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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (20 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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—¿Cómo? ¿De verdad os habéis acostado?

—Sí, sí —respondí—, marchaos.

—Ni hablar —replicó—, no me iré, antes me autorizasteis a acostarme con vos, y ahora no me diréis que me vaya.

Así que entró en la habitación, luego se volvió, cerró la puerta con llave y se plantó junto a la cama. Yo fingí regañarle y resistirme y le pedí que se marchase con más acaloramiento que antes, pero no sirvió de nada. No llevaba encima más que la bata, las zapatillas y una camisa de dormir, así que se quitó la bata, abrió la cama y se metió sin más preámbulos.

Yo fingí resistirme, pero nada más, pues, como se ha dicho antes, había decidido desde el primer momento que le dejaría acostarse conmigo si así lo deseaba, y luego ya veríamos.

En fin, el caso es que durmió en mi cama aquella noche, y las dos noches siguientes, y pasamos tres días muy alegres; pero la tercera noche empezó a ponerse solemne.

—Ahora, amiga mía —dijo—, aunque he llevado las cosas más lejos de lo que pretendía, o de lo que, según creo, vos misma esperabais de mí, ya que nunca os hice proposiciones que no fuesen perfectamente decorosas, se me ocurre un modo de solucionarlo y, para que veáis que mis intenciones eran honradas desde el principio y que siempre seré sincero con vos, todavía estoy dispuesto a casarme y os propongo que lo hagamos mañana mismo con las condiciones que os ofrecí antes.

Hay que reconocer que ésa parecía la prueba de que era un hombre decente y de que su amor era sincero, pero yo lo interpreté de otro modo y pensé que buscaba mi dinero. ¡Cuál no sería su sorpresa y su confusión al verme recibir su propuesta con frialdad e indiferencia y responderle, una vez más, que aquello era lo único que no podía concederle!

¡Se quedó estupefacto!

—¿Cómo? Decís que no me aceptáis —dijo—, ¡habiendo estado en la cama con vos!

Le respondí fría pero respetuosamente:

—Admito que tengo motivos para sentir vergüenza por haberme dejado coger por sorpresa y haber cedido a vuestros deseos, pero espero que no os toméis a mal que no consienta casarme con vos. En el caso de que haya quedado encinta —añadí—, haremos como digáis. Cuento con que no me expongáis al escarnio público por haberme entregado a vos, pero no puedo ir más lejos.

Y me planté y le pedí que no volviera a hablarme de matrimonio por ningún concepto.

Como este comportamiento podría parecer un poco extraño, expondré con más claridad la cuestión, tal como la entendí yo. Sabía que, mientras fuese amante, lo acostumbrado era que la persona mantenida recibiera todo de quien la mantenía, pero, si me convertía en esposa, todo lo que tenía pasaría a ser de mi marido y quedaría sometida a su sola autoridad. Y, como tenía dinero de sobra, y no corría el riesgo de ser lo que llaman «una amante abandonada», no veía la necesidad de darle veinte mil libras para que se casara conmigo, pues eso habría sido comprar mi alojamiento a un precio muy caro.

El caso es que su plan de acostarse conmigo acabó volviéndose contra él, y no le acercó lo más mínimo a su objetivo de casarse. Todos los argumentos que podía alegar a favor de nuestro matrimonio fueron en vano, puesto que yo había rehusado de manera categórica. Y, como él había rechazado las mil
pistoles
que le había ofrecido en compensación por los gastos y pérdidas que había sufrido en París con el judío, y yo había dado al traste con sus esperanzas de boda, se encontró en una situación muy difícil, se quedó confundido y tuve la impresión de que ahora se arrepentía de no haber aceptado el dinero.

Pero así les sucede siempre a los hombres que recurren a medidas torcidas para conseguir sus fines. Y yo, que antes le había estado tan agradecida, empecé a tratarlo ahora como si hubiese saldado todas mis deudas con él y como si el favor de acostarse con una puta equivaliese no ya a las mil
pistoles
que le había ofrecido, sino a todo lo que le debía por haber salvado mi vida y todos mis bienes.

