Rosado Felix (12 page)

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Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
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Sanjuán atiende con presteza a unos y a otros, entre dimes y diretes.

—¿Que se fue?, pues más vale ahora que no luego, cuando ya no tiene remedio —de una mujer hablan.

Entra un parroquiano y saluda.

—¡Buenas y solícitas noches!

—¿Dónde vas? —dice uno.

—¡Contigo no me hablo! —contesta, arisco, el recién llegado.

—¿Acaso te saludé yo a ti?

—Ponnos de beber, Sanjuán, a todos... ¡menos a este! —dice el último en entrar, que así las gastan los enemigos de la tasca. Pura ironía, nada de inocencia.

—¡Te digo que no quiero saber de ti!

—¡Ni yo de ti tampoco!

—Se robaron las piedras de la casa, el primero al segundo —le dice Sanjuán a Curro.

—¡Ya!, ¡comprendo, comprendo...! —asevera mientras echa un trago y chasca la lengua.

—¿Qué? ¿Vienes por la peseta? —pregunta.

—¿Puedo decir por las pesetas? —dice Curro.

—No, Curro, no. La cosa no está buena, ya lo sabes. Míralos, embebidos, hay que luchar mucho para que me dejen ganancias y sacar a la familia adelante. Además, ¡esto no es lo tuyo! ¡Aquí no debes perder demasiado el tiempo, lo justo para sacar un pellizco! ¿No sabes nada del empleo en los ferrocarriles?

—No, nada, nada. Acaso si salgo al mar, ¡a por bacalao!...

—No, no, no, nada de cachondeo, ¡eh!

—Tranquilo, tranquilo, que sé lo que me digo; lo pagan bien, ¿no es cierto?

—¡Sí, a cuatro pesetas el fardo!, pero, ¿estás seguro? Eso no es lo tuyo, no, pronto dejarías las barcazas, no creo que durases mucho tú, que eres de tierras adentro...

—Te recuerdo que yo ya crucé el mar, de punta a punta.

—No es lo mismo, no es lo mismo.

—No es lo mismo, como tú dices, pero duro, igual, más duro aún, te digo, peor que aquello, nada sobre este suelo que pisamos.

—Entonces, lo dices en serio.

—No, no, lo que pasa es que cuando la necesidad apura se te ocurren muchas cosas, una de ellas es esa, la de volver a la mar, a enrolarte en un barco, esta vez de pescador, no de marino, no de soldado, pero acércate, que te lo digo por lo bajo...

—¿Qué, Curro?, ¿qué?

—Yo... deserté, estoy aquí jugándomela.

—¿Que desertaste? —dijo Sanjuán con los ojos abiertos como los de un búho.

—¡Calla, calla, no se te escape la lengua!

—Pero, si te pueden fusilar... —susurró con los dientes apretados.

—Después de lo que me hicieron, ¿tú crees que voy a volver? ¿Tú crees que voy a coger otra vez ese tren para volver al cuartel? Yo sigo convaleciente. Eso les dije, porque una vez sí vino una pareja a buscar noticias, pero somos muchos los que vamos a dejar el Ejército, lo sé yo, ¡quién que lo conozca se va a meter otra vez en esa ratonera de Cuba! Una vez y no más, santo Tomás. Que vine vivo y muchos se quedaron sobre un charco de sangre.

—¿Y si te cogen?

—Primero tendrán que encontrarme.

—Y aquí, ¿dónde te vas a esconder? Pues acaso ¿no estás buscando un trabajo? ¿Quién te lo va a dar si se entera?

—¡Nadie tiene por qué enterarse!

—¡Ya, ya!, pero, ¿y si lo hacen?

—Si lo hacen, me echo al monte, ¡como tantos! —dijo. Bebió de un trago el vino y salió.

 

