Rosado Felix (22 page)

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Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
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—No es de buen trago querer ser héroe a tan alto precio, digo —sentenció el tabernero.

—Pedro Romero fue valiente y buen matador, una vez llegó a matar a cuerpo limpio, tras arrojar la muleta, para qué la quiero, dijo, y se lanzó como una fiera contra el animal, al que dio una certera estocada —dijo un banderillero.

En los días siguientes, los zagales venden y vocean la muerte de Grabiel publicada a toda página en los periódicos, de mano en mano, de calle en calle. Acabóse el evento y como si hubiera llegado el invierno, las gentes abandonan la ciudad. Mientras, en las noches las cuadrillas de toreros y flamencos siguen su peregrinar, su pasar de feria en feria, se fueron de Sevilla, como siempre, vividores que eran, de juergas y amoríos, de bailes y jaranas, porque allá en el coso repetirían a menudo el duelo con la muerte.

Curro acompañó a Rosalía al tren, callada, de regreso a su celda, pero cerca, más cerca de la libertad, esperanzados los dos en el encuentro final en Sacramento.

—Te esperaré en el apeadero de Los Cortijos —dijo Curro, sereno.

Ella asintió.

 

 

XX. LA JUSTICIA

Leandro y Curro regresan a su guarida, a sus montañas aisladas, verdes, bajo un cielo azul en el que brilla ustorio el sol solitario, como una burbuja escapada de una copa de oro. Entre pedruscos y matorrales, los caballos regatean los caminos. En su trance silencioso, los dos hombres cabalgan adormilados hasta que un ruido de ruedas y silbidos alerta su conciencia.

—¿Qué es eso?

—¿Vendedores?

—Vamos allá.

Desenfundan sus armas y suben a la colina más próxima. Desde el alto divisan ya la caravana. Son solo dos carrozas perdidas en aquel valle tranquilo. Curro y Leandro rodean el monte y bajan a la ladera para cortar el paso de los comerciantes que, inocentes, disfrutan del viaje.

Confiado, lleva las riendas el jefe de la partida. El vendedor de paños, el Catalán, hizo un negocio redondo. Saldadas todas las telas, las carrozas van vacías, rumbo de los Olivares. Con el dinero logrado en la venta de los trajes, ropas, vestidos, despieces y entelados, sábanas y mantas, podrá negociar ahora la carga a bajo precio de aceites, aceitunas y vinos que espera transportar aún con mayores y sobradas ganancias a Madrid. Quiere completar, de este modo, su circuito mercantil anual. Satisfecho, pues, su rostro es pura felicidad. Ruedan los carroceros apaciblemente por esos caminos de la vieja cañada, descargados de mercancías y con las cajas repletas de dinero.

Curro y Leandro se han acercado con sus intenciones. Cada uno cabalga por un lado hasta el sendero de tierra abierto de tanto pasar carruajes. Curro apunta al cielo con su escopeta en clara amenaza.

—¡Quietos! —grita con aplomo.

—¡Soooo! —apuran los conductores y tiran de las riendas para frenar las caballerías.

—¿Qué quieren? —pregunta el Catalán, dispuesto a defender lo suyo.

—!Bajen!

—¿Qué quieren? —insiste el Catalán, irritado.

— ¡He dicho que bajen! —repite Leandro.

—¡Ladrones! —grita el Catalán, envalentonado.

—Solo queremos el dinero. Luego, nos marcharemos y ustedes seguirán su camino... vivos —indica Curro.

—¡Irónico, eh! —responde el Catalán, que más parece un hombre a punto de estallar en cólera.

Los otros dos hombres que le acompañan, con miedo, echan pie a tierra.

—¡Al suelo!— les grita Leandro.

Obedecen de inmediato, pero el Catalán sigue sentado al mando de la carroza.

—¡Obedezca! —dice Curro, y amaga con su arma.

—¡No! ¡Váyanse y aquí no ha pasado nada! —dice el vendedor.

—¡Dénos el dinero!... ¡y entonces no les pasará a ustedes nada!

—¿No temen a la Justicia?

—Ja, ja, ja... ¿Y no teme usted al infierno? —ríe Leandro.

El Catalán luce una faja de cuero donde lleva el pedreñal. No está dispuesto a perder lo que con tanto esfuerzo ha ganado. Se pone de pie sobre el pescante y se enfrenta a los fríos ojos de Leandro. Luego mira a Curro que, impasible, acerca un poco más su caballo. Trata así de amedrentar al atracado, mas este, lejos de sucumbir ante los dos bandoleros, se encara a ellos. Súbito, intenta sacar el arma, pero Leandro de frente a la carroza apunta al hombre con su trabuco.

—¡No lo haga!