Pero él se lo buscó y, aunque el trato le salió muy caro, fue él quien lo planeó todo y no podía decir que yo le hubiese engañado. Él concibió el plan de acostarse conmigo, convencido de que era la forma más segura de obligarme a desposarlo, así que le concedí aquel favor, como él lo llamó, a cambio de los favores que me había hecho y me quedé con las mil
pistoles
.

Tan decepcionado quedó que no supo cómo comportarse durante un tiempo. Y yo pensé que, si no hubiese estado seguro de obtener una ganancia al casarse conmigo, no habría recurrido a aquel ardid, y me convencí de que, de no haber sabido el dinero que tenía, no me habría pedido que me casara con él después de haberse acostado conmigo. Pues, ¿qué hombre aceptaría casarse con una puta, si no fuese para sacar beneficio? Y, como yo sabía que no era ningún necio, deduje que, de no haber sido por el dinero, no habría pensado siquiera en pedirme en matrimonio, sobre todo teniendo en cuenta que me había entregado a él sin pedirle antes que se casara conmigo y que le había dejado hacer lo que quería sin poner ningún tipo de condiciones.

Hasta entonces nos limitamos a tratar de adivinar las intenciones del otro, pero, como continuó importunándome con la idea del matrimonio, a pesar de haberse acostado ya conmigo —y de seguir haciéndolo siempre que quería— y de que seguía negándome a desposarlo, ambas circunstancias ocupaban todas nuestras conversaciones y se hizo imposible seguir así sin aclarar antes las cosas.

Una mañana, en mitad de nuestras libertades ilícitas, es decir, cuando estábamos los dos en la cama, soltó un suspiro y afirmó que deseaba preguntarme una cosa, siempre que le respondiera con la misma honradez y sinceridad con que lo había tratado hasta entonces. Le respondí que así lo haría, y me preguntó por qué no quería casarme con él, ya que le permitía tomarse todas las libertades de un marido.

—Amiga mía —dijo—, ya que habéis sido tan amable de admitirme en vuestro lecho, ¿por qué no me aceptáis de una vez por todas, y así ambos podremos disfrutar sin tener nada que reprocharnos?

Le respondí que, igual que le había confesado que aquélla era la única cosa en la que no podía complacerle, también era el único de mis actos del que no podía darle razones. Era cierto que le había permitido acostarse conmigo, lo que equivalía al mayor favor que puede conceder una mujer, pero también era evidente, como él mismo debía comprender, que lo había hecho siendo consciente de la obligación que había contraído por salvarme de las peores circunstancias que pudiera imaginar, de modo que no podía negarle nada y, si hubiese estado en mi mano concederle cualquier otro favor, con la única excepción del matrimonio, lo habría hecho. Lo cierto es que mi comportamiento era una prueba del afecto extraordinario que me inspiraba, pero ya había pasado antes por lo de casarme, que equivalía a renunciar a mi libertad, y él mismo había visto cómo me había llevado a dar tumbos por el mundo y los muchos riesgos a los que me había expuesto. Lo cierto era que había concebido una viva hostilidad a dicho estado y le rogué que no volviera a insistir. Añadí que me parecía haberle demostrado de forma evidente que no sentía la menor aversión por él y que, si llegaba a quedarme encinta, comprobaría el gran aprecio que le tenía, pues dejaría en herencia a mi hijo todo lo que poseía en el mundo.

Se quedó mudo un buen rato y por fin dijo:

—Vamos, amiga mía, sois la primera mujer del mundo que acepta acostarse con un hombre y luego se niega a casarse con él, así que debe haber alguna otra razón que justifique vuestro rechazo. Tengo además otra pregunta que haceros: si adivino el verdadero motivo y pongo fin a vuestra desconfianza, ¿accederéis a mis deseos?

