Rosado Felix (11 page)

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Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
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—Los santos te oigan —dijo el seminarista. Y mordió una galleta que sabía a gloria. Luego descorchó una botella de vino y ofreció a los otros un trago. Curro, en su agotamiento, seguía dormido.

—Guardad unas galletas para cuando despierte el durmiente —añadió Boni.

Y nadie dijo más, pues miraban extasiados al velero que se aproximaba solemne en vísperas de la fiesta de la Natividad. En todos renacía la ansiada esperanza.

LIBRO SEGUNDO

 

 

I. EL ABRAZO DE ANDALUCÍA

El humo llega lejano entre los montes de Sacramento. El silencio se rompe con un sonido mágico en el atardecer. El paso del tren le recuerda, sinuoso, las doradas estelas de sus travesías en aquel barco, un navío engalanado con el porte de ciento doce cañones, una vista deslumbrante, imperial desde la aleta de babor, de España a Cuba, de un país a otro, en tiempos pasados, y de La Habana a Cádiz, de ciudad a ciudad, como dos soles en la distancia de la memoria, con incierto destino el viaje de ida, camino de la guerra, entre fragatas, corbetas, galeotas, balandras y bergantines, con viento fresco y mar llana, cuando no con tormentas y mar brava, y con esperanzas, el segundo, el de regreso a su tierra. Es la hora de la verdad. Curro Córdoba espera con desesperación en el andén. Taconea los botos sobre las tablas quejumbrosas de la vieja estación. Quiere sacudir el polvo que cubre el negro cuero, pero lo único que consigue es levantar la arenilla y enturbiar más los camperos. Con impaciencia se rasca la barba de tres días porque le pica el cuello. Lleva sin dormir varias noches, pero no por eso el cansancio le atosiga. Los nervios pueden con el alma de un hombre inquieto.

Frunce el ceño. Agudiza la vista y mira al horizonte. ¿Vendrá Rosalía en el expreso de Los Cortijos?

 

