—Sí —repuso—, la señora Amy, pero ¿cómo estar seguro de que se trata de Amy? Por lo que sé, bien podría ser el señor Amy. Espero que me permitáis comprobarlo.
—Desde luego —dije—, mi señor puede comprobarlo, pero pensaba que ya la conocíais.
El caso es que la había tomado con la pobre Amy y, de hecho, llegué a pensar que llevaría la broma demasiado lejos delante de mis propios ojos, como había ocurrido en una ocasión similar. Pero mi señor no estaba tan acalorado y, aunque quiso cerciorarse de si Amy era el señor Amy o la señora Amy, y supongo que lo hizo, acabó dándose por satisfecho y fue a sentarse en un pequeño despachito que había al lado de la habitación.
Entretanto, Amy y yo nos levantamos, le di unas sábanas y le ordené que fuese a hacer la cama de mi señor en la habitación contigua, cosa que hizo enseguida, y luego lo ayudé a acostarse, y a continuación, de acuerdo con sus deseos, me metí en la cama con él. Al principio me dio un poco de reparo hacerlo y me excusé, pues había estado durmiendo con Amy y no me había cambiado de ropa, pero a él no le importó y, con tal de que Amy fuese la señora Amy y no el señor Amy, se dio por satisfecho. Sin embargo, Amy no se presentó en toda la noche ni el día siguiente, y cuando lo hizo, mi señor le gastó tantas bromas a propósito de su
ecclairicissiment
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, como él lo llamó, que Amy no sabía dónde meterse.
No es que Amy fuese ninguna remilgada, tal como se ha podido comprobar en la primera parte de este relato, pero en esta ocasión la habían pillado por sorpresa y no supo cómo reaccionar. Además, mi señor la tenía por una mujer tan respetable como cualquier otra y sólo nosotras sabíamos que no era así.
Llevé esta vida culpable durante casi ocho años, contando desde mi primera llegada a Inglaterra, y aunque mi señor no veía en mí ningún defecto, yo sabía, sin necesidad de fijarme mucho, que cualquiera que me mirase a la cara podía darse cuenta de que tenía más de veinte años, y eso que, sin ánimo de ser vanidosa, llevaba muy bien mi edad, que rondaba ya los cincuenta.
Me atrevo a decir que ninguna otra mujer tuvo nunca una vida como la mía: veintiséis años de depravación sin el menor remordimiento, sin indicio alguno de arrepentimiento y sin la menor intención de ponerle fin. Me había acostumbrado hasta tal punto a llevar una vida de libertinaje que ya ni siquiera me lo parecía. Vivía cómodamente, nadaba en la abundancia y mi riqueza aumentaba sin cesar gracias a los consejos de frugalidad del buen caballero, de modo que al final de aquellos ocho años llegué a tener unos ingresos anuales de dos mil ochocientas libras de las que no gastaba ni un penique, pues me mantenía con la pensión de mi señor…, y todavía me sobraban más de doscientas libras anuales, pues aunque, a pesar de mis insinuaciones, no llegó a garantizármela nunca por escrito, me dio tanto dinero, y tan a menudo, que la cantidad total en realidad ascendía a más de setecientas libras anuales de promedio.
Debo ahora volver atrás y, una vez relatadas abiertamente mis vilezas, hablar de algo que al menos parece una especie de buena acción. Recordé que, unos quince años antes, cuando me fui de Inglaterra, había dejado a cinco niños pequeños abandonados a la caridad de los parientes de su padre. La mayor no tenía entonces ni seis años, pues yo apenas llevaba casada siete años cuando me abandonó su padre.
Nada más regresar a Inglaterra, tuve el deseo de saber qué tal les iban las cosas, si seguían o no con vida y cómo los habían cuidado; no obstante, decidí no decirles quién era, ni darles a entender a quienes los habían cuidado que su madre seguía con vida.
Amy era la única que podía encargarse de averiguarlo, y la envié a Spitalfields a buscar a la anciana tía y a la mujer que tan decisivas habían sido a la hora de conseguir que los parientes se hiciesen cargo de los niños, pero las dos llevaban varios años muertas y enterradas. Luego fue a la casa delante de cuya puerta había abandonado a los pobres niños; al llegar, descubrió que en la casa vivían otras personas y, como no pudo averiguar gran cosa, volvió con una respuesta nada iluminadora. Entonces la envié a preguntar a las vecinas qué había sido de la familia que vivía en aquella casa y, si se habían mudado, dónde residían ahora y en qué circunstancias y, de ser posible, qué se había hecho de los pobres niños, dónde vivían, qué tal los trataban y otras cosas por el estilo.
En aquella segunda visita pudo averiguar algunas cosas de la familia: en primer lugar, que el marido, que había sido quien mejor había tratado a los niños a pesar de ser sólo su tío político, había muerto y la viuda se había visto en circunstancias un poco apuradas, o, lo que es lo mismo, no estaba necesitada, pero no era ni mucho menos tan rica como pensaba la gente cuando vivía su marido.
