Authors: MBA System
—Marinero, a tus resinas y pinos se les ha incrustado el rictus de la muerte —eso dijo Nicolás, sereno ante el atolondramiento de los demás hombres, cual estatuas de piedra junto al cadáver de su compañero.
Y el capitán decidió arrestar al cañón, para que sufriera la pena de la condena, como ya enchironase a Paco el arriero, a este por protestar y a aquel burdo trasto de hierro por matar a un miembro de la tripulación. Al marinero, tres días de arresto. Al cañón, dos semanas, por considerarlo un accidente y no incurrir en negligencia. Y así pasó el día.
Día décimo. Luto a bordo. Fue el primero en morir, aunque inesperadamente, pero no el último del rancho de Curro Córdoba. Celebraron un entierro con honores en medio del océano, descarga de fogueo y fusilería, tiempo para la reflexión y rezos; como no lo iban a encontrar más adelante, cuando fueran cayendo en las batallas, así muchos interpretaron que el funeral del resinero sería un acto anticipado confesional, comunitario y válido para aquellos que no pudieran alcanzar la misma honra fúnebre.
—Que descanse en paz el compañero caído en servicio de la patria —oró el capitán.
—¿Quién lo contará a su familia? —preguntó alguien en voz baja.
Silencio. Silencio. Cada uno de los marinos se mantuvo recto y circunspecto tras el impacto del cadáver, envuelto como un fardo, entrando en el mar y haciendo saltar brazas de agua como si fueran un adiós. No sabían o no quisieran saber que, a medida que transcurriesen las semanas, muchos de ellos correrían el mismo destino, porque no navegaban sino hacia un abismo en el que solo el azar diría quiénes serán los salvos.
¿Cómo librarse de los peligros que acechan ya con esa insistencia a una escuadra novata? En tan corta travesía, pues solo llevan diez días de viaje, los marineros empiezan a sentir en sus carnes el crecimiento interior, van perdiendo los miedos y haciendo frente a la cruda realidad. La desaparición de Genaro ha sido la señal de la muerte; la tormenta fue la advertencia del nudoso recorrido; la partida del puerto, el anuncio del camino y los días en el cuartel, el primer despertar que dejó atrás la sonriente y despreocupada juventud. El difunto penetró en las aguas y los vivos alzaron la vista hacia el palo mayor, donde hicieron ondear un pañuelo negro, el último signo de luto de un viaje que no daría más respiros.
—Descanse en paz.
—El muerto al hoyo y el vivo al bollo —acertó a decir alguien.
La frase despertó a todos del ensimismamiento, pues era claro que no podían ya hacer otra cosa. Y no tendría demasiado sentido permanecer en ese crucial trance, un estado de tristeza en el que se sumieron a borbotones algunos soldados. Bastantes dijeron, sin embargo, ya no más. El entierro inmaculado del resinero fue símbolo del
corpore in sepulto
de todos, también del destierro de las penas que habrían de padecer altivamente o con pesar, o estoicamente como si no hubiera sucedido nada, como si quisieran comprender que la muerte es la vida y que la vida es la muerte, como decía Nicolás, quién en gesto austero era ejemplo de esa dualidad que a algunos sacaba de quicio: antes de irse a dormir, hacía una cruz con el fusil y la bayoneta, y de este modo lo dejaba en el armero; no así el seminarista que, en otro extremo del fervor religioso, llevó su fe al gatillo del arma y ataba un pequeño crucifijo junto al mosquetón, como si dibujara una plegaria pidiendo que no fuera necesario disparar. Incumpliría, pero eso ya era otra historia.
III. TEMPO LENTO
Día catorce. La isla a la vista. Genaro el resinero ha muerto hace unos días y da la impresión de que hubiera fallecido meses atrás; tanto tempo lento ha acompasado el choque de las horas con el de las olas del mar, meciendo el barco entrado en un cálido Caribe. Las faenas son ya una rutina dominada por los ahora audaces marinos, cierto que ya no parecen los mismos hombres que partieran solo dos semanas antes del puerto gaditano de Santa María. El cántabro subió al palo mayor con la esperanza de emular al vigía Rodrigo de Triana, el cantor del descubrimiento de América, desde la carabela
La Pinta
comandada por el osado almirante Columbus, casi cuatro centurias atrás, un Triana que gritara por tres veces ¡tierra, tierra, tierra!, como si le fuera la vida en ello; el
Magallanes
es el navío del descubrimiento para estas tropas, y así el mismo impulso cobró el santanderino ante el asombro de Curro el cordobés, el segundo vigilante, cuando oteó el atisbo de las Bahamas. Las tierras de Crooked, Acklins y el Banco de Colón son merodeadas por el barco que continúa el rumbo definido hacia el Puerto de Nuevitas, en la isla cubana.
