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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (22 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Estaba dispuesto a aceptarme como esposa, pero no a mantenerme como a una prostituta, ¿hay alguna mujer capaz de enfadarse por eso? ¿Ha habido alguna vez una mujer tan estúpida para preferir ser una puta en lugar de una esposa honrada? Pero la testarudez y el diablo suelen ir de la mano: me mostré inflexible, y traté de argumentar en favor de la libertad de la mujer, como había hecho antes, pero él me interrumpió con más acaloramiento que hasta entonces, aunque con mucho respeto y replicó:

—Querida amiga, vos defendéis la libertad y al mismo tiempo os negáis a ejercer la que Dios y la naturaleza os han dado y, en su lugar, proponéis una libertad torcida, que no es ni honorable ni religiosa: ¿acaso defendéis una libertad a costa de la modestia?

Le respondí que me había entendido mal y que no era eso lo que yo defendía, pues sólo había dicho que las mujeres que no quieren pasar por el matrimonio estaban en su derecho de mantener a un hombre igual que éstos mantienen a sus amantes, pero eso no significaba que yo quisiera hacerlo, y, aunque bien podría censurarme en ese aspecto después de lo sucedido entre nosotros, en el futuro comprobaría que podía seguir relacionándome con él sin volver a tener tales inclinaciones.

Me dijo que no podía prometerme lo mismo, y que, habiendo caído ya una vez, no estaba seguro de lo que haría llegado el caso. No quería tener otra ocasión de pecar y ése era el verdadero motivo de su marcha a París, por mucho que le costara dejarme y que le tentase aceptar mi oferta. Pero, si no podía quedarse en las condiciones necesarias para una persona decente y cristiana, ¿qué otra cosa podía hacer? Esperaba, prosiguió, que no lo culpara por aspirar a que no tildasen de bastardo al niño que debía llamarle padre; añadió que le parecía increíble que yo pudiera ser tan cruel con un niño inocente que ni siquiera había nacido todavía y afirmó que no soportaba pensarlo, ni verlo, y que, por esa misma razón, no se quedaría para el parto.

Noté que estaba muy conmovido y que sólo se dominaba a duras penas, así que decliné continuar con la conversación y me limité a decirle que esperaba que se lo pensara mejor.

—¡Oh, amiga mía! —exclamó—. No me pidáis a mí que me lo piense, sois vos quien tenéis que meditarlo. Y con esas palabras salió de la habitación con la perplejidad pintada en el semblante.

Si yo no hubiese sido una de las criaturas más alocadas y malvadas del mundo, jamás podría haber actuado así. Tenía a mis pies a uno de los caballeros más cumplidos y honrados que jamás había conocido, en cierto sentido me había salvado la vida, me había librado de la ruina de un modo muy inteligente, me amaba hasta la locura y me había seguido desde París a Rotterdam, se había ofrecido a casarse conmigo, incluso después de saber que estaba embarazada, y se había mostrado dispuesto a renunciar a cualquier pretensión sobre mi fortuna y a permitir que yo la administrara, pues disponía de su propia fortuna. Con él podría haberme puesto a salvo de la catástrofe, su fortuna y la mía nos habrían proporcionado unas rentas de más de dos mil libras al año y podría haber vivido como una reina, no, incluso mejor que una reina, y, lo que es más importante, era una oportunidad de abandonar la vida de depravación y pecado que había llevado todos aquellos años y de instalarme en el honor y la abundancia para dedicarme a lo que tanta falta me haría después, es decir, el arrepentimiento.