Le respondí que, si acababa con mis recelos, no me quedaría otro remedio que acceder por fuerza, pues siempre estaría dispuesta a hacer una cosa que no despertara mis prevenciones.

—En ese caso, amiga mía, o bien debe de tratarse de que estáis comprometida o casada con otro hombre, o de que no queréis deshaceros de vuestro dinero y pensáis ascender aún más con ayuda de vuestra fortuna. En el primer caso, poco puedo decir. Pero, si se trata de lo segundo, estoy dispuesto a acabar ahora mismo con vuestras objeciones y a responder a todas vuestras exigencias. —Le interrumpí y le dije que debía de tener muy mala opinión de mí si creía posible que sería capaz de entregarme a él como había hecho, y de seguir haciéndolo, de haber tenido marido o estar prometida a otro hombre, y que podía asegurarle que ése no era en absoluto mi caso—. Entonces debe tratarse de lo segundo —dijo— y tengo una oferta que haceros que pondrá fin a todas vuestras prevenciones: por ella me comprometo a no tocar una sola
pistole
de vuestra fortuna, si no es con vuestro consentimiento, ni ahora ni nunca, de modo que vos dispongáis de todo como queráis y podáis dejárselo en herencia a quien prefiráis después de vuestra muerte. Ya comprobaréis que puedo manteneros sin ella y que no fue por eso por lo que os seguí desde París.

Ciertamente me sorprendió aquel ofrecimiento, y por fuerza tuvo que reparar en que no sólo no me lo esperaba, sino en que no supe qué responderle. Sin duda había eliminado mi principal objeción, incluso todas mis objeciones, y me era imposible responderle, pues, si aceptaba tan generosa oferta, sería como reconocer que lo había rechazado por el dinero y que, aunque estaba dispuesta a perder mi virtud y arriesgarme al escarnio público, no quería perder mi fortuna, cosa que, aunque cierta, era demasiado vulgar para confesarla. Además, tampoco podía aceptar casarme con aquellas condiciones, pues negarme a entregarle mi fortuna y no permitirle administrar lo que tenía me parecía no sólo bárbaro e inhumano, sino un principio de discordia y el mejor modo de despertar suspicacias entre nosotros. De este modo, pensándolo bien, tuve que darle un nuevo giro a la cuestión y responderle en tono más grandilocuente, aunque en realidad no se trataba de eso, pues admito que, tal como acabo de explicar, lo que me preocupaba era tener que deshacerme de mi fortuna y entregarle mi dinero, como digo, le di un nuevo giro a la cuestión y le respondí del modo siguiente: le dije que tal vez yo tuviera una idea diferente del matrimonio de la que nos transmitían las costumbres más aceptadas, pues estaba convencida de que la mujer debía ser tan libre como el hombre, de que había nacido libre y de que, si pudiera administrar su asuntos, podría disfrutar de tanta libertad como los hombres; que las leyes del matrimonio, sin duda, eran muy diferentes, y la humanidad en nuestra época obraba según principios muy distintos, de modo que la mujer debía entregar todo lo que tenía y capitular para convertirse, en el mejor de los casos, en una criada de rango superior; desde el momento en que aceptaba casarse, no estaba ni mejor ni peor que los criados de los israelitas, a quienes les agujereaban las orejas, es decir, se las clavaban a la puerta, y mediante ese acto se entregaban para servir como criados toda la vida
[14]
.

Por tanto la naturaleza misma del contrato matrimonial consistía, en suma, nada más que en cederle la propia libertad, los bienes y la autoridad al hombre, y en convertirse, para siempre sólo en una mujer, o, lo que viene a ser lo mismo, en una esclava.

