A partir de entonces, empecé a moverme en otros círculos; la corte era muy elegante y deslumbrante, aunque en ella abundasen más los hombres que las mujeres, pues la reina no se prodigaba demasiado en público; por otro lado, no creo calumniar a los cortesanos si digo que eran las personas mas malvadas que se pueda imaginar. El rey tenía varias amantes, todas muy hermosas, y todo el mundo vivía con esplendidez. Y, si el soberano se permitía aquellas licencias, no podía pedirse que el resto de la corte fuesen unos santos, y hasta tal punto no lo eran que no creo ser injusta si digo que a ninguna mujer que tuviese algo de agradable le faltaba un séquito de seguidores.
Pronto me vi rodeada de admiradores y empecé a recibir las visitas de algunas personas de alta cuna, que siempre me eran presentadas con la ayuda de una o dos damas ancianas que se habían hecho muy amigas mías y una de las cuales, según supe después, se había ganado mi favor a fin de propiciar lo que sucedió después.
Nuestras conversaciones eran, por lo general, corteses pero educadas; por fin, un día algunos caballeros propusieron organizar una partida, como ellos la llamaron. En realidad, se trató de una maniobra de una de aquellas intrigantes, que pensó que era el mejor modo de presentarme a quien ella quisiera, y ciertamente así fue. Apostaban fuerte y se quedaban hasta muy tarde, pero se disculpaban y me rogaban que les permitiese volver la noche siguiente. Yo era tan frívola y alegre como cualquiera de ellos y una noche le dije a uno de los caballeros, mi señor de…, que, en vista de que me hacían el honor de divertirse en mis apartamentos, y gustaban de visitarme de vez en cuando, no abriría una casa de juegos, pero daría un pequeño baile en su honor al día siguiente, si es que les apetecía. Todos aceptaron encantados.
La noche convenida, los caballeros empezaron a llegar y yo les demostré que sabía ser una buena anfitriona: mis apartamentos tenían un comedor enorme y otras cinco habitaciones en el mismo piso, de las que ordené retirar las camas para convertirlas en salones para la ocasión; en tres de ellas, mandé colocar mesas cubiertas de vinos y pasteles; en la cuarta instalé una mesa de juego con un tapete verde; y en la quinta me instalé a recibir sus saludos. Como es de suponer, vestí mis mejores galas y me puse todas las joyas. Mi señor de…, a quien había invitado personalmente, me envió un grupo de excelentes músicos del teatro y las damas se pusieron a bailar y todos se estaban divirtiendo mucho cuando, a eso de las once, vinieron a advertirme de que habían llegado algunos caballeros disfrazados.
Eso me desconcertó y empecé a temer que se produjese algún alboroto; pero mi señor de…, al darse cuenta, me pidió que me tranquilizara, pues había un grupo de guardias a la puerta, dispuestos a impedir cualquier violencia; y otro caballero me dio a entender que el rey se contaba entre los enmascarados. Yo me ruboricé hasta la raíz del cabello y expresé mi mayor sorpresa; no obstante, no había vuelta atrás, así que seguí en mi salón, aunque mandé abrir de par en par las puertas.
Poco después, llegaron los enmascarados y empezaron un baile
á la comique
de ejecución casi perfecta. Mientras bailaban, me retiré y dejé dicho a una de mis damas que respondiera que volvería enseguida; en menos de media hora, volví disfrazada de princesa turca, con el traje que compré en Leghorn, cuando mi príncipe me compró una esclava turca. Tal como he contado antes, un navío maltés había apresado un barco turco que viajaba de Constantinopla a Alejandría en el que viajaban varias damas con destino a El Cairo, en Egipto. Además de hacerlas esclavas habían vendido sus ropajes, por lo que, aparte de la esclava turca, pude comprar sus vestidos. Sin duda era un traje extraordinario, y de hecho lo había comprado como curiosidad, pues nunca había visto nada parecido: la tela era de un finísimo damasco indio o persa, de fondo blanco y cubierto de flores azules y doradas, y la cola medía más de cinco metros; la túnica de debajo era una especie de chaleco de la misma tela, pero bordada de oro y con perlas engarzadas y algunas turquesas; además llevaba una faja al estilo turco de unos doce centímetros de ancho y cuyos extremos estaban repujados de diamantes a la altura del cierre. Los diamantes no eran auténticos, pero eso sólo lo sabía yo.
El turbante, o tocado, tenía un penacho de casi doce centímetros, con un colgante de tafetán, y delante, justo sobre la frente, llevaba una piedra preciosa que yo le había añadido.
El vestido que acabo de describir me costó unas sesenta
pistoles
en Italia, aunque costaba mucho más en su país de origen y, cuando lo compré, jamás pensé que acabaría dándole un uso semejante, aunque me lo había puesto muchas veces con la ayuda de mi pequeña turca, y luego con la ayuda de Amy, sólo para ver cómo me quedaba. Como había enviado a Amy por delante para prepararlo, no tuve más que ponérmelo y bajé en menos de un cuarto de hora. Cuando llegué, encontré la habitación llena de gente y di orden de que cerrasen las puertas un minuto o dos, para tener tiempo de recibir los cumplidos de las damas allí presentes y darles ocasión de admirar mi vestido.
