En cuanto pude levantarme, me instalé en mi residencia de Pall Mall, y empecé a llevar una vida acorde con mi fortuna, que era muy cuantiosa. Daré cuenta ahora de mí y del modo de vida que llevaba:
Pagaba sesenta libras al año por mis nuevos apartamentos, que alquilé anualmente, pero es que era una residencia espléndida y muy bien amueblada; tenía mis propios criados para limpiarla y cuidarla, así como para ocuparse de la cocina y la leña; mi séquito era escaso, pero elegante: tenía una carroza, un cochero, un lacayo, a mi doncella Amy, que ahora iba vestida como una dama y se había convertido en mi confidente, y tres camareras. Y ésta era la vida que llevaba: iba ataviada siempre a la última moda, con vestidos riquísimos, no me faltaban las joyas. Mis criados vestían una preciosa librea bordada en plata que sólo la nobleza podía permitirse. Y así hice mi aparición en sociedad, sin hacer lo más mínimo por darme a conocer y dejando que la gente averiguase quién o qué era.
Aunque a veces paseaba por el Mall con mi doncella, no salía demasiado ni hice nuevos conocidos, tan sólo me limité a aparecer tan deslumbrante como pude en cada ocasión. No obstante descubrí que no le era tan indiferente al mundo como él parecía sérmelo a mí; y pronto supe que los vecinos empezaban a intrigarse y trataban de averiguar quién era yo y cuáles eran mis circunstancias.
Amy era la única persona que podía satisfacer su curiosidad o darles razón de mí, y, siendo como era una chismosa y una auténtica cotilla, tuvo mucho cuidado de emplear todo su arte. Les dio a entender que yo era la viuda de una persona de alta cuna en Francia, que era muy rica y que había venido a tomar posesión de una herencia que me habían dejado unos parientes y que ascendía a cuarenta mil libras y otras cosas por el estilo.
Fue un error por parte de Amy, y también por la mía, pues no caímos en la cuenta de que eso nos ponía en el punto de mira de esos caballeros conocidos como cazadores de fortunas y que siempre asedian a las damas, como dicen ellos, con él único objeto de hacerlas prisioneras, como yo digo, y así casarse con ellas y poder disponer de su dinero. Pero, si hice mal al rechazar la honrada propuesta del mercader holandés, que me había ofrecido conservar todos mis bienes, y estaba dispuesto a mantenerme con su propia fortuna, ahora hice bien al rechazar las ofertas de aquellos caballeros que, aunque tenían grandes fortunas y eran de buena familia, estaban acostumbrados a vivir por encima de sus posibilidades y siempre necesitaban dinero para «estar mas tranquilos», es decir, para pagar sus deudas, las dotes de sus hermanas y otras cosas parecidas; y luego convertían a la mujer en prisionera de por vida e incluso optaban en algunos casos por abandonarla. Esa vida ya la conocía de sobra y no pensaba volver a dejarme atrapar. Y, aunque, como acabo de decir, la reputación de mi fortuna atrajo a varios de esos caballeros, que de una forma u otra encontraron el modo de serme presentados, en pocas palabras, les respondí a todos que estaba muy feliz de soltera, y que, puesto que no tenía necesidad de cambiar de estado para ganar dinero, ni la oferta más tentadora podría mejorar mi fortuna. Es cierto que podían honrarme con títulos y que así podría alternar en público con los lores —y lo digo porque uno de mis pretendientes era el primogénito de un lord—, pero mientras tuviera mi dinero podía pasarme sin el título; y, mientras dispusiese de dos mil libras anuales, sería mucho mas feliz de lo que podría serlo siendo la prisionera de un noble personaje, pues eso me parecían las damas de ese rango.
Ya que he hablado antes de sir Robert Clayton, a quien tuve la suerte de conocer con motivo de la hipoteca que me ayudó a contratar, debo añadir que su amistad me reportó muchas ventajas a la hora de administrar mis asuntos, y por eso considero una suerte haberlo conocido, pues gracias a él obtuve unos ingresos de setecientas libras anuales, de modo que debo considerarme deudora no sólo de la justicia de su trato conmigo, sino de la prudencia y la moderación con que me aconsejó sobre la administración de mis bienes; y, como descubrió que no tenía intención de casarme, muchas veces insinuó que no tardaría en ver incrementada prodigiosamente mi fortuna si sabía organizar mi economía doméstica y mis ingresos a fin de que cada año pudiese añadir algo a mi capital.
Yo estaba convencida de la verdad de lo que decía, y era consciente de los beneficios que eso podía suponerme. Debo decir de pasada que, por lo que yo le había dicho y sobre todo por lo que le decía Amy, sir Robert Clayton calculaba que yo debía de tener unos ingresos anuales de unas dos mil libras, y que, a juzgar por mi forma de vida, no debía de gastar mas de mil libras, de este modo podría añadir fácilmente a mi capital unas mil libras al año, y, añadiendo cada año los intereses adicionales al capital, me demostró que, en diez años, doblaría las mil libras anuales que ahorraba ahora, y me enseñó una tabla para que yo misma pudiera apreciar el incremento, como él lo llamó, y añadió que, si todos los caballeros de Inglaterra hiciesen lo mismo, sus familias verían aumentadas considerablemente su fortuna, igual que las de los mercaderes, mientras que ahora, dijo sir Robert, con la costumbre de vivir por encima de sus posibilidades, dichos caballeros, y también la nobleza, estaban casi todos endeudados y pasaban circunstancias apuradas.