El Catalán hace caso omiso a la advertencia y tira del fajín.

—¡Maldito idiota! —dijo entonces Leandro. Y le disparó a bocajarro.

—¡Aaagg! ¡Asesinos, asesinos, me habéis matado! —grita cayendo al suelo y golpeándose el rostro contra los pedrascales. La sangre brota y riega la tierra árida y sedienta, como si esperara una lluvia violenta. El disparo retumba en el valle y corre de eco en eco. Alerta a pájaros y alimañas y se hace un desconocido silencio, roto solo por cascos de caballos. No lejos del camino una partida de soldados del Rey escuchó el tiro del trabuco. El capitán jalea a sus hombres hacia los dos bandoleros.

—¡Dita sea! —dice Curro.

—¡Coge el dinero! —grita Leandro.

—No hay tiempo, ¡huyamos!

Pero Leandro acercó su caballo al carruaje y miró bajo el pescante en busca de la valija.

—¡Vámonos, déjalo! —alertó Curro ya a distancia—. ¡Déjalo, Leandro, déjalo!

Los soldados galopaban con furia y comenzaron a disparar. Leandro cogió una bolsa de piel, pesada, llena de monedas, tiró de las bridas, asentó los correajes, hizo girar a la cabalgadura y espoleó al animal. Curro vio que partía y también clavó las espuelas con fuerza. Detrás se oían los fogonazos. Llegó a la colina y se detuvo para esperar a Leandro; cuando este comenzó a subir la ladera, quedó expuesto al fuego en un sitio expugnable, abierto como una diana a corta distancia de sus perseguidores. Algunos hombres hicieron pie a tierra y apuntaron con tino. El caballo rebrincó, herido por una balacera, y Leandro se desplomó de espaldas contra la bolsa de monedas, que hizo de escudo; rajada la saca, quedaron los dineros entre los hierbajos, y él malherido y dañado en su caída. Curro, sin poder hacer nada, se sentía impotente. Los soldados se aproximaron a Leandro con los fusiles apuntando al bandolero, que les miraba sudoroso desde la cuesta. Subieron. Él gimió. Curro respiró hondo en lo alto con una mano en la rienda y otra en la escopeta. Un soldado apuntó a Curro y tiró. La bala no pasó siquiera cerca, pero el aviso le hizo desistir de cualquier propósito que no fuera fugarse. Apresaron a Leandro, no sin darle antes de patadas y cubrirle de insultos.

—¡Mala pieza ha caído! —dijo el capitán.

—¡Menos mal que seguimos al vendedor! —dijo un suboficial.

—Sí, pero ahí muerto queda. ¡Y este lo va a pagar! —bramó apretando los dientes.

 

 

XXI. GARROTE VIL

En lugar preferente se sentaron, junto al estrado presidencial, el alcalde y los concejales, y la familia de Orlando José de Labourdette.

—¡Ese es el inseparable de Curro!

—¡Mal rayo le mate!

—¡No tengas miedo, que así será, pues su pena le espera pronto!

—¿Le interrogaron?

—Sí, pero no habló, ni mú dijo.

El marqués confiaba ya en que el fin del asesino de su hijo estuviera próximo; cazado el amigo, no tardaría mucho el atrevido Curro en salir de su madriguera. En la plaza de Sacramento estaban todos, ante el juicio capital; el marqués de Labourdette, el conde de Cornupias, el conde de los Gaiteros, el jefe de la Casa Ducal, el duque de Albuquerque, el secretario particular del señor Gobernador y los miembros de la junta de alguaciles de la Comarca rondeña, aldeanos y caminantes, cabreros y ovejeros, labradores, comerciantes, vinateros, aguadoras, lecheros, guardias y soldados, la plaza, encintada y vestida de arte morisco, semejaba un coso cuadrangular ávido del ajusticiamiento sumarísimo por la flagrancia del delito.

Un destino fatal le esperaba a Leandro cual tragedia griega o mora, que todas tienen sus cuitas. Las dolencias del muchacho se quebraron en su eterna juventud, pues los que jóvenes mueren mitos son después, convertidos en héroes, admirados por siempre en su gloria, ya fuera bueno o bandido digno del cantar,
«de penitente condenado, las campanas de aquel pueblo, de par en par se tañían, por el alma de aquel hombre, que pal cielo ya camina, ¡válgame nuestra señora, válgame Santa María!»
, que su cuello crujirá, como ahora grita la mujería.

Ya lo van a ajusticiar con el garrote vil, crudamente. La soga de hierro se anuda a su garganta, el aro frío sujeta su cabeza y las gotas de sudor resbalan por su rostro moreno del sol de la Sierra, la mirada perdida entre la gente, viendo las últimas luces de la vida, suspiraba Leandro en el tormento. El capellán le confiesa y luego el verdugo se acerca, amarra más fuerte al penado y este siente la muerte amiga del castigo. Giró el ejecutor la rueda del garrote y quebró la cervical del reo. Murió estrangulado, como en la horca.