El cántabro vio cumplido su deseo tras una vela pesarosa, mas agradeciendo el despertar del día después de una larga noche. No quiso turnos, hizo la guardia entera, lo que le permitió descubrir un amanecer sorprendente desde su torre en el
Magallanes
. Los albores del mar muestran una bola ardiente en el horizonte, con un fuego que lanza su desplante sobre las aguas; aún sombrías empiezan a iluminarse por flechas anaranjadas que apuntan al velero en un paisaje paradisíaco antes nunca visto; y, súbito, las primeras costas cubanas se aparecen a la luz del sol. Son las montañas que enseñan el cuerpo de una mujer tumbada, como si fuera la imagen de una esbelta dama dormida.
—¡Tierra, tierra y tierraaaaa! —gritó el cántabro como si no tuviera otra misión en su vida.
Cuba. Después de una amenaza de naufragio, zafarranchos, sobresaltos entre los trinquetes, una muerte y una alimentación a pasta de galletas, muchas galletas, que daban más hambre que apetito quitaban, el resuello de los infantes toca, por primera vez, a su fin. Llegan a su destino tras la noble travesía del océano Atlántico. El mar Caribe acoge a la expedición cálidamente en un gigantesco archipiélago plagado de islas, entre las que destaca la mayor de las Grandes Antillas, Cuba, la isla de la Juventud y un sinfín de arrecifes coralinos y cayos. Un día entre soles y caribes. Aguas de cristal. Azules de ensueño. No hay más tarea que navegar por deleite sin darle valor al rumbo, ni al sextante ni al tiempo, ni a la brújula ni a la rosa de los vientos, ni a la estrella polar ni al lucero. Pueden detenerse las agujas del reloj o las arenas si de este modo no existe el tiempo.
IV. EL RAYO VERDE
Cae la tarde y el capitán Castaños advierte a la marinería.
—Aprovechen la travesía para disfrutar de los cayos y las vistas mágicas que sugieren. Intenten ver el rayo verde.
—¿El rayo verde? —preguntó el Perla.
El sargento miraba inquieto al horizonte, desde la borda.
—Sí, el rayo verde. Es como descubrir el sentido del mar. Si crees haberlo visto, mirando el ocaso, y dices ¡Jesús, creo que he visto el rayo verde!, pues entonces no lo es, ese no era el rayo verde —de este modo respondió el suboficial.
Los demás se miraron entre sí con caras de sorpresa.
Antes de llegar a Cuba, el barco atraviesa aguas huidas del paraíso. Cuando el sol está a punto de ocultarse, todos quieren ver el misterioso rayo verde, el resplandor que se mezcla con la última luz del día. Tal fuera el símbolo de la esperanza de los navegantes. El astro no quiere dar paso a la noche sin antes mostrar un misterio más de su hermosura, un guiño a la luna, que nadie ve sino en aquel finisterre, en un momento sobrenatural, entre la calma y el fin de la tormenta, cerca de la costa a la vista de palmeras, manglares y perlas de coral.
Sobrevino el fulgor verde cuando todos habían dejado sus labores en el barco. Nadie levantó una voz y la nave era un muro de silencio roto solo por las olas y el viento. Un instante. Fue un rayo súbito y breve, alucinante y seductor.
—Creo que lo vi, filósofo —dijo Curro a Nicolás cuando ya todo había pasado—, solo por este rayo mereció la pena venir hasta este rincón olvidado del mundo.
—Te aseguro que yo no vi nada, el cielo era rojizo, como todas las tardes.
—Pues yo juraría que sí lo vi —insistió Curro.
—Entonces no lo viste, ya has oído al sargento; si crees que era el rayo verde, no lo era.
—No voy a porfiar —concluyó Curro.
—Yo también lo he visto —dijo el seminarista.
—Y yo —apuntó Francisco Jesús, el cabo.
—¡Vaya! ¿Lo han visto todos menos yo? —añadió Nicolás.
—Pues yo no vi nada —dijo Almería.
—Ni yo —dijo el de Jerez.
—Yo tampoco —dijo Tato.
—Ni, yo, ni yo —dijeron muchos otros, el Perla, el cántabro, el arriero, Marcelo...
—Tres veces, tres veces he pasado por aquí y no he visto el maldito rayo verde, ¡me como la gorra! —vociferó el sargento.
Los demás rieron.
—Os puedo asegurar que, sin jurarlo, he visto ese rayo —masculló Boni el Rey.
—¿Quién se atreve a creer que lo ha visto? —preguntó el sargento—. He venido tres veces a Cuba —insistió— y nunca, ¡nunca!, he visto el glorioso rayo.
Volvió el silencio y la luz se transformaba.
—No creo nada de magias y os digo que vi un rayo verde y parecía un diamante —aseveró Boni el Rey.
Los que no habían visto nada, incrédulos, le abuchearon. Solo un puñado de hombres repitió en voz baja.
—Lo he visto, lo he visto.
— Era verde, vaya que sí, bello como las esmeraldas —insistió el que llaman el Rey —. Como un augurio.
Curro le dio una palmada en la espalda.
—He visto ese rayo, como te estoy viendo a ti ahora.
El horizonte iba creando formas y el navío enfilaba la ruta de la tierra. Otros seguían con anhelo mirando al frente, buscando el rayo, pero lo que estaba ante sus ojos era la isla de Cuba.
Alborea y rompe un día claro. El navío entra majestuoso en las azuladas aguas costeñas; entra, azul oscuro; entra, azul isleño; entra, azul cielo; entra, azul transparente; entra, azul cristalino; entra, garzo de ojos de mujer; entra, opalino; entra más, azulino; entra, fondo azur; entra, llamas de sol; entra, aguamarina; entra, más fuegos de sol; entra, cristalino verde; entra más, espejos de aguas; entra, hermano sol; entra, hermana agua; entra, corales blancos; entra, peces de colores; entra, escualos y delfines rosas; entra, pescadores; entra, ostras y perlas de oro... aguaclara de Cuba, ¡qué aguas, envidia de los mares! Navega ya suelto el buque, como si hubiera quedado lejana la fatiga, el barco de guerra descansa, se desliza sobre una alfombra espumosa con la brisa cálida abofeteando las velas, entra, tierra, tierra verdosa y playas blancas, atrás el cayo de los Jardines, ahí delante el archipiélago de Sabana, ante el asombro de los novatos marineros que alcanzan a ver por primera vez tan sensual espectáculo. Paraísos.
El capitán les deja extasiarse a sus anchas ante el goce de esos momentos de felicidad que brotan y escapan de su pecho.
Enseguida suena el redoble de tambores. ¡A formar! Una vez más. El ritual militar no se olvida.
—¡Sargento!
—¿Señor?
—¡Revista!
Firmes en cubierta, todos tienen puestos sus ojos en los caladeros. Allí está su destino, esperándoles incierto, en medio de tanta belleza, ante un paisaje sacado de los sueños.
—¿Qué árboles son esos? —murmulla Paco, el arriero.
— Palmeras, cocoteros...
—¡Silencio! —ordena el sargento González.
Esa orden es como una pesadilla. El silencio se apodera del barco cientos, miles de veces, pero en esta ocasión no es un deseo; solo se escucha un rumor de naturaleza viva, sonidos cautivantes, como sirenas de mar, como si fueran los interiores de una caracola. Pasan revista de a uno. Acaso alguien hubiera huido, quién iba a ir a dónde en tal sitio, en un barco de guerra. Mas la norma es la norma. La lista es larga, el capitán apremia y el tiempo parece haberse parado en la proximidad de la costa cubana. Más de doscientos hombres son prestos a ser nombrados.
—¡Francisco Córdoba!
— ¡Presente! —contesta Curro.
—¡Antonio Merino!
—¡Presente! —responde el Perla.
—¡Nicolás Juncal!
—¡Presente! —grita Nicolás, el filósofo.
—¡Juan Rubiales!
—¡Presente! —grita más alto el cántabro.
—¡Froilán San Segundo!
—¡Presente! —responde el soldado conocido por Almería.
—¡Salvador Sánchez!
—¡Presente! —grita también el Jerez.
—¡José María Aguado!
—¡Presente! —responde José María, el seminarista.
—¡Francisco Domen!
—¡Presente! —reta Paco el arriero.
—¡Fernando Martínez!
—¡Presente! —contesta con su vozarrón Tato.
—¡Francisco Jesús Pérez de Guzmán!
—¡Presente! —habla alto el cabo.
—¡Algemiro Fernández!
—¡Presente! —grita la voz ronca de Alge.
—¡Marcelo Vega!
—¡Presente! —entretose Marcelo, con la garganta machacada por el tabaco.
—¡Bonifacio Gallego!
—¡Presente! —responde gravemente Boni el Rey, pues sabe que el siguiente en la lista es Genaro.
—¡Genaro González y Díaz! —nombra el sargento.
Nadie responde. El sargento mira sorprendido.
—¡Genaro González y Díaz!
Retorna el empuje de las olas y del velamen. Los marineros se miran entre sí, sin entender la insistencia del sargento.