Pero mi señor de…, que casualmente estaba en el salón, se escabulló por otra puerta y volvió con uno de los enmascarados, un hombre alto y apuesto, cuya identidad yo ignoraba, pues iba oculto tras su máscara y en esas circunstancias habría sido muy poco elegante preguntárselo. Aquella persona me habló en francés, afirmó que nunca había visto un vestido tan hermoso y me preguntó si le haría el honor de bailar con él. Le expresé mi consentimiento con una reverencia, pero le aclaré que, como era mahometana, no sabía bailar según la usanza de su país y le pregunté si sus músicos sabían tocar
á la moresque
. Respondió muy divertido que tenía cara de cristiana y estaba seguro de que sabría bailar como tal, y añadió que tanta belleza no podía ser mahometana. Acto seguido, se abrieron las puertas y me condujo de la mano hasta el centro del salón. El grupo se llevó la mayor sorpresa imaginable: incluso los músicos dejaron de tocar por un momento para contemplarme, pues el vestido era ciertamente extraordinario, estaba muy nuevo y no podía ser más suntuoso.
El caballero, quienquiera que fuese, pues nunca llegué a saber su nombre, me hizo bailar una
courante
y luego me preguntó si quería bailar
á l'antique
, tal como habían hecho antes los enmascarados; le respondí que prefería bailar cualquier otra cosa, así que bailamos sólo dos danzas francesas, y luego me llevó hasta la puerta del salón y se retiró con los otros enmascarados. Una vez allí, no entré en el salón, como él había pensado que haría, sino que me volví y dejé que todos me contemplaran; luego llamé a mi doncella y le di instrucciones para los músicos, por lo que el grupo entendió que me disponía a bailar alguna cosa. Inmediatamente, todos me hicieron el cumplido de levantarse y hacerme sitio, pues la sala estaba abarrotada. Al principio, los músicos no acertaron con la tonada que les había pedido (que era una tonada francesa), y tuve que volver a mandar a mi doncella a hablar con ellos, sin moverme todavía de la puerta. Después la tocaron a la perfección y, para dar a entender que así era, avancé hacia el centro de la sala. Entonces, volvieron a acometer la pieza y bailé una figura que había aprendido en Francia, cuando el príncipe de… quiso que bailara para él. Era, sin duda, una pieza preciosa, inventada por un famoso maestro en París, para que una dama o un caballero la bailasen solos, y era tan novedosa que a todo el mundo le gustó mucho, y todos pensaron que era turca e incluso hubo un caballero que llegó a decir y, a jurar, que la había visto bailar en Constantinopla, cosa que no podía ser más ridícula.
Al terminar el baile, el grupo aplaudió, y estuvo a punto de prorrumpir en vivas, y uno de ellos gritó: «¡Roxana, Roxana, por…!» y soltó un juramento, a raíz de lo cual el nombre de Roxana quedó unido a mí para siempre como si me hubieran bautizado así en la cuna
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. Por lo visto, esa noche tuve la fortuna de agradar mucho a todos, y esa semana mi baile, pero sobre todo mi vestido, fueron la comidilla de la ciudad, y la corte entera brindaba a la salud de Roxana.
Las cosas habían salido tal como yo había planeado y mi popularidad aumentó como deseaba: el baile se prolongó tanto que (por mucho que me gustase el espectáculo) acabé casi hartándome; los enmascarados se fueron a eso de las tres de la mañana y los demás caballeros se sentaron a jugar, pero los músicos continuaron tocando y algunas damas estuvieron bailando hasta las seis.
Yo estaba deseando saber quién era el que había bailado conmigo; algunos señores llegaron a decirme que podía sentirme honrada de tener aquella pareja de baile y uno llegó a insinuar que se había tratado del rey, aunque luego me convencí de lo contrario. Otro replicó que, si se hubiese tratado de su Majestad, no habría sido ninguna deshonra para él bailar con Roxana. Pero el caso es que nunca llegué a saber a ciencia cierta de quién se trataba. Por su forma de comportarse, me pareció muy joven y su Majestad era un hombre de edad lo bastante avanzada para poderlo distinguir, aunque sólo fuese por su forma de bailar.
Sea como fuere, a la mañana siguiente alguien me envió quinientas guineas y el mensajero que me las entregó me informó de que quienes las habían enviado deseaban que, el martes siguiente, volviese a celebrar un baile en mis apartamentos, aunque solicitaban mi autorización para organizar ellos mismos la velada. Yo me alegré mucho, aunque quise saber la procedencia de aquel dinero. Sin embargo, el mensajero fue mudo como una tumba y me rogó con muchas reverencias que no le hiciese preguntas para las que no tenía respuesta.
