Rosado Felix (9 page)

Read Rosado Felix Online

Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
4.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De Estados Unidos —responde el capitán.

—¿Qué valor tiene esta plaza que defendemos? —pregunta el sargento.

—Ninguno. No tiene siquiera valor estratégico, es solo un buen lugar para... morir —dice el alférez.

—Defenderlo ya es un honor —aseveró el capitán, con voz grave—. Y de héroes —añadió, como si invocara a Heracles, divinidad de la fuerza.

 

Después de tantos días de asedio, el coronel Gutiérrez mandó escribir al sargento lo que sigue, al dictado:
«Nuestros muertos exceden los setecientos en las últimas batallas y mantenemos la plaza con poco más de trescientos hombres, muchos están heridos, y algunos, morirán pronto, pues no tenemos medicinas, ni alimentos; esperamos vuestra llegada de un momento a otro, pero nos vemos en la obligación de enviar este segundo mensaje con la petición de ayuda urgente, porque no tenemos garantías de que el cabo Nicolás, a quien llaman sus compañeros el filósofo, y el soldado Córdoba, al que todos llamamos Curro, hayan llegado a su destino; que Dios nos ayude. Paso a enumerar, con pesar y enarbolando la bandera en su honra, el parte de bajas sufrido por el destacamento, a fecha del año mil ochocientos setenta y cuatro, nueve de agosto: setecientos treinta y cinco muertos, entre ellos todos los suboficiales, el jefe del Estado Mayor de la escuadra, el general Fernández, el coronel Aguado, el capitán Castaños, los tenientes Galindo y López... Por nuestros enemigos no podemos garantizar el número de bajas, sino por nuestra fiera resistencia, pero a fe que en nueve ocasiones se han acercado y han tenido que retirarse recogiendo a sus muertos y heridos, que no han sido pocos»
.

 

—¿Cómo va? —preguntó al sargento, mientras se secaba el sudor que le provocaban las fiebres—. ¿Le parece correcto? —dijo, y empezó a toser sangre —. Siga, siga, termínela, que yo no puedo, con lo que hablamos...

Y siguió tosiendo con un dolor que le atosigaba el pecho. Miró el pañuelo y lo vio manchado de rojo. Sus ojos denotaban cansancio y amargura.

El sargento continuó mojando tinta en la pluma y añadió:
«En orden del Cuerpo, el señor coronel del Regimiento, como último responsable de este destacamento, al haber fallecido los oficiales de más alto rango, me encarga felicite en su nombre tanto a los jefes y oficiales de esta campaña como a la tropa, por su brillante comportamiento y muy especialmente a los que a las órdenes del teniente don Joaquín Jiménez supieron en el combate del día seis de agosto poner a tan gran altura el nombre del batallón, y que el cabo Francisco Jesús mereció ser felicitado por todos sus jefes y figurar como muy distinguido en el parte dado al jefe, por su acción en el norte del fortín, que tan bien defendió y obligó a la retirada de cientos de enemigos con solo dos cañones y un puñado de valientes artilleros»
(Nota del autor:
Adaptación ficticia de un documento real facilitado al autor por Santiago de Higes, bisnieto de un coronel de igual apellido que combatió en Cuba
).

 

El coronel Gutiérrez seguía tosiendo.

—Creo que es suficiente, coronel. ¡Sanitario, sanitario!

El médico acudió también, visiblemente cansado.

—Santiago, el coronel está muy enfermo — dijo el sargento. Mas en ese momento, al entrar vio que el oficial médico se hallaba en igual condición, quizá peor, y se mantenía en pie, o lo intentaba, con una fuerza desbordante.

—¡Santiago! ¿Te encuentras bien?

El médico no podía más, tras días sin dormir, atendiendo a unos y otros, se tambaleó y cayó desmayado.

—¡Maldita guerra! —dijo el suboficial. Cerró la carta. Puso un sello. Y llamó a otro soldado voluntario.

Salió el cabo Francisco Jesús.

—Necesito que lleves este mensaje. Eres nuestra salvación y ahora depende de ti, si Curro y Nicolás no lo han conseguido.

—A la orden.

El valeroso y atrevido suboficial partió poco después, dejando atrás el campamento, donde el seminarista aplicaba ahora los santos sacramentos, como un capellán que bendijera la unción de enfermos y heridos cuando no tenía el fusil en la mano. La disminución del número de hombres era un goteo constante. El parte de bajas aumentaba en la hoja de servicios amarillenta. Herido, muerto, herido, muerto. De vez en cuando, enfermo o «salió en busca de ayuda».

No habían transcurrido dos días cuando llegó un soldado cubano con una bandera de diálogo.

El coronel Gutiérrez se debatía en un camastro, presa de fiebres altas. El segundo oficial recibió al mensajero.

—¿Qué quiere?

—Traigo un recado.

—¿De quién es?

—De nuestro caudillo, Máximo Gómez.

—¿Qué órdenes le dio?

—Permítame transmitirle nuestros respetos a su tropa. Se trata de una petición de rendición.

—Estamos esperando algo más. Quizá deban rendirse ustedes.

—No sea irónico. Lamento comunicarle que atrapamos a su mensajero y se halla prisionero. Interceptamos su orden. Y le entregamos esta —señaló, al tiempo que extendía el brazo y le daba un sobre.

El oficial español guardó silencio entonces y trocó su gesto. Cogió el papel y lo abrió. Leyó con rostro circunspecto y dolido.

 

«No necesitáis hacer mayores sacrificios. Vuestro valor y vuestra resistencia inspiran valor y respeto. Rendíos como queráis, que mi palabra responde de vuestro honor»
(Nota del autor:
Mensaje real del caudillo cubano Máximo Gómez a los españoles sitiados
).

 

—Espere.

El oficial llamó al sargento.

—¿Señor?

—Lea este escueto mensaje al coronel Gutiérrez.

Así lo hizo.

El coronel Gutiérrez se apoyó con dificultad en la cama.

—Coja papel, sargento. Escriba lo siguiente —ordenó, y empezó a toser otra vez.

—Dígame.

 

De inmediato, regresó el sargento hasta la mesa de diálogo y devolvió la orden.

—Esta es nuestra propuesta. Désela a su jefe.

El oficial lo leyó.
«He admitido al parlamentario que me envía usted porque creí que, habiéndose desvanecido todas nuestras ilusiones de triunfar, y aprovechando la bondad de España, venís a acogeros al indulto. Nosotros no nos rendiremos nunca»
.

El oficial cubano montó a caballo y, en un alarde de hípica, hizo que se pusiera de manos. Miró con desprecio a los españoles y espoleó con fuerza en los costillares del potro. Luego salió a todo galope hacia su campamento. Lo que más le dolió a este mensajero de los milicianos cantonalistas fue la última frase del escrito:

«No me envíen más recado, o haré fuego sobre el emisario»
(Nota del autor:
Declaración real realizada por el capitán español Neila en la tercera Guerra de Cuba, en respuesta al asedio de las tropas cubanas del general Máximo Gómez
).

 

Pasan los días como las nubes en el cielo. La guerra transcurre sin prisa y mata poco a poco incluso las esperanzas. Los soldados se acumulan en las trochas. Algunos enferman y son atendidos por los médicos militares del ejército; Santiago Ramón y Cajal se llama uno de los más atrevidos. Tras varios desmayos continúa su lucha contra las epidemias de los demás. Enfermo él, se levanta porque, dice, no puede ser de otra manera, si no se morirán todos. Y el coronel espera que lleguen las tropas de refuerzo para que les devuelvan a todos a casa. Así, Santiago Ramón y Cajal, durante los combates, se presta a asumir los mismos riesgos que sus compañeros, aunque algunos ya no se lo permiten pues palidece su rostro como el de los heridos.

—Santiago —ordena el sargento—, manténgase atrás, en la retaguardia. No arriesgue su vida porque ha de salvar la de los heridos.

Aun así, Santiago no resistió y cayó tan enfermo como otros muchos, afectado de paludismo y disentería. Las insalubres condiciones que padecen los soldados son los otros crueles enemigos a los que se enfrentan en la isla. ¡Cuántos pierden así la vida, incluso sin ser alcanzados por un tiro! Santiago se tumba en un camastro, presa de caer en el sueño eterno, tiritando.

—Arrópenlo —dice el sargento, mientras observa angustiado el destartalado hospital.

Luego, se dirige al seminarista que se arrodilla junto a otro enfermo.

—¿Qué sucede? —pregunta.

— El Perla ha muerto.

—...

El sargento hizo un silencio. Luego hizo un gesto, inexpresivo, adusto, como si no entendiera nada.

—¿Cómo?

—De tifus —dijo el seminarista.

—Adiós, torero —acertó a balbucear—. Ya no te veremos en España.

 

 

XIII. LA MUERTE DEL FILÓSOFO

Mil ochocientos setenta y cuatro. Veintiuno de septiembre. Las estrellas barruntan negrura en la hacienda de Lucía. La noche se alumbra con el fuego violento que mana del caserío y se duele de los disparos, como si atravesarán también su capa y su manto en los cielos.

—¡Ojalá no te quisiera, ojalá no te hubiera querido como te quise, ojalá no te amara, ojalá no te hubiera amado como te amé, ojalá te odiara por no haberte conocido! —grita Nicolás a los cuatro vientos. Aturdido, se desata como un juglar, renegando del descubrimiento del amor que veía huyendo en esa mujer muerta sobre las flores.

Rasgado el pecho por el dolor, como si llevara en el corazón un puñal clavado, crecía su llanto.

—¡Ojalá te hubiera conocido en otro mundo, Dios mío! —clama. Y arrancaba la hierba con las manos, hincando los dedos en el barro—. Mírenlo, estoy cansado de la vida y de la guerra, ¡cubanos!, no soy nadie, a qué vine aquí, ¡sino a morir para olvidar!, y encontré a esta mujer que me hizo recordar el ayer, me devolvió la vida y ahora me quitáis la suya —rugía como una bestia enloquecida, entre las llamas y el humo. La noche parecía un espanto, un infierno más de los muchos pasados.

Curro se pegaba al suelo, cuerpo en tierra, para evitar los tiros y ahuyentar los miedos, mientras se rompía la voz rogando a su amigo que se agachara.

—¡Échate, échate, te van a matar a ti también!

—¡No, no, no!, ¡ya no existo!, ¿oís, asesinos?, ¡yo ya no existo, venid aquí a luchar de hombre a hombre, cobardes!

Llegaron varios fogonazos de la cumbre espesa. Contra las sombras de la casa ardiendo, se levantó Nicolás con su fusil apuntando al frente.

—¡Os mataré, asesinos, os mataré! —amenazó. Y disparó un tiro que fue respondido con una carga de veinte fusileros.

—Nicolás, Nicolás —gritó Curro, sin poder hacer ya nada por él que no fuera rezar, incluso por salvar su vida. En esa oración se encontraba, con la desesperación acechando su cuerpo, cuando vio surgir de en medio de la selva un ejército de hombres encapotados con brillos de hojas y lanzas de bayonetas apuntando al cielo. Cayeron sobre la finca, derrotada por la destrucción.

Muertos todos estaban menos Curro, que se escabullía como un animal desmochando los algodonales, saliendo de aquel infernal terruño. Repentinamente indolente, escondido bajo las ramas, vio la estampida de los cubanos entrando en la parcela conquistada tan fácilmente, entre griteríos y aullidos.

Hasta la más cruel victoria sobre cuatro mujeres inocentes y dos soldados celebraron como una gran batalla.

Curro se arrastra, se araña la cara y ve saltar a los guerrilleros, entran en los patios como orates, chillan y escupen. Las llamas de la casa se elevan como gigantes. Se aleja unos metros, nada puede hacer allí y se esconde más. Mira desde el suelo el cuadro, que bien pudiera ser pintado por Goya como un dos de mayo cualquiera. Llegan más cubanos al sitio arrasándolo todo, disparando al aire su triunfo, con las armas por bandera, así ya les había visto en otros momentos en esos largos, cuatro largos años, atacando, matando, huyendo, matando, cual fantasmas, y huyendo, y atacando, y viendo morir a cientos de soldados y a muchos de sus amigos, por decenas caen muertos por hachazos y balaceras, por fiebres y hambrientos, cómo él. Curro se ve en esa encrucijada entre la vida y la muerte, a medio camino de ambos, tan cerca de uno como de otro, pero su ansia por vivir es más fuerte, tan grande como cobarde, por eso se esconde, no tenía el valor que tuvo Nicolás porque su amigo tampoco temía a la muerte, este se enfrentaba a ella, la buscaba quizá, y así recordaba ahora en tan trágico momento aquella conversación en la trinchera.

—¿Tienes miedo?

—Sí, mucho miedo.

—Yo no —sentenciaba.

—No puede ser —decía él.

—Sí, lo es.

—Es imposible que no tengas temores.

—Los tengo, pero aunque no lo entiendas, no los temo, ¡no tengo miedo a mis temores!, es pura convicción, sensaciones, ¡me enfrento a mis sensaciones!

—Yo no puedo. —decía Curro.

—Yo tampoco —decía Tato.

—Pero ¿qué importa?

—¿Cómo que qué importa? ¿Cómo puedes decir que la vida no importa?

—Sí, no tienes nada que temer. La vida es la vida, risas, llantos, vida, muerte, es así. Solo hay que vivirla.

—Pero tú la arriesgas.

—¿Acaso tú no? ¿Qué hacéis aquí, conmigo? ¿Alguno de vosotros pidió venir a este destino? No, ¿cierto?

—Pues por eso mismo tenemos miedo, porque estamos aquí obligados, forzados, enfrentándonos a lo peor.

—¿Acaso en España es más fácil?

—¿No lo es? Yo creo que sí, lo es. Al menos estás con los tuyos.

Other books

The Furthest City Light by Jeanne Winer
Madonna by Mark Bego
After the Rains by Deborah Raney
Monday the Rabbi Took Off by Harry Kemelman
Lightborn by Sinclair, Alison
Seductive Shadows by Marni Mann