—Rezar solo queda —dijo el capellán, con las manos entrelazadas.

El joven estaba ya muriendo en medio del patio.

—¡Oh, dichosa juventud! —añadió aquel alcalde mirando con altivez al bandolero que ordenaba versos en las montañas. No sabían los de allí que ejecutaban a un desvalido artista, pero cruel y sanguinario, sí, porque mató al vendedor catalán y así, ¿quién le iba a justificar?

Al asesino le crujió el cuello y sonó en la plaza como un quejío, como los graznidos que caían del cielo, allá presentes los carroñeros que presagian cuándo se escapa la vida para poder llenar sus buches en días de cenáculo.

 

 

XXII. EL DESTIERRO

Hace solo tres noches visitó a Rosalía. Como siempre, se anunció golpeando las rejas de la ventana. Ella tenía miedo.

—Curro, ¿por qué sigues viniendo a verme? Es peligroso.

—¿Por qué?

—Creo que sospechan.

—Rosalía, vamos a acabar con esto. Ven a buscarme a Los Cortijos. Dentro de tres días. Huiremos a Sacramento y viviremos donde tú quieras. Nos casaremos.

—Pero... ¿cómo?

—Ahora, con la guerra, aprovechando que hay mucho jaleo... será fácil pasar desapercibidos. Dos emigrantes más, como tantos. Los trenes van llenos.

Ni Curro ni Rosalía supieron que esta vez alguien espiaba su encuentro. La familia de Labourdette, por fin, consiguió lo que buscaba. El sereno de La Corcoya agradeció los dos mil reales.

 

Rosalía subió al vagón en la estación ferroviaria, libre ya del hábito, con los permisos y parabienes de sus tíos abuelos, todo discurría con beneplácito, demasiado normal, mas poco podía imaginar, de la alerta cual traición, que una compañía de la Guardia Civil viajaba armada en el mismo tren y con una orden clara: Disparen a matar.

Rosalía tampoco oculta su nerviosismo. «¿Y si me ha seguido alguien?». Cuando el tren se aproxima al apeadero de Los Cortijos es demasiado tarde. Rosalía ve a los guardias civiles que entran con estrépito y los mosquetones a dos manos. Ella es retenida, no así su pundonor, se deshace a empujones de los brazos que la sujetan y se asoma con desesperación a una ventana abierta.

—¡Curro, Curro, huye, huye, es una trampa! —grita con todas sus fuerzas, pero el sonido de la locomotora es más fuerte.

Sabe que el destino de Curro está cantado. Y las lágrimas afloran en sus ojos. Le van a arrestar.

Esta vez no podrá huir.

El tren se detiene poco a poco. Curro está clavado en medio del apeadero, buscando la mirada de Rosalía. Esperándola. Ni siquiera puede reaccionar. Cree que por fin huirán juntos. El ruido del expreso impide oír a Rosalía e imagina que le está saludando. De repente, su sonrisa se convierte en un rictus, en una mueca mortal cuando ve los mosquetones que le apuntan. Siete fogonazos, siete disparos acaban con su vida y destrozan la guitarra que arrima a su pecho. Rosalía es un corazón de llantos.

 

Qué traición, que le mataron

cuando esperaba a su amada

¡Qué dolor! no respetaron

ni el cantar de su guitarra

 

El Periódico de Andalucía
abre hoy su portada con grandes titulares:
«La Guardia Civil acaba con el asesino de Labourdette. El bandolero Curro Córdoba muere acribillado en el ferrocarril de Los Cortijos, donde esperaba a su amante, Rosalía»
. En un titular a una columna, en un recuadro esquinado, aparece otra noticia:
«España se desangra en Cuba»
.

El viejo de pelo cano lee el periódico, sacude la gorra campera y se la vuelve a poner.

—Ya sabía yo que esto de Cuba no iba a terminar bien. Y ese Curro, ¡vaya por Dios!, ¡debía de querer mucho a la Rosalía para matar al señorito!... ¡y luego dejarse matar de esa manera!

El viejo se marcha silbando por el sendero la música de una copla que crece en la serranía.

 

El domingo la vi en misa

y el lunes me enamoré,

el martes hablé con ella

y con su hombre me crucé

el miércoles de boda no supe,

pero a ella me entregué

el jueves, día de esposorios,

a su novio le maté

y el viernes huí al monte

pero de aquí bajaré,

el sábado a esperarte, morena,

que sangre de luna por ti el domingo lloraré.

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