Pero la medida de mi maldad todavía no estaba completa y seguí obstinándome en contra del matrimonio, aunque no soportaba la idea de perderlo. En cuanto al niño, no estaba muy preocupada por él, le prometí que jamás le reprocharía su origen ilegítimo y que, si nacía niño, lo educaría como al hijo de un caballero y me ocuparía de garantizar su bienestar. No obstante, después de hablar un rato más, lo vi tan decidido a marcharse que me retiré, aunque no pude evitar que reparase en que las lágrimas corrían por mis mejillas. Se me acercó, me besó, me rogó, me pidió por la bondad que me había mostrado en mis momentos de tribulación, por la justicia que me había hecho con mis letras y mi dinero, por el respeto que le había impulsado a rechazar las mil
pistoles
que le ofrecí a cambio de los gastos que le había causado aquel judío traidor, en nombre de nuestro desdichado idilio, como él lo llamó, y de todo el afecto que me tenía, que no lo obligara a dejarme.

Pero no le sirvió de nada, yo era estúpida e insensible e hice oídos sordos a todas sus súplicas hasta el final, así que nos separamos y tan sólo le pedí que me escribiera cuando me exculpasen de todo y le di mi palabra de que le respondería; y, cuando quiso que le informara de mis planes, le dije que iba a ir directa a Inglaterra y a Londres, donde tenía decidido instalarme, pero añadí que, ya que pensaba dejarme, suponía que le traería sin cuidado lo que fuese de mí.

Pasó esa noche en sus habitaciones y se marchó muy temprano, dejándome una carta en la que repetía todo lo que había dicho, me pedía que cuidara bien del niño y que reservase las mil
pistoles
, que había querido pagarle para compensar los gastos y desvelos que le había causado el judío, junto con los intereses, y los dedicase a pagar la educación del niño e insistía en que le entregase esa cantidad al huérfano abandonado en lugar de gastarla en alguien tan indigno como mi sincero amigo de París. Concluía pidiéndome que reflexionara, con tanto remordimiento como él, en las locuras que habíamos cometido; me pedía que le perdonara por haber sido el agresor y afirmaba que me lo perdonaba todo menos que hubiera tenido la crueldad de abandonarlo, cosa que admitía no poder disculparme con tanta facilidad como querría, porque estaba convencido de que era un error por mi parte, que me conduciría a la ruina y del que terminaría arrepintiéndome. Me auguró varias cosas terribles, de las que dijo estar seguro de que se cumplirían, y afirmó que acabaría arruinándome por culpa de un mal marido; me recomendaba prudencia para que sus profecías no se cumplieran, y me pedía que recordase que, si alguna vez me sucedía algo malo, tendría un amigo fiel en París, que nunca me reprocharía mi pasado y estaría siempre dispuesto a favorecerme aunque eso le perjudicara.

La carta me dejó estupefacta, me pareció imposible que nadie que no estuviera en tratos con el diablo pudiera escribir algo así, pues pronosticaba con tanta seguridad lo que había de sucederme que me asustó y, cuando me ocurrió todo lo que decía, me convencí de que tenía un don sobrenatural. En una palabra, sus exhortaciones al arrepentimiento eran muy afectuosas, sus advertencias muy amables y sus promesas de auxilio tan generosas que jamás he visto nada parecido. Y, aunque al principio no le hice mucho caso, porque todo lo que decía me pareció imposible o improbable, el resto de la carta era tan conmovedor que me dejó muy triste y estuve casi veinticuatro horas llorando sin cesar. Sin embargo, incluso entonces seguía como hechizada y no lamentaba de verdad haberlo perdido; ciertamente me habría gustado retenerlo conmigo, pero había desarrollado una aversión mortal al matrimonio, ya fuese con él o con cualquier otro; se me había metido la descabellada idea en la cabeza de que todavía era lo bastante joven y guapa para satisfacer a algún hombre de alcurnia, y quería probar suerte en Londres a cualquier coste.

XIV

Así, cegada por mi propia vanidad, desperdicié mi única oportunidad de establecerme sólidamente y asegurar mis bienes en este mundo. Así, me he convertido en un recordatorio para todos los que lean estas líneas y en un monumento a la locura a la que pueden arrastrarnos el orgullo y una presunción diabólica, a cómo nos gobiernan nuestras pasiones y a los peligros a los que nos exponemos al seguir los dictados de nuestra ambición.