Curro Córdoba se ha convertido en un prófugo reclamado por la Guardia Civil Española después de que fuera un fiel servidor de la Capitanía General de Cuba. Esa isla que los españoles consideran la prolongación de Andalucía. Sí, es verdad que permaneció destacado en tantos frentes como mambises encontró, de Bayamo a Camagüey, Sancti Spiritus y Pedrosa antes de recalar en La Habana, como soldado de reemplazo, partiéndose el pecho en verdad, pues en uno de esos encontronazos ante tres rebeldes resultó herido de un machetazo, marcado lo lleva, y solo de verlo pánico daba, más que el filo de las hachas y más aún el reflejo de los brillos de la noche en esas hojas de cuchillo de los temibles mambises. Regresó a España y juró no volver a la colonia cubana, mas no lo haría de ningún modo porque su vida se ha complicado demasiado. De aquel día del retorno, gracias a la fortuna, o a su segundo destino, después de pisar, por fin, la tierra labriega de su pueblo, solo recuerda, entre brumas, que cayó al suelo sin haber llegado aún a casa, que vio a los suyos y que se hundió en un profundo sueño, sin más. Durante varios días vivió la oscuridad de los muertos, pues no sabe si vivo estaba o finado era, entre agonías y despertares, agobiado por escenas tétricas, violencias en su mente y nervios de acero en sus manos, que pasaban de ser débiles y caídas a poderosas ramas que se aferraban al almohadón, a las mantas o a las camisas de su padre, que trataba de calmarlo, y veía luego a su madre que posaba un paño húmedo sobre su frente para apagar el calor y el
delirium tremens
del miedo, alejado de la realidad, desconocida entonces, aun ya en su casa, en su hogar, para un hombre que creía seguir hendido en aquellas batallas, rodeado de estacas y cañas, entre lodazales y gritos, los de sus amigos, heridos, o los de los enemigos, matando, o los de los oficiales, alentando a los soldados, o los silbidos de los obuses destrozando otra pierna más, como la de Tato, que se desangró como una fuente, sin que él pudiera evitarlo, intentando tapar con una chaqueta el chorro vertido por el muñón arrancado, y el Tato aullando de dolor, ¡mátame, mátame, Curro!, y él pidiendo un médico o cirujano inexistentes, a voces, entre la algarada y los cañonazos. Y volvía a dormir profundamente, se sumergía otra vez en una espiral negra, en la locura de un sueño del que quería salir y no podía, como aquellas ninfas condenadas para toda la eternidad a llenar de agua un pozo sin fondo, pero, por fin, un día despertó sin sobresalto, somnoliento, como el que sale de una larga noche de descanso tras una jornada agotadora; se desperezó como si nada hubiera pasado y se tocó para saber si era él, para ver dónde estaba; miró a la ventana, entreabiertos los visillos de tul, entre los que entraban con suavidad los rayos de un sol amaneciente, calentando la pared blanca en un reflejo amarillento, chocando contra las sombras de la habitación, subiendo poco a poco por encima de la cama, que rozaba como si hubiera pasado un ángel, y se volvió a tocar, el pecho, las manos, la cara, ¡afeitada!, sin esa barba que le acompañó durante tantos meses, y vio su cuerpo aún anémico, frágil, pero... ¡estaba en su casa!, ¡diantre! ¡Qué alegría! ¡Qué pesadilla dejó atrás! Eso se dijo. ¿Permiso militar? Su permiso sería para siempre, nada más que eso, no sabía qué haría de inmediato, solo qué no iba a hacer y sería no volver al Ejército, sino muerto, como habían quedado sus quintos, aquella brigada Magallanes, diezmada a punta de balazos, tifus y cuchilladas. Rememoraba ahora, afuera el canto de los gallos, lo que se preguntó el Perla en aquel viaje a Cuba, cuántos volveremos o quiénes volverían a España, cuéntalos con los dedos de las manos, no más, y así fue; por cada batallón, tres, cuatro, cinco o seis hombres volvían, mutilados o no, regresaron, con piernas o sin ellas, con un brazo menos o intactos, tuertos algunos, hambrientos y cuando menos aliviados de seguir vivos, todos; luego, solo durante unos meses, las cosas fueron bien, mas cinco años sin nombre quedaron atrás.

 

«No volveré a Cuba», hablaba consigo mismo. Y no lo hizo. De prófugo pasó a ser buscado por asesinato. Y huyó al monte. Por aquel maldito suceso con el malquerido de Rosalía, ese nombre de mujer... pensaba, malquistado. «Por mi alma, si no se hubiese interpuesto en nuestro romance, si no le hubiera conocido, yo estaría con ella y él seguiría vivo», se decía, indiscreto, sin pensar quién había llegado primero a la mujer, pero seguro de que él era el amado, no el otro. ¿Quizá?, reiteraba en su mente. O quizá no. ¿Y aquel vaticinio olvidado de la santera? Tal vez habría vuelto a Cuba, donde las cosas no están mejor, por lo que divulgan los voceros de los pueblos, sigue la guerra, cruenta, cada vez más. «Pues sí, a lo mejor ahora sí reposaría bajo tierra criando malvas, con un tiro en la cabeza, o sería un mutilado, como el sargento Millán o tantos otros», cavila Curro. España manda a sus hombres al matadero de Cuba, eso es lo que dicen las madres tristes, las mujeres enojadas y las novias llorosas. Él lo sabe bien. Y los ciegos se ganan la vida rezando un cantar que todos conocen, no hay que leer los bandos, ni escuchar los pregones de los alguaciles. Basta oír a los ciegos, que aumentan con la Guerra Grande sus repertorios; ya no solo hablan y regocijan a los oídos con las historias de crímenes pasionales, bandoleros y gestas, ahora son solicitados los relatos de las miserias de allende los mares. Entre la somnolencia de la espera como si el tiempo se hubiera parado, Curro cuatro versos tararea:
A Cuba van a parar / los hombres en su suplicio, / allí los van a matar. / ¡Qué triste adiós del destino!