Trabajo, trabajo, necesitaba trabajar para sacar algún real, que la pobreza entra a mordiscos en las casas en el país entero, que dicen que España pierde sus tierras allá, en sus colonias, en América y por eso algunos hablan ahora de conquistas en África. Si fuera poco estruendo lo que ocurre en Indias, no basta. No, los políticos quieren ahora la conquista de territorios africanos. Los soldados no dan crédito a sus miserables vidas, arrastrándose de guerra en guerra los que van quedando para guardar las tierras todas, áridas y ricas, fértiles e inhóspitas, como los desiertos blancos, las salinas, ¿qué defienden allí? ¿Oro o arena?, ¿puñados de polvo?, ¿dunas y vientos que ciegan los ojos y no dejan ver a los moros que salen de debajo de las arenas con sus afiladas alfanjes? Cuba, Filipinas y África. No hay suficientes soldados para tantos frentes. Cuba, lo que más vio Curro en aquella isla fueron fusiles, ¡pero si allí solo hay pobreza también!, ¿dónde están las riquezas, pues?, ¿acaso en los palacios de los príncipes? que él lo vio, que en Cuba no hay baúles cargados de joyas, que él lo vivió, ¿o quizá no supo lo que defendían los oficiales con sus marciales y animosas órdenes? ¡Defiendan la tierra de la patria!, ¿qué tierra?, ¿qué patria?, cuando su único deseo era resistir muriendo por comer, que hasta las gallinas robaban en los descuidos de los granjeros. Los soldados de a pie no entienden de grandezas, no saben de aquello que no tocan y lejana queda la aristocracia. Y en esos montes de pólvora solo pasó por su mente un deseo de huir. Cambiarían una gallina por su honor, como así muchos hicieron. Una gallina trocada por el honor, se decía ahora rememorándolo Curro, ensimismado, clavado en su hondo pecho en aquel banco de la estación de trenes. Es verdad, escaparon más de una noche, incluso cruzando las líneas enemigas, con órdenes o sin ellas, para conseguir comida, para traerla a la fortaleza, se rotaban, pero algunos no volvían, morían en tan cruel laberinto, en las balaceras, acribillados; así le contaron la pericia de Almería y el seminarista, y ciertamente ¡cuántas veces permanecieron otros muchos escondidos!, con sus botines, polluelos y huevos, mientras los soldados defendían la plaza con su sangre, y comían la carne podrida de las sucias despensas, cuando no cazaban algún roedor que se atrevía a penetrar en ese infierno, una rata asada incluso era bien recibida, por comer algo, ¿y si había sed?, que se caiga el cielo con sus nubes cargadas de agua, porque esta no existía más que en las lágrimas de los más débiles, muchas veces desesperados y sedientos, resecos tanto los labios como la lengua, pegajosa, falta de saliva y negra, no soportaban más el dolor y cedían a los líquidos de las yeguadas, bebían el orín de las caballerías, porque ¿qué iban a ingerir si no había nada más?, el suyo propio, algunos, ¡tan cierto cómo que estaba él vivo allí, ahora, tomando jarrones de cerveza!, se perdía el sentido de la repugnancia y los escrúpulos solo tenían una salida en esas terribles condiciones, la muerte segura, ¡y es que por no desfallecer, o más bien por no fallecer, hacían lo que fuera!, ¿cómo si no cambiando el nombre de las cosas?, pues en esas circunstancias, ¿qué tenía más valor?, que el agua era oro y las galletas, plata, el pan era un manjar y las gallinas, tesoros, los huevos, si los conseguían, exquisito menú de fonda, sueño de posadas, ¿y las frutas?, delicias de los jardines cubanos, robados los plátanos, o los cocos, ¿quién se conformaría con menos¿, ¡solo ellos!, para mantener la vida un día más, unas horas más, minutos a veces; entre fuegos y andanadas salían como valientes, pero por miedo era, en busca de un alimento que llevarse al zurrón no fueran a caer en el canibalismo, encerrados como estaban entre humo, disparos y cadáveres, algunos mutilados cual carnicería salvaje, y ellos con el sentido del olfato sin conocer el maloliente estado de los cuerpos, ni los suyos, sudorosos y ennegrecidos, ni los de los muertos, terriblemente quemados o con mortales llagas abiertas. Había un pelotón de enterramiento, que curiosamente no tenía baja alguna, pues en la retaguardia permanecían, en espera siempre de entrar en acción para dar sepultura a sus compañeros caídos en manos de la muerte, como si fueran griegos iban en busca de Hades, señor de los infiernos que llevaría a los artistas y a los otros al paraíso de los muertos; cuando cesaba el fuego enemigo, salían los enterradores a cumplir una triste misión, pues poco quedaba por hacer en esta isla que no fuera el acabamiento en el deceso, venga la salvación por donde sea, que hallándola no terminarían bajo dos leños en cruz y un epitafio: «Aquí yace Salvador, el de Jerez, valiente soldado y cantaor español». ¡Cómo cantaba el Jerez!

 

Ay, mi mujer,

que vengo entre mis penas,

de Jerez a La Habana,

olvido de mis letras,

pasión de mis amores,

aquí la muerte me encuentra,

pronunciando tu nombre...

 

Y en verdad que así fue, con la mujer de su vida en sus labios quedó el último susurro, el último aliento de vida del de Jerez. Aquello recordaba Curro, como un remordimiento.

 

 

