti y dejaré el contrabando y los trabucos. El otro día se nos murió el señor Miguel y estos no saben qué hacer sin él, le dieron un tiro en la barriga cuando regresaban de un paseo por las viñas, le subieron malqueriendo su estampa, y le enterramos en la Sierra, y yo no quiero estar muchos más días aquí porque todos terminan igual, muertos en la soledad, y yo te tengo a ti y tampoco quiero que estés sola; por las noches, durante el buen tiempo, siempre baja alguno que, como yo, tiene a su novia o a su mujer allá abajo, por eso quiero verte una noche, lo arreglamos todo y nos vamos. Así bajaré el segundo sábado del mes de mayo, para las fiestas de la Virgen, que todos están ebrios de contentos o de vino y es más fácil llegar entre la muchedumbre, pues también van los vecinos de todos los pueblos. Te veré en los jardines del convento, espérame, mi amor. Tengo a bien mandarte unas letras de copla que me ha escrito Leandro, es un buen chico, canta como los ángeles y además hace poemas, yo le hablé de tu hermosura y él me regaló estos versos, ya quisiera yo poder escribir algo parecido pero no puedo hacerlo si no es así, pues por esto ahí te cuento mi canción. Tuyo por siempre, Curro.