Como sir Robert me visitaba a menudo y disfrutaba (si se me permite decirlo con sus palabras) mucho de mi conversación, y puesto que no sabía nada de mí, ni tenía la menor idea de lo que había sido, insistía siempre en recomendarme moderación y una vez me llevó otro papel en el que me mostró, igual que lo había hecho antes, hasta qué punto podría aumentar mi fortuna si seguía sus consejos de reducir mis gastos, e insistió en que, mediante aquel plan suyo, es decir, ahorrando mil libras al año y sumándole los intereses, en doce años tendría veintiuna mil cincuenta y ocho libras en el banco, y, a partir de ese momento, podría ahorrar dos mil libras al año.
Yo objeté que era una mujer joven, que estaba acostumbrada a vivir en la opulencia y a relacionarme en sociedad y que no sabría comportarme como un avaro.
Respondió que, si me contentaba con lo que tenía, podía seguir así sin dificultad, pero que, si deseaba tener más, ése era el modo de lograrlo y, en otros doce años, sería riquísima y no sabría qué hacer con el dinero.
—Sí, amigo mío —dije—, vos pretendéis hacer de mí una vieja rica, pero eso no responde a mis deseos. Preferiría tener veinte mil libras ahora que tener sesenta mil cuando tenga cincuenta años.
—¿He de suponer, señora —respondió—, que no tenéis hijos?
—Ninguno, sir Robert —repliqué—, que no esté atendido ya. —Y, de ese modo, lo dejé tan en la ignorancia como estaba antes.
No obstante consideré su plan con cuidado y, pese a que no le dije nada en aquel momento, decidí continuar con una forma de vida similar, pero reducir un poco mis gastos y ahorrar alguna cosa, aunque no fuese tanto como él me había insinuado. Sir Robert me hizo su propuesta a finales de año y antes de que terminase el siguiente fui a verlo a su casa de la City y le dije que había ido a darle las gracias por haberme sugerido aquel plan de austeridad, que lo había considerado mucho y, aunque no me había resignado a mortificarme lo bastante para ahorrar mil libras al año, no había cobrado mis intereses a mitad de año, como acostumbraba, y ahora había decidido ahorrar esas setecientas libras anuales y no gastar ni un penique y quería que él me ayudase a sacarles beneficio.
Sir Robert era un hombre versado en el arte de hacer que el dinero diera sus frutos, pero también era muy honrado y me dijo:
—Señora, me alegra que os parezca bien el método que os he sugerido, pero habéis empezado con mal pie: deberíais haber venido a cobrar los intereses a mitad de año, pues ese dinero os pertenecía, ahora habéis perdido medio año de intereses por vuestras trescientas cincuenta libras, que ascendían a un total de nueve libras, pues la hipoteca sólo os rinde un cinco por ciento.
—Bueno, bueno, amigo mío —dije—, ¿podéis invertirlas ahora?
—Guardadlas, señora —dijo—, hasta el año que viene: entonces invertiré vuestras mil cuatrocientas libras y, entretanto, os pagaré los intereses por las setecientas libras—. Y me dio una letra por el dinero, que me aseguró que no estaría a menos del seis por ciento. Una letra de sir Robert Clayton era toda una garantía, de modo que le di las gracias e hice como me decía; y al año siguiente volví a hacer lo mismo y, al tercero, sir Robert me consiguió una buena hipoteca por valor de dos mil doscientas libras al seis por ciento de interés, de modo que añadí ciento treinta y dos libras anuales a mis ingresos, lo que resultó muy satisfactorio.
Pero volvamos a mi historia: como he dicho, descubrí que me había equivocado y que mi actitud me había expuesto a los innumerables visitantes del tipo que ya he explicado antes. Se sabía que tenía una gran fortuna y que sir Robert Clayton la administraba, y lo cortejaron tanto a él como a mí para conseguirme. Pero yo le había informado de mis opiniones respecto al matrimonio exactamente con las mismas palabras que a mi mercader, y él admitió que mis observaciones eran justas y que, si valoraba tanto mi libertad como sabía administrar mi fortuna, sería una pena poner ambas cosas en manos ajenas.
Pero sir Robert no sabía nada de mis planes, que consistían en convertirme en la amante de alguien y dejarme mantener, para, de ese modo, seguir ganando dinero —y ahorrándolo— tal como él me aconsejaba, sólo que por medios peores.