III. EL PRECIO DE LA VIDA

Valor, Curro, valor, como decía el Perla, otro de los que cayeron en Cuba, el torero soñador, ¿cómo era lo que decía? , que parecía un acertijo y un trabalenguas, ah, sí, «que quien alguien quiere algo, lo tiene que luchar», hay que arrimarse, y también lo decía su abuelo en aquella carta que le escribió a La Habana y que yo leí en la Loma de San Juan, donde se hallaban desalentados, que no sabían si aguantarían para volver a casa vivos, su abuelo se lo decía, como si nos lo dijera a todos: «lucha, sí, lucha, que quien algo quiere algo le cuesta. ¿O acaso te lo van a dar mascado? ¿Te vas a esconder? ¿De qué? La vida te va a pasar la soldada como a todo hombre y no podrás huir por la puerta de atrás, aunque quieras, no tengas miedo a enfrentarte al mundo cara a cara, ni a las balas de tus enemigos, que silbarán sobre tu cabeza como silbaron sobre la mía, no flaquees, ni claudiques, mas en los malos momentos busca la recompensa», ese era su abuelo en su carta, el del Perla y el de todos, pues se leían las cartas entre todos, unos a otros, intercambiaban sus nostalgias y de este modo crecía su escaso entusiasmo cuando no recibían noticias de España, para darse ánimos. Consejo de viejo lo que dijo, pues cuando volvió Curro tuvo que hacer llegar la noticia de que el Perla también se quedó en otro epitafio, en otra ilusión: «Aquí yace un torero español». Obviaron la palabra soldado. Él tampoco estaba ya. Ninguno lo tuvo fácil allá, a cual peor, solo valió la suerte para los que regresaron por el hecho de seguir vivos, que no aquellos que dejaron su alma clavada entre lodazales y pantanos, como el Perla, el torero, siempre soñando a la luz de las lunas, noche tras noche, entre los disparos, ¡volveré a España!, ¡solo por torear! Pero tampoco él volvió, se quedó encogido, enfermo, tiritando, en el alto de El Caney, en la provincia oriental, luchando cayó, después de doce horas sin descanso, sin comer, entre cañonazos y disparos de fusilería, cuatrocientos diecinueve españoles parapetándose entre piedras y troncos de madera y enfrente ¿quién lo iba a prever? ¡Seis mil milicianos con el respaldo de una batería de largo alcance! Los mosquetones españoles no pudieron hacer mucho por resistir la avalancha de la artillería, y no más de ochenta españoles abandonaron la colina en retirada nerviosa, que no cobarde, alguno se atrevió a coger la bandera, para no dejarla como derrota en manos del enemigo, perdieron la vida varios capitanes y algún general, como Vara del Rey, se ensañaron con la colina y la reventaron a conciencia.

Los recuerdos se entrometen y encrespan en la cabeza de Curro Córdoba. Sí, la guerra marca demasiado fuerte, de tal modo que a veces parece un hierro candente sobre la carne. Y, sin embargo, es pasado del tiempo que no ha de volver, por eso mira al futuro, porque algún futuro ha de tener tras el episodio que luego vivió en la serranía de Los Cortijos. Cuba, Los Cortijos, ¿y ahora qué?, el futuro, solo el horizonte abierto permitirá a Curro gozar del resto de su vida, huyendo, pero vivo y con su amada. Eso piensa. En la colina se levanta en vuelo una flecha de pájaros que parecen emigrar. Curro mira al cielo azul y sonríe al paso de los patos. Van hacia el norte. Él también cogerá ese rumbo.

 

«Que me ata mi deseo a tu llegada, mujer, que no siento cómo entrar y verte en este tren, sin que los miedos sean un tormento para mi espíritu, pues yo sé que te tengo, pero estás allá, en el cortijo y yo aquí, esperándote», piensa Curro en el anden. Rosalía va en su busca, bien cierto que es, pero la espera se hace larga. «Que me imagino caminando hacia ti, en la fonda de Los Candiles, sin tener que mirar a mis rivales, para abrazarte una vez más sin tener que esconderme, sin esquivar a la Guardia Civil, que me persigue hasta la muerte». Tiene tanto miedo a perderla como a una traición súbita. De noche la corteja, porque de día es imposible ya si siguen en Andalucía. Solo hay una salida, dejarlo todo y huir hacia el norte como esa bandada de patos.

 

 

IV. ENCUENTROS

No pudo hurtar un guiño al destino, cuando ensimismado volvió a ver a su dama de rosas en un tren, camino de Los Cortijos. Entró somnoliento en un compartimento y su bostezo se quebró al encontrarse con ella.

—Perdón, señorita, ¿me permite? —Ella asintió.

Hubo unos instantes de silencio. Hasta que se decidió a hablar.

—Usted es la señorita que vi en el pasaje de Ronda; en la estación, quiero decir.

—Y usted el caballero del sombrero, el que ladeó el sombrero.

—Ah, me recuerda.

Volvió el silencio. Curro se sentía incómodo sin hablar nada, porque en realidad no sabía cómo seguir la conversación, titubeante expresión aparte y timidez inusual. Y decidió dormir.

—Por favor, si llegamos a la próxima estación y sigo durmiendo, despiérteme —acertó a comentar, por decir algo.

Ella asintió de nuevo. Era una mañana lluviosa, torrencial, algo pesada y el agua chocaba contra la ventanilla del compartimento, por lo que no resultaba fácil conciliar el sueño. Aun así, Curro se durmió.

Fue el revisor quien le despertó minutos después.

—Por favor, su billete.

Ahora ya le resultó imposible echar otra cabezadita, por razones varias, como el golpeo de la lluvia, el traqueteo del tren y enfrente tan bella mujer, de mirada adorable a la que se prendió como si fuera el alfiler, un pájaro de plata, que lucía en la chaquetilla azul de la dama.

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