En cuanto a los niños, al parecer se había ocupado de mantener a dos de mis hijas, o más bien lo había hecho su marido mientras estuvo con vida, pues, como sabemos, ella siempre se había opuesto. Lo cierto era que los vecinos compadecían a las pobres niñas, pues contaron que su tía las trataba con suma crueldad, como si fuesen sólo un par de criadas para atenderla a ella y a sus hijos, y las pobres iban siempre vestidas como pordioseras.
Al parecer se trataba de la mayor y la tercera, que eran niñas; el segundo era un hijo, el cuarto una hija y el más joven un hijo. Para concluir la triste historia de mis desafortunadas hijas, me contó que, en cuanto fueron capaces de ir a buscar un trabajo, se marcharon de aquella casa, aunque otros afirmaban que las había echado, cosa que, por lo visto, no era cierto, pues se había limitado a tratarlas tan mal que ellas mismas se habían ido. Una fue a trabajar cerca de allí, al servicio de una vecina, la mujer de un tejedor bastante rico, que la contrató como camarera, y poco después pudo sacar a su hermana del Bridewell que era la casa de su tía y le buscó una colocación.
Todo era muy triste y sórdido. Envié a Amy a casa del tejedor, pero descubrió que, después de morir su señora, se había ido y nadie sabía adónde; sólo habían oído decir que había vivido con una gran dama al otro extremo de la ciudad, pero ignoraban de quién pudiera tratarse.
Nuestras averiguaciones habían durado cuatro semanas y no habían dado el menor fruto, pues no había conseguido ninguna noticia convincente. Así que envié a Amy a buscar a aquel hombre honrado
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, que, tal como conté al principio de mi historia, tanto ayudó a mis hijos cuando los abandoné y que incluso había impedido que el menor quedara a cargo de la parroquia del pueblo donde vivíamos. Dicho caballero seguía con vida y así supimos que mi hija pequeña y mi hijo mayor habían muerto, pero que el pequeño estaba vivo y rondaba ahora los diecisiete años. Gracias a la bondad y la caridad de su tío, había podido colocarse como aprendiz, aunque de un oficio muy fatigoso en el que se veía obligado a trabajar de firme todos los días.
Amy sintió tanta curiosidad que fue a verlo de inmediato y lo encontró en el tajo muy sucio y sudoroso; no lo reconoció, pues no lo había visto desde que tenía dos años, y como es obvio él tampoco podía acordarse de ella.
No obstante, le habló y le pareció un joven sensato y bien educado, que apenas sabía nada de su padre y de su madre y no tenía otras perspectivas que ganarse la vida con su esfuerzo. No obstante, no quiso contarle nada, no fuese a perder el gusto por el trabajo y a convertirse en un inútil. Sin embargo, fue a visitar a su benefactor y, cuando comprobó que se trataba de un hombre bueno y honrado, le contó una larga historia acerca del cariño que sentía por aquel niño, porque también había querido mucho a su padre y a su madre; le explicó que era la sirvienta que los había llevado a todos a casa de su tía, cuando su señora no tuvo nada para darles de comer y decidió abandonarlos, y que ignoraba lo que había sido de ella después; añadió que sus propias circunstancias habían mejorado mucho desde entonces y que deseaba ayudar de algún modo a los niños, si es que podía dar con ellos.
El hombre la recibió con la cortesía que merecía una propuesta semejante, le explicó lo que había hecho por mi hijo y cómo lo había mantenido, vestido y alimentado, que lo había enviado a la escuela y, por fin, lo había puesto a trabajar. Ella admitió que había sido como un padre para el niño, y luego añadió:
—Pero, señor, es un trabajo muy cansado y él no es más que un muchacho.
—Cierto —repuso él—, pero fue él mismo quien lo escogió y os aseguro que tuve que pagar veinte libras para que le enseñaran el oficio y además me he comprometido a pagarle la ropa mientras trabaje de aprendiz. Si tiene un empleo tan fatigoso, es debido a su sólo infortunio, pobre muchacho, yo no he podido hacer más por él.
—En fin, señor, habéis obrado movido sólo por la caridad —dijo Amy—, y no hay duda de que os habéis portado muy bien con él, pero, ya que estoy decidida a ayudarle, me gustaría que le hicierais dejar ese oficio, pues no soporto verlo trabajar así para ganarse el pan, y quiero hacer lo posible para que pueda ganarse la vida sin tener que trabajar tanto.
El hombre sonrió.
—Sin duda, puedo hacer que deje el empleo, pero entonces perderé mis veinte libras.
—Bueno, caballero, os aseguro que no lo lamentaréis. —Y echó mano al bolsillo y sacó su monedero. Él se extrañó y la miró fijamente a los ojos. Amy se dio cuenta y le dijo—: Por cómo me miráis, veo que creéis reconocerme, pero os aseguro que no es así, pues nunca os había visto antes. Creo que os habéis portado muy bien con el muchacho y que habéis sido como un padre para él, pero vuestra generosidad no debería ir más allá de lo necesario, de modo que tomad vuestras veinte libras y aseguraos de que deje el trabajo.