Era rica, guapa y agradable, y todavía no era vieja. Había comprobado la influencia que ejercía sobre los caprichos de los hombres, incluso en los de rango más alto. No había olvidado que el príncipe de… había dicho extasiado que yo era la mujer más hermosa de Francia. Sabía que podía destacar en Londres y cómo sacar provecho de ello. Sabía cómo comportarme y, después de haber sido adorada por príncipes, no descartaba llegar a ser la amante del propio rey. Pero volvamos a mis circunstancias de aquel momento.

Poco a poco, me fui consolando del abandono de mi honrado mercader, aunque al principio me resultó muy difícil. Le dejé partir con infinito pesar y, cuando leí su carta, me quedé muy confusa. En cuanto se marchó y comprendí que no podía recuperarlo, habría dado la mitad de mis bienes por tenerlo conmigo, mi visión de las cosas cambió en un instante y me dije mil veces que me había portado como una loca al arrojarme a una vida de riesgos y escándalos, cuando después del naufragio de mi virtud, honor y principios y navegando con grave peligro en los tempestuosos mares del crimen y una frivolidad abominable, había arribado a un puerto seguro donde no había tenido valor de echar el ancla.

Sus predicciones me aterrorizaron, sus promesas de ayuda en caso de apuro hicieron que me deshiciese en lágrimas, pero también me asustaron y me llenaron la cabeza de ansiedad y aprensiones. ¿Cómo iba a verme apurada ahora que tenía una fortuna?

Las terribles escenas de mi vida pasada, cuando me quedé sola con mis cinco hijos y me sucedió todo lo que he contado más arriba, volvieron a pasar delante de mis ojos y me senté a considerar qué pasos podrían devolverme a semejante estado de desolación y lo que debía hacer para evitarlo.

Pero, poco a poco, fui olvidando todo eso, ahora que mi amigo el mercader se había ido, y lo había perdido de forma irremediable, pues no podía seguirlo a París por las razones antes explicadas y tampoco me atrevía a escribirle pidiéndole que volviese, ya que estaba convencida de que se habría negado a hacerlo. De modo que me pasé varios días, e incluso varias semanas, llorando sin parar, hasta que, como digo, fui olvidándolo poco a poco; y, como estaba muy ocupada con mis negocios, eso sirvió para distraerme y borrar en parte las impresiones que habían ensombrecido mi espíritu de aquel modo.

Había vendido mis joyas, a excepción del anillo de diamantes que llevaba siempre mi amigo el joyero y que ahora lucía yo cuando la ocasión lo requería, igual que el collar de diamantes que me había regalado el príncipe, y unos magníficos pendientes valorados en casi seiscientas
pistoles
; lo demás, un precioso estuche que me regaló el joyero antes de ir a Versalles y una cajita con rubíes, esmeraldas y demás… lo vendí en La Haya por siete mil seiscientas
pistoles
también había cobrado todas las letras que el mercader me había entregado en París y que junto con el dinero que yo había llevado conmigo ascendían a un total de trece mil novecientas
pistoles
más. De modo que, aparte de mis joyas, ahora tenía más de veintiuna mil
pistoles
disponibles en una cuenta de un banco de Amsterdam. Mi siguiente preocupación era cómo llevar aquel tesoro a Inglaterra.

Los tratos que había tenido con muchas personas para cobrar sumas tan elevadas y vender joyas de tan considerable valor me dieron la oportunidad de conocer y conversar con varios de los mercaderes de mayor importancia de la ciudad, por lo que ya no necesité el consejo de nadie para llevar mi dinero a Inglaterra. Acudí a varios mercaderes, para no tener que confiar sólo en el crédito de uno de ellos y para que ninguno supiera la cantidad exacta de dinero que yo poseía, y obtuve así letras de cambio, pagaderas en Londres, por valor de todo mi capital. Unas cuantas las llevé conmigo, y otras las dejé en depósito (por si ocurría alguna desgracia en el mar) en manos del primer mercader que me había recomendado mi amigo de París.