Sin embargo, sir Robert vino a verme muy serio un día y me dijo que tenía que hacerme una propuesta de matrimonio que superaba todas las que había visto y provenía de un comerciante. Sir Robert y yo teníamos exactamente la misma idea de lo que es un comerciante: en opinión de sir Robert —y luego pude comprobar que no se equivocaba—, no había en toda la nación un caballero más cumplido que un comerciante bien educado, pues superaban en conocimientos, modales y capacidad de juicio a la mayor parte de los nobles y, después de vencer las dificultades de los negocios y ponerse por encima de sus exigencias, eran superiores, incluso aunque no tuviesen fincas, a casi todos los caballeros, incluso con propiedades, ya que un comerciante a quien le fuesen bien los negocios y tuviese un buen capital podía gastar más dinero que un terrateniente al que sus fincas le rindiesen cinco mil libras al año, y además los comerciantes no gastan nunca más de lo que tienen y por lo general gastan menos, por lo que pueden ahorrar grandes sumas al año.
Sir Robert opinaba que las fincas eran como un estanque mientras que un negocio es como un manantial y, si las primeras llegan a hipotecarse, es raro que pueda levantarse la hipoteca y se convierten en una carga constante para su dueño; en cambio, el mercader no hace más que ver cómo aumenta constantemente su hacienda; y siempre nombraba a varios comerciantes que vivían con más esplendor y gastaban mas de lo que podía gastar la mayoría de los nobles de Inglaterra, y eso sin dejar de enriquecerse al mismo tiempo.
Prosiguió diciéndome que incluso los comerciantes londinenses podían permitirse gastar más en sus familias, y dejar mejores herencias a sus hijos, que los terratenientes ingleses con rentas de mil libras al año o menos, y no obstante seguían enriqueciéndose.
Su conclusión fue recomendarme que pusiera mi fortuna en manos de un eminente comerciante que, siendo como era, un mercader de primer rango a quien no le faltaba ni escaseaba el dinero, sino que tenía un negocio floreciente y unos ingresos constantes, invertiría en mí y en mis hijos toda su fortuna y me mantendría como a una reina.
Sin duda tenía razón y, si hubiese seguido su consejo, habría sido realmente feliz, pero yo estaba decidida a seguir siendo independiente y le respondí que no conocía ningún matrimonio que no fuese, en el mejor de los casos, un estado de inferioridad, si no de esclavitud; que no tenía intención de caer en él ahora que vivía en total libertad y tenía mi propio dinero; que no veía la relación entre las palabras «honor» y «obediencia» y la libertad de la mujer sin compromisos; que no entendía por qué los hombres se dedicaban por un lado a aumentar la libertad de la raza humana y al mismo tiempo a someter a las mujeres, sea cual sea la disparidad de sus fortunas, a unas leyes del matrimonio elaboradas por ellos mismos; que tenía la desgracia de ser mujer, pero estaba decidida a librarme de los inconvenientes de mi sexo; y que, dado que la libertad parecía ser patrimonio exclusivo del hombre, sería una mujer-hombre, pues tenía intención de morir tan libre como había nacido.
Sir Robert sonrió y respondió que hablaba como una amazona, afirmó haber conocido a muchas mujeres de mi misma opinión y a otras que, aun pensando lo mismo, no tenían suficiente resolución para poner mis ideas en práctica. Añadió que, aunque no tenía mas remedio que reconocer que no me faltaba cierta razón en lo que decía, tenía entendido que yo misma había violado mis normas y había estado casada. Le respondí que así había sido, pero que jamás me habría oído decir que mi experiencia pasada me hubiese animado a intentarlo por segunda vez, y añadí que me había librado de aquello en buena hora y que, si volvía a caer en la trampa, yo sería la única responsable.
Sir Robert se rió de buena gana, pero renunció a seguir discutiendo conmigo y se limitó a señalar que me había propuesto a algunos de los mejores mercaderes de Londres, pero, ya que se lo prohibía, no seguiría importunándome con aquel asunto. Aplaudió el modo en que yo administraba mi dinero y me dijo que pronto sería enormemente rica, aunque no sabía ni sospechaba que, pese a todo mi dinero, seguía siendo una puta y estaba dispuesta a acrecentar mi fortuna a costa de dilapidar aún más mi virtud.
Pero, por seguir con la descripción de mi modo de vida, el caso es que descubrí que me había equivocado y que lo único que había conseguido era atraer, como he explicado antes, a toda una serie de tramposos y cazadores de fortunas que tan sólo querían quedarse conmigo y con mi dinero, y, en suma, verme asediada por una corte de pretendientes,
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y lechuguinos de alcurnia, pero yo aspiraba a otra cosa muy distinta y estaba tan dominada por mi propia vanidad respecto a mi belleza que había fijado mi atención nada menos que en el mismísimo rey. Llegué a concebir tales pretensiones por las palabras que pronunció una persona con la que estaba conversando y que tal vez las dijese con doble intención, como es habitual en la corte. El caso es que habló con demasiada ligereza y eso me atrajo a muchas personas que no tenían precisamente buenas intenciones.