Él replicó que, aunque en algunos aspectos era como yo decía, no debía olvidar que, por su parte, el hombre tenía que ocuparse de todo: la responsabilidad de los negocios caía sobre sus hombros, y también el trabajo diario y la preocupación de ganarse la vida, mientras que la mujer no tenía que hacer nada, salvo disfrutar de las mieles, quedarse sentada, supervisar las cosas, dejar que la atendieran, cuidaran y amaran, y que velasen por su comodidad, sobre todo si el marido se portaba como es debido, y que, en general, la labor del hombre consiste en garantizar que su mujer pueda vivir cómoda y despreocupada; que las mujeres están sometidas sólo de boquilla, e, incluso en las familias pobres, donde tienen que ocuparse de la casa y de su aprovisionamiento, la suya sigue siendo la parte más fácil, pues, por lo general, sólo deben preocuparse de la administración, es decir, de gastar lo que ganan sus maridos, su sometimiento es sólo de nombre, porque normalmente mandan no sólo en los hombres, sino también en todo lo que tienen y se encargan también de administrarlo, y que, si el marido cumple con su obligación, la vida de las mujeres es todo comodidad y tranquilidad, y su única ocupación consiste en estar cómoda y asegurarse de que todos los que la rodean también lo estén.

Le respondí que, mientras una mujer seguía soltera, era como un hombre en su capacidad política, gozaba del control absoluto de sus bienes y de la entera dirección de sus actos, era como un hombre a todos los efectos y nadie la controlaba, porque nada debía, ni estaba sometida a ninguno, y le canté esta coplilla al señor…

¡Oh! bendita independencia,

no hay amante más dulce que la Libertad.

Añadí que, si una mujer tenía una fortuna y estaba dispuesta a entregarla para convertirse en la esclava de un gran hombre, es que estaba loca y merecía acabar convertida en mendiga; y que, en mi opinión, una mujer podía administrar tan bien sus propiedades sin la ayuda de un hombre como un hombre sin la ayuda de una mujer; y que, si le venía en gana, tenía tanto derecho a mantener a su amante como un hombre a mantener a la suya; que, mientras fuese soltera, sería independiente, y que cualquiera que renunciara a eso merecía acabar hundida en la miseria.

Lo único que acertó a decir es que sólo podía responder a tan contundente argumento afirmando que aquél era el método por el que se regía el mundo, que tenía razones para contentarse con lo mismo que se contentaban todos, que era de la opinión de que el afecto sincero entre un hombre y su mujer respondía a todas las objeciones que le había hecho acerca de ser una esclava, una criada y otras cosas parecidas, y que, donde había amor mutuo, no podía haber sometimiento, sino sólo un mismo interés, un objetivo y un designio que se concertaban para lograr que ambos cónyuges fuesen felices.

—Sí —respondí—, de eso mismo es de lo que me quejo: con la excusa del afecto se despoja a la mujer de todo lo que podría considerarse suyo, y ya no puede tener otro interés, otro objetivo y otra opinión que los del marido, se convierte en la criatura pasiva de la que habéis hablado y debe llevar una vida de indolencia; y, al vivir por la fe, no en Dios, sino en su marido, se hunde o sigue a flote según él sea listo o estúpido, desdichado o afortunado y, en medio de lo que ella creía su felicidad y prosperidad, se hunde en la miseria y en la pobreza sin saberlo ni sospecharlo. ¡Cuántas veces no habré visto a una mujer vivir con el esplendor que le permite una cuantiosa fortuna, rodeada de sus carrozas, su séquito, su familia, sus muebles, sus criados y amigos para ser sorprendida de pronto por la catástrofe de una bancarrota! Ver cómo la despojan hasta de sus vestidos, cómo sacrifican su dote, en caso de que la tuviera, a los acreedores en vida de su marido, y cómo la echan a la calle y debe vivir de la caridad de los amigos, si los tenía, o seguir a su marido, el monarca, hasta la Casa de la Moneda
[15]
, y vivir en la miseria, hasta que él se vea obligado a abandonarla, incluso allí; ¡y luego, con el corazón destrozado de tanto ver pasar hambre a sus hijos, llorar hasta morir! Ése y no otro —afirmé— es el destino de muchas damas que una vez tuvieron una dote de diez mil libras.

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