Olvidaba decir que los caballeros que se quedaron a jugar aportaron cien guineas de bote, como ellos dijeron y, al final de la partida, fueron a buscar a mi dama de compañía (así la llamaron) y se las regalaron, y además repartieron otras veinte guineas entre los criados.
Aquellos gestos tan fastuosos me complacieron y sorprendieron mucho, y apenas creía lo que me estaba pasando. No obstante, la idea de que la persona que había bailado conmigo pudiera ser el mismísimo rey hinchó de tal modo mi vanidad que no sólo me volví incapaz de juzgar a los demás, sino a mí misma.
Tenía que disponerlo todo para la velada del martes, pero, ¡ay!, me habían quitado la organización de las manos: el sábado se presentaron tres caballeros, que por lo visto eran unos simples criados, y aportaron pruebas fehacientes de ser quienes decían ser, pues uno de ellos era el que me había entregado las quinientas guineas.
Los tres iban cargados de botellas de vinos de toda clase y de tantas cestas de repostería que parecía imposible que nadie pudiera acabarse toda esa comida.
Sin embargo, me pareció que faltaban dos cosas y mandé adquirir unas doce docenas de servilletas de damasco fino y varios manteles de la misma tela, suficientes para cubrir todas las mesas con tres manteles por cada una de ellas, aparte de las mesitas auxiliares. También compré vajilla de plata para poner en cada una de las mesas auxiliares, pero ellos no quisieron utilizarla y me aseguraron que habían comprado platos y bandejas de porcelana fina para toda la velada y que con una concurrencia tan numerosa sería imposible responder de la plata, así que la colocamos toda en una enorme vitrina que había en el salón y donde hacía muy buen efecto.
El martes acudió tal afluencia de damas y caballeros que mis apartamentos no pudieron acogerlos a todos y los organizadores tuvieron que dar órdenes de no dejar pasar a nadie mas; la calle estaba llena de carrozas con escudos de armas y carruajes elegantes, pero era imposible recibirlos a todos. Como en la ocasión anterior, me quedé en mi saloncito y los bailarines inundaron el comedor; los demás salones también estaban abarrotados e incluso tres habitaciones del piso de abajo que no eran mías.
Fue una suerte que hubiese un destacamento de guardias armados para custodiar la puerta, pues de lo contrario todo habría sido desorden y confusión con esa muchedumbre tan promiscua y escandalosa, pero los tres criados principales se ocuparon de vigilar constantemente a todo el grupo.
Yo seguía en la incertidumbre, y todavía sigo estándolo hoy, respecto a quién había bailado conmigo el miércoles anterior, cuando fui yo la verdadera anfitriona. Pero de lo que no me cupo ninguna duda es de que, en esta ocasión, el rey sí asistió, pues se dieron ciertas circunstancias sobre las que no había confusión posible, sobre todo gracias a la presencia de cinco caballeros que no iban enmascarados y que no se presentaron hasta que empecé a bailar, tres de los cuales llevaban jarreteras azules
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La fiesta se desarrolló exactamente igual que la primera vez, aunque con mucha más fastuosidad y concurrencia. Yo me instalé (vestida suntuosamente con todas mis joyas) en el centro de mi saloncito, como la ocasión anterior, y saludé a todos a medida que pasaban por allí, pero mi señor de…, que la primera noche había hablado conmigo con mucha franqueza, fue a verme, se quitó la máscara y me informó de que todos los asistentes le habían rogado que intercediera para que volviese a lucir el vestido que había llevado el primer día y cuya fama había dado ocasión a que se celebrase este nuevo baile.
—Podéis creer, señora —añadió—, que hay gente en esta sala a quien os conviene complacer.
Le hice una reverencia y me retiré en el acto. Mientras estaba arriba poniéndome el vestido, dos damas a quienes no conocía de nada entraron en mi apartamento del piso de abajo, por orden de un noble personaje que había vivido con su familia en Persia, y entonces temí verme eclipsada o incluso rechazada.
Una de ellas iba ataviada del modo más exquisito, según es costumbre entre las doncellas de alcurnia de Georgia, y la otra lucía un vestido similar típico de Armenia, y cada una tenía una esclava para atenderla.
Ambas damas vestían faldas plisadas que les llegaban a los tobillos y un delantal por la parte de delante de una puntilla finísima; sus túnicas tenían mangas a la antigua que colgaban por delante, no llevaban joyas, pero tenían la cabeza y los pechos adornados con flores y ambas usaban velo.
Sus esclavas iban con la cabeza descubierta y el cabello negro y trenzado les llegaba hasta la cintura, vestían con mucha suntuosidad y pude comprobar que eran tan hermosas como sus señoras, pues ninguna de las dos llevaba máscara. Esperaron en mi salón hasta que llegué y me presentaron sus respetos a la usanza persa, y se sentaron como en un
safra
, es decir, con las piernas cruzadas sobre un lecho de cojines colocados sobre el suelo.