—De acuerdo, señora, os lo agradezco en mi nombre y en el del chico, pero ¿queréis decirme qué debo hacer con él ahora?
—Caballero —dijo Amy—, ya que habéis sido tan bueno para permitirle alojarse en vuestra casa todos estos años, os ruego que volváis a acogerle un año más bajo vuestro techo. Os daré otras cien libras que os pido que dediquéis a pagar su instrucción, su ropa y su alojamiento; tal vez acabe poniéndolo en situación de agradeceros vuestra bondad.
Satisfecho, pero confundido, le preguntó a Amy con mucho respeto qué quería que aprendiese el muchacho y a qué oficio había pensado que se dedicase.
Amy respondió que le hiciese estudiar un poco de latín y contabilidad comercial, así como a escribir con buena caligrafía, pues quería colocarlo de aprendiz con un mercader turco.
—Señora —dijo—, no sabéis cuánto me alegro por él, pero ¿sabéis que ningún mercader turco aceptará enseñarle el oficio por menos de cuatrocientas o quinientas libras?
—Sí, señor —repuso Amy—, lo sé muy bien.
—¿Y —añadió él— que necesitará miles para establecerse por su cuenta?
—Sí, señor —dijo Amy—, también lo sé, y estoy decidida. No tengo hijos y he decidido convertirlo en mi heredero, y si necesita diez mil libras para establecerse, yo me ocuparé de que no le falten. Era la criada de su madre cuando él nació y sentí muchísimo la desgracia sufrida por la familia, y siempre he dicho que, si alguna vez me iban bien las cosas, adoptaría a ese niño como si fuese mío. Ahora pienso cumplir mi palabra, aunque nunca pensé que llegaría a prosperar tanto. —Y Amy le contó que estaba muy preocupada por mí y que daría cualquier cosa por saber si estaba viva o muerta y en qué circunstancias estaba, y que, si alguna vez daba conmigo, se ocuparía de mí, aunque fuese muy pobre, y volvería a convertirme en una señora.
Él le explicó que la madre del niño se había visto reducida a la indigencia y no había tenido más remedio (como sabía) que dejar a sus hijos con los parientes de su marido; y que, de no ser por él, habrían quedado todos a cargo de la parroquia, pues había obligado a los demás parientes a compartir la carga entre todos. Dijo también que se había quedado con dos, aunque había perdido al mayor que había muerto de viruela, y que a este otro lo había cuidado como si fuese uno de sus propios hijos, y nunca había hecho distinción entre ellos. Aunque, llegado el momento de ponerlo a trabajar, había juzgado más conveniente hacerle aprender un oficio que pudiera ejercer sin necesidad de tener dinero para establecerse, pues lo contrario habría sido perder el tiempo. En cuanto a la madre, a pesar de sus muchas averiguaciones, no había vuelto a saber nada de ella. Se rumoreaba que había muerto ahogada, pero nadie había podido confirmárselo.
Amy fingió echarse a llorar por su desdichada señora, afirmó que daría cualquier cosa por volver a verla, si es que seguía con vida, y otras muchas cosas parecidas. Luego volvieron a hablar del muchacho.
El hombre le preguntó por qué no había ido a buscarlo antes, y así habrían podido darle una educación más acorde con los proyectos que tenía para él.
Ella le explicó que había estado fuera de Inglaterra y que acababa de regresar de las Indias Orientales; lo primero era cierto, pero lo segundo, falso, y lo dijo para despistarlo, por si le daba por hacer averiguaciones, pues no era raro que las jóvenes emigrasen pobres a las Indias Orientales y volviesen de allí muy ricas. El caso es que siguió dándole sus instrucciones y ambos se pusieron de acuerdo en no decirle al muchacho lo que tenían pensado para él y en limitarse a devolverlo a casa de su tío, con la excusa de que el trabajo era demasiado cansado y otras cosas parecidas.
Unos tres días después, Amy volvió a verlo y le llevó las cien libras que le había prometido, pero en esa ocasión se presentó con un aspecto muy distinto al de la primera vez, pues fue en mi carroza, acompañada de dos lacayos y muy bien vestida, con joyas y un reloj de oro. Lo cierto es que no era difícil hacer pasar a Amy por una señora, pues era una mujer muy guapa y bien educada. El cochero y los lacayos recibieron instrucciones de demostrarle tanto respeto como a mí y de llamarla señora Collins si alguien les preguntaba.
Cuando el caballero la vio con aquel aspecto, todavía se sorprendió mas y la recibió con todo el respeto posible, la felicitó por haber mejorado así su fortuna y sobre todo se alegró de que el destino del muchacho fuese a cambiar de aquel modo en contra de todo lo previsible.
A pesar de su apariencia, Amy les habló con franqueza y campechanía y afirmó que la buena suerte no le había subido los humos (cosa que era cierta, pues hay que reconocer que Amy siempre fue una criatura alegre y sencilla), que seguía siendo la misma de siempre y que siempre había querido a aquel muchacho, y ahora estaba decidida a ayudarlo.