Después de pasar nueve meses en Holanda, de haber rehusado la mejor oferta que se le hizo jamás a una mujer en mis circunstancias, de haberme separado por las malas e incluso cruelmente de mi mejor amigo y del hombre más honrado del mundo, con todo mi dinero en el bolsillo y un bastardo en mi vientre, me embarqué en Brielle en el paquebote y llegué sana y salva a Harwich, donde Amy, mi doncella, acudió a recibirme, según mis instrucciones.

De buena gana habría pagado diez mil libras por deshacerme de la carga que llevaba en mi seno, pero eso no podía hacerse y no me quedó otro remedio que esperar y librarme de ella por el método acostumbrado de tener paciencia y sufrir un doloroso parto.

Lo había previsto todo mejor que muchas mujeres en mis circunstancias, pues había enviado a Amy por delante con dinero para que alquilase una casa preciosa en la calle…, cerca de Charing Cross. También había contratado a dos camareras y un lacayo, al que había vestido con una hermosa librea, y alquilado un carruaje y cuatro caballos con el que Amy fue a recogerme, acompañada del criado, a Harwich, donde llevaba instalada casi una semana cuando llegué. De este modo, sólo tuve que dejar que me llevasen a mi casa de Londres, donde llegué con muy buena salud y pasé por una dama francesa con el título de…

Mi primera preocupación fue que aceptasen mis letras y, para abreviar mi relato, diré que me las aceptaron y pagaron puntualmente. Luego decidí alquilar una casa en el campo, cerca de la ciudad, donde poder estar
de incógnito
, hasta que llegase el momento del parto, cosa que, con mi aspecto y mi fortuna, conseguí fácilmente sin tener que pasar por el humillante trámite de las averiguaciones de la parroquia
[18]
. No fui a mi nueva casa hasta pasado un tiempo, y luego, por motivos que no vienen al caso, preferí mudarme a unos grandes apartamentos de Pall Mall, en una casa que tenía una puerta privada que daba a los jardines del rey, con el permiso del jardinero jefe, que había vivido allí.

Una vez asegurados todos mis bienes, empecé a preocuparme por mi dinero: no estaba segura de cómo invertirlo para que me rindiese un interés anual; sin embargo, poco después, por mediación del famoso sir Robert Clayton, conseguí una hipoteca bastante segura por valor de catorce mil libras que me garantizaba unas mil ochocientas libras anuales y setecientas libras de interés.

Esto, junto con otras garantías, me proporcionó unas rentas de más de mil libras al año, suficiente, pensaría cualquiera, para que una mujer inglesa no tuviese que hacer de puta.

Di a luz en…, a unos siete kilómetros de Londres, y traje al mundo a un precioso niño; de acuerdo con mi promesa, informé al padre, mi amigo de París. Y en la carta le conté lo mucho que lamentaba que se hubiese ido y le di a entender que, si venía a verme, lo trataría mejor que la otra ocasión. Me respondió muy amable y agradecido, pero no hizo la menor alusión a su visita, por lo que comprendí que no tenía esperanzas al respecto. Se alegró mucho del nacimiento de su hijo e insistió en que hiciese por el pobre niño lo que le había prometido. Le respondí diciéndole que cumpliría sus instrucciones al pie de la letra, y fui tan tonta y tan débil que, a pesar de que, como he contado, no se dignó responder a lo de su visita, casi le pedí perdón por lo mal que le había tratado en Rotterdam y caí tan bajo para regañarle por no haber contestado a mi invitación, y, lo que es más, llegué al punto de hacerle una segunda oferta y le dije casi a las claras que, si volvía conmigo, lo tomaría por esposo; pero no me dirigió ninguna respuesta, lo que equivalía al rechazo más categórico posible, así que, lejos de sentirme satisfecha, me quedé profundamente ofendida por haberle hecho semejante oferta, pues le había dado ocasión de vengarse de mí al desdeñar responderme y permitir que le pidiera en dos ocasiones lo mismo que él me había implorado con tanta insistencia.

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