 

Qué bueno aquel anciano de memoria primorosa, que parece un libro abierto, el palestino le llaman, porque dicen que moro era, aunque cristiano, qué pasajes de la Biblia recita en carrera, con el lazarillo pasando pliegos pintados con trazos bruscos de carbón y avisándole, la primera estación, y recitada era, la segunda, y cantada en salmo, la tercera... vaya pasión por el contar. Un día le leyeron una carta del recién llegado a rey. Y aprendió el texto para narrarlo de pueblo en pueblo, a cambio de las monedas que caían con tintineos de lluvia en la palangana de porcelana. Las cartas del rey Alfonso XII, en alocución a las tropas, no son más que un mísero consuelo, que no devuelven la vida a los muertos en las guerras de América, contra los independentistas de Chile y Cuba, ni a los caídos en España, contra los carlistas:
«Soldados: los ásperos trabajos que soportáis, las continuas lágrimas que vuestras honradas madres vierten, el triste espectáculo de tantos compañeros que gimen en el lecho del dolor o descansan en el seno de la muerte, todos estos males, aunque espantosos y por todo extremo lamentables, quedan reducidos al espacio de una sola generación; pero, fundada por vuestro heroísmo la unidad constitucional de España, hasta las más remotas generaciones llegará el fruto y la bendición de vuestras victorias. Pocos ejércitos han tenido ocasión de prestar un servicio de tal importancia. Tanta sangre, tantas fatigas, merecen este premio. Soldados, jamás olvidaré vuestros hechos; no olvidéis vosotros en cambio que siempre me hallaré dispuesto a dejar el palacio de mis mayores para ocupar una tienda en vuestros campamentos; a ponerme al frente de vosotros y a que en servicio de la patria corra, si es preciso, mezclada con la vuestra, la sangre de vuestro Rey»
. Aplausos llovían cuando terminaba, no porque lo hiciera bien, o de manera inmejorable, sino porque las gentes creían estar escuchando en verdad al monarca, del que no sabían nada más que había muerto su hermosa esposa, María de las Mercedes, bella y joven, lo que movía a compasión y buenos deseos hacia su rey. Romanticismo dichoso en la pareja real que hizo llorar a su pueblo. Cantares a reyes y bandidos. Curro ya tenía su propio cantar en las sierras de Andalucía. Las guitarras lo acompañan en las noches de las tabernas, aunque él no puede aparecer por ellas, sino a escondidas, de tapado en las ciudades, entre el gentío cuando iba a los toros, con capa negra en los bailes, junto a Rosalía, cubierto su rostro por un velo, cual mora de la mezquita, y solo a la vista el encanto de sus ojos tristes como perlas de dolor y enigmáticos.

 

Años atrás, durante su convalecencia, Curro conoció a Rosalía. Paseaba por los andenes de la estación rondeña en búsqueda de un empleo modesto como oficinista de los ferrocarriles, con un sueldo que podría sumar los ocho reales, no más, y disfrutaba con aquellas gigantescas máquinas de la ingeniería alemana. Observaba curioso las tremendas y colosales moles de hierro y acero pulidos, ¡trenes!, carruajes convertidos en maravillas de la técnica de un futuro que se avecina venturoso. Ruedas de casi dos metros de diámetro, potentes locomotoras de vapor, vagones de lujo. Antojadas joyas del tiempo, como preludio de una nueva era, preciada de ilusión o ilusionismo, de modernidad, sensación y tal vez renacimiento, como si acarrearan la antesala de una vida próspera que acabara con la precariedad de las gentes. «Me encantan los trenes», pensaba. Fue una tarde cálida de verano. En aquel pasaje de equipajes. Vio a una hermosa mujer de largo y moreno cabello, de ojos color miel, profundos, y sonrisa brillante.

Se cruzaron las miradas y saludó a la señorita con un sutil gesto ladeando su sombrero. Ella correspondió con una caída de párpados y cierto rubor en sus mejillas.

Siguió su camino y entró en la cantina.

—¡Sanjuán, ponme un fino, uno de esos vinitos frescos, que me ha subido la temperatura con los ojos de la mujer más linda de España!

—¡Curro, querido amigo, qué alegría verte!

—¡Volví!

—¡Te veo! ¡Y detrás de las mujeres sigues! ¡Qué picaflor! ¡Encontrando a todas bonitas!, ¡estás hecho un bandido! —dijo, sin saber cuánto de adivinación habría en el fondo de esta última palabra.

—¿Y es que acaso no lo son? —dijo él—, pero esta es especial. Acabo de ver ahí, en el pasaje, sus ojos, su mirada. ¡Venga ese vino!

—¡Y ese cante de la tierra!, que venga el Granaíno con la guitarra —dijo el cantinero.

—¡Vamos, que venga!

A dúo, los dos palmean.

 

Y vuelco mi sombrero

de lado, mozuela

en noche cargada

de vino ¡y solera!

 

Arena de oro

de cielo y de tierra

mujer de labios

ardientes, morena

de ojos de plata

mirada sincera

tu pecho suave

pezones de pera

de traje torero

mi alma ¡tu pena!

 

—Ja, ja, ja... Muchacho, ¡qué vienes con la alegría cargada! ¿Y qué es de tu vida?

— Sanjuán, que acabo de salir de Cuba, como quien dice, pero no sé cómo. Una herida de cuchillo, un machetazo de muerte, casi me manda al otro mundo. Y no solo eso, que me curé y luego casi fallezco de hambre. ¿No viste al Campuzano, el carretero de Los Cortijos? ¿No te contó?

—No, no, hace meses que no le veo, ¿qué pasó?

—Más muerto que vivo, me doblé en las puertas de casa, sin poder llegar al patio siquiera, ni crucé la calle, caí como un fardo destrozado, magullado y herido, ni carne tenía mi cuerpo y solo huesos, que debían sonar como castañuelas, ¡ja, ja, ja...! De verdad, que me río ahora pero indeseable pesar, Mariano, creí que me despedía para siempre de todos vosotros.

—¿Y cómo fue?

—Te contaré despacio, pero no ahora, que se me va la mozuela. Hay insurrecciones, desmanes y puñaladas por la independencia, que no lo sabes tú bien, que aquí no se puede imaginar cómo se muere allí y cómo se sufre, que no hay comida, ni agua, ni ná, cosas de esas, pero como soldado tienes que obedecer, pues al gallinero a pelear. Venga, ponme el vino, que me voy a buscar a esa dama de las camelias —dijo ufano.

—¿Cuándo vuelves?

—En siete días, por lo del trabajo, a ver si lo consigo, no es fácil, no, pero a ver si me lo dan, que no tengo un real. ¿Me dejas una peseta?

—¡Curro, la peseta por cinco tardes de tabernero!

—¡Hecho!, la semana que viene, ¡y te lo cuento!, lo de Cuba, ¡cuánta miseria y cuántas muertes!

 

Y ahí empezó todo. Salió veloz de la cantina y la dama ya no estaba. ¿Que dónde está? ¡Que me hipnotizó el alma!

 

 

II. AMBICIONES

Vuela el tiempo que corre como una gacela. Pasaron siete días desde que hablara con Sanjuán «el Bacalao», célebre por la venta del pescado que lo apoda. Las grandes raspas saladas son dulces cuando se toman acompañadas de un chato de buen tinto fresco. Una semana después, ni un día más ni menos, Curro Córdoba entró por segunda vez en la cantina de Los Candiles. En penumbra, con la luz anunciando el adiós de la aurora, el día va acabando fuera, que no dentro, donde los campesinos se arremolinan en las mesas tras una jornada dura de faena; callosas las manos de labrar los campos, ajironados los rastros de las arrugas penetrantes y la tez de solazo oscurecida; al son de las guitarras, un flamenco ensaya en una esquina y el vino corre alegre de